CAPÍTULO 3 NO PUEDE SER

2352 Words
Emilia Romero Miro a mi alrededor y un escalofrío me recorre. A pesar de haber sido elegida para trabajar con la familia extranjera, los nervios me corroen, y en el fondo desearía haber sido rechazada para no enfrentar esta situación. Me siento tan cansada; las noches anteriores no pude dormir. Reposo la cabeza en la almohada de la cómoda cama, sus sábanas son suaves, y siento el calor de las cobijas envolverme. Me quedo dormida... *** Escucho a lo lejos que alguien me llama. Parece que ya amaneció; esa voz resuena en mi mente, y abro los ojos lentamente. —¡Emilia! ¡Emilia! —cuando mis pupilas logran enfocar, me encuentro con los ojos azules de la señora Antonella, frente a mí, con las manos en la cintura y su mirada fría. Doy un salto de la cama y me cubro con la sábana. —Señora, lo siento, me quedé dormida. Usted no me indicó la hora a la que debía estar lista, y no cuento con un reloj o algo que me ayude a despertarme. Antonella me mira de arriba abajo, con cierto desdén. A su lado está el mismo hombre de la noche anterior, el guardaespaldas, y una mujer muy parecida a ella, que parece ser su madre. Me siento avergonzada porque aún no me han explicado mis funciones, y todos me miran como si fuera un bicho raro. —Necesito que te bañes y te cambies rápidamente; mi marido vendrá a conocerte. Asiento con la cabeza, tímida, sin embargo, quiero hablar con ella. —Señora, por favor, necesito llamar a mi familia. Mi abuela debe estar preocupada por mí, al igual que mis dos hermanos. Quiero decirles que estoy bien. Antonella se sonroja y aprieta los puños, enojada. ¿Por qué razón? Es normal que quiera hablarles. —Mira, Emilia, luego los llamas. Ahora haz lo que te digo —me mira de arriba abajo, con prepotencia. —Señora, yo le agradezco lo que está haciendo por mí, pero si no me permite hablar con mi familia, temo que debo volver a la embajada. En ese caso, prefiero regresar a mi país. La mujer se me acerca, y siento cómo bufa, como un perro rabioso; su expresión se vuelve oscura y me reprocha con rabia. —Mira, tú no eres nadie para exigir nada. Además, no puedes devolverte a la embajada; he pagado demasiado dinero por ti. —¿Qué? Pues no entiendo nada, señora. A mí nadie me ha dicho en qué consistirá mi trabajo ni cuál será mi sueldo, así que exijo que me dé esa información. Antonella mira a su madre, y ambas sonríen con malicia. —Bueno, en ese caso, primero, no tienes un sueldo, porque estás aquí porque yo te compré. Niego con la cabeza, sin entender absolutamente nada —Segundo, serás mi madre subrogada, un vientre de alquiler, o como prefieras llamarlo. Vamos a fecundar tu vientre con mis óvulos y el esperma de mi esposo, y llevarás a nuestro hijo. Me quedo perpleja, en completo silencio. ¡Esto debe ser una maldita broma! Y una de muy mal gusto. No puedo creer lo que estoy oyendo. Niego con la cabeza y respiro profundo. —No entiendo de qué está hablando, señora... en absoluto. Esto es una broma, ¿verdad? La mujer mayor se acerca a mí y me mira con repudio. Ambas me observan como si yo fuera un alienígena o algo así. —No es una broma, señorita Romero, pero no te preocupes. Cuando tengas al hijo de mi hija, te liberaremos y te pagaremos una buena suma de dinero. Tranquila. Siento que el suelo se mueve bajo mis pies; cada palabra que dicen se torna más oscura, más increíble, más indeleble. ¿De dónde sacaron que quiero hacer esto? —No, yo no quiero ser la madre de alquiler de nadie. Quiero que me dejen ir de aquí; me tienen retenida en contra de mi voluntad —las miro, pero ninguna reacciona. Antonella me mira con una frialdad aún mayor, más posesiva y calculadora, y eso me provoca escalofríos. —No puedo ser mentirosa contigo, Emilia. Prefiero que todo quede claro entre nosotros. Yo quiero tener un hijo, quiero salvar mi matrimonio y tener un heredero, pero mi vientre no es apto. —¡¿Y yo qué tengo que ver con eso?! —Nada, solamente fue el destino quien nos puso en el camino para que me concedas el deseo tan grande de ser madre, siéntete afortunada. —No me siento afortunada en absoluto. —El mareo me invade por la debilidad de los últimos días y caigo sentada en la cama. Me siento impotente y no puedo creer que haya caído en una red de trata de personas; siento las lágrimas correr por mis mejillas mientras las mujeres no dejan de mirarme. —Mira, te guste o no, vas a ser mi vientre de alquiler. Mientras lo seas, vivirás en esta casa, y nadie de tu familia puede saber que estás aquí. De lo contrario, tu abuela, tus hermanitos, e incluso el noviecito que dejaste en el rancho, morirán... todos ahorcados. Un nudo duro se forma en mi garganta, y siento que me falta el aire. Esto parece una pesadilla. —Pero ¿por qué a mí? ¡¿Por qué a mí?! Ella se encoge de hombros y arruga la boca. —Jum, pura casualidad, nada más. No te elegimos por algo en particular; simplemente llegaste al lugar indicado. Si haces todo lo que te digo, todo saldrá a la perfección. Saldrás de aquí, volverás a tu tierra junto a tu familia, y todos felices. La idea es macabra, y más aún como la plantea esa mujer. Criar un hijo en mi vientre para dárselo a alguien más suena aterrador; todo esto es una tormenta para mí. No... Me levanto de la cama y salgo corriendo hacia la puerta. Voy a escapar. Corro tan rápido como puedo, buscando una salida, pero el hombre que las resguarda viene detrás de mí; siento sus pasos fuertes acercándose. De pronto, siento un jalón en el cabello desde atrás, y caigo de rodillas. Lloro, porque no quiero que me pase nada. Lloro tan desconsoladamente que no logro calmarme. —No tienes a donde huir Emilia —Antonella me sentencia —Ven, hablamos, faltan más detalles. El hombre me levanta del piso, y, con el rostro cubierto de lágrimas y fluidos, le lanzo una mirada llena de odio a la mujer. Maldita desquiciada. —No seré su vientre de alquiler. ¡No lo seré! —Antonella saca su teléfono móvil del abrigo y comienza a deslizar unas fotos frente a mí. Ahí está Lita, mi abuela; también Josué, mi hermano, y Susi, mi hermanita menor. Pero entonces veo la figura de un francotirador sobre una montaña, apuntándoles, y siento que el corazón se me detiene. —¡No! Por favor, señora, no haga eso. Se lo ruego, no con ellos... si lo que quiere es que le dé mi vientre, lo haré. —Respondo resignada, y ella textea algo en su teléfono antes de guardarlo. —Báñate y arréglate. Iremos al doctor, y por la tarde mi esposo vendrá a conocerte. Él no sabe absolutamente nada de esto, así que ni pienses en decirle algo. ¿Entendido? Asiento con la cabeza. Maldita vieja de moral cuestionable, actuando a espaldas de su propio marido. Aunque debe ser tan aberrado como ella; para estar casado con esta loca, seguramente es igual de retorcido. Me libero del agarre del hombre y, en contra de mi voluntad, tomo una ducha. Salgo del baño envuelta en una toalla, y ahí están las mujeres, observándome sin discreción. Les hago un gesto. —¿Podrían dejarme sola? Quiero ponerme ropa limpia. —No, desnúdate aquí mismo. Estamos entre mujeres, Emilia. Además, quiero evaluar tu condición física para saber si podrás llevar a mi hijo. —Antonella cruza los brazos y me mira de arriba abajo. Trago en seco, dejo caer la toalla, aprieto los puños y cierro los ojos, dejando que me examinen sin defensa alguna. —Muy bien, Emilia, vístete. Rápidamente tomo la ropa que dejé lista y me visto, aunque sus miradas me incomodan. En menos de cinco minutos, estamos subidas en su camioneta. Una hora más tarde, aparcamos frente a un prestigioso hospital, y no puedo evitar imaginar que aquí también todos son sus cómplices. —Bájate, Emilia —ordena Antonella, señalando la puerta. Miro a todos lados, pensando que tal vez tengo una oportunidad de escapar. Sin embargo, ella saca su teléfono y, frente a mí, realiza una llamada. —Guato, ¿estás con la familia de Emilia? —pone el altavoz. —Sí, aquí estoy. —A mi orden, disparas —dice Antonella, colgando la llamada. Siento que el mundo se me viene abajo. Me bajo de la camioneta sin derramar una lágrima, tratando de concentrarme, buscando alguna forma de escapar. Pero todo parece estar en mi contra, y sus amenazas me congelan la sangre. Entramos a un consultorio donde nos recibe un médico, un hombre mayor, y una enfermera que prepara una camilla. —Buenos días, señora Simone. ¿Cómo está? —pregunta el médico, mirándome de reojo mientras Antonella sonríe. —Doctor, muy bien, mire, ella es Emilia, la mujer que se hará la fertilización in vitro. He venido para que la revise y me indique cuál es el día indicado para el procedimiento. El doctor se levanta de su asiento, como si este momento hubiera sido esperado durante mucho tiempo. Me observa y ajusta sus gafas. —Vamos a hacer unos análisis y una ecografía. Tardaremos un par de horas en tener los resultados. ¿Cuál es tu nombre? —me pregunta, y yo miro a Antonella, buscando su permiso para responder. Ella hace una mueca, y yo pronuncio mi nombre en voz baja. —Emilia. Soy Emilia Romero, señor. —Pasa a la camilla, Emilia, vamos a revisarte. Obedezco y me recuesto en la camilla. El médico realiza un examen exhaustivo, incluso una ecografía, asegurándose de que mi útero y mi salud estén en condiciones óptimas. Después de revisarme minuciosamente, me siento con Antonella en una sala de espera. Aunque deseaba gritar y pedir ayuda, la imagen de Lita y mis hermanos no me deja actuar. —¿Cuánto van a pagarme? —le pregunto a Antonella. Ella, que estaba concentrada en algo en su teléfono, sonríe de forma sarcástica y me mira. —¿Perdón? —Si, no te hagas que no es contigo, ¿Cuánto van a pagarme? Quiero saber de cuanto dinero estamos hablando. Antonella suavizó la expresión y tomó mi mano. —Te daremos 500.000, ¿te parece bien? —¿Tengo otra opción? —mi voz salió quebrada. —No, claro que no. No es opcional; vamos a pagarte ese dinero. —No me importa el dinero. Solo déjame informar a mi familia que estoy bien, o van a reportarme como desaparecida. Los ojos de Antonella se agrandaron, y por un segundo pensé que tal vez prefería no hacerlo. ¡Maldición! La oportunidad de escapar se esfumaba. —Llama a tu abuela y dile que estás bien —dijo, extendiéndome su teléfono. Lo tomé con las manos temblorosas, los ojos se me llenaron de lágrimas mientras marcaban su número. Aunque sentía que no había esperanza, debía hacer la llamada. Al segundo timbre, respondió. —¿Hola? —Lita, soy yo, Emilia. —¡Emilia, hija mía! ¡Por todos los santos! Tu hermano estaba a punto de ir a la policía para reportar tu desaparición. ¿Cómo estás, mamita? La voz se me quebró. No podía permitir que mi abuelita supiera nada de mi desgracia. Tapé mi boca, intentando controlar la respiración. —Lita, estoy muy bien, no te preocupes. Conseguí un trabajo y me van a pagar muy bien —digo, notando la mirada complacida de Antonella. Yo misma le estoy dando motivos para sentirse victoriosa. —Qué bueno, hija, me alegra mucho. Ojalá puedas trabajar pronto y cumplir tus sueños, y también ayudarnos un poco, mi niña. —Claro que sí, abuelita. ¿Cómo están todos por allá? —pregunto, intentando cambiar de tema mientras Antonella empieza a hacerme señas para que termine la llamada. —Bien, hijita, todos bien. Lo mismo de siempre, sobreviviendo. Aunque últimamente he tenido mucho dolor de estómago, pero tengo cita con el doctor en tres días. Esperemos que no sea nada grave. —Lita, tengo que colgar. —¿Tan pronto, mi amor? —pregunta, sorprendida al otro lado del teléfono. Siento que me ahogo entre lágrimas; no quiero colgar, pero las señales de Antonella son cada vez más insistentes. —Es que aquí los minutos internacionales son carísimos. Te amo, Lita. Te amo mucho... y a mis hermanitos también. —Oye, Emilia, Juan Diego pregunta por ti. ¿Qué le digo? El corazón se me rompe al oír su nombre. —Dile que lo amo y que me perdone —respondo, apenas en un susurro. Antonella pone los ojos en blanco y me arrebata el teléfono, colgando la llamada. Mi pecho se oprime, el llanto me quema la garganta, y una necesidad desesperada de escapar se apodera de mí. Antonella me pellizca el brazo y murmura entre dientes. —Deja de hacer tanto escándalo, latina, o te arranco los dedos... y a tu “lita” también —las palabras de Antonella son crueles y me paralizan de miedo. Respiro profundo y me esfuerzo por calmarme. Nos llaman por el altavoz, y volvemos al consultorio del doctor. —Bueno, doctor, dígame, ¿cómo está Emilia? —pregunta Antonella con una voz que intenta sonar indiferente, pero no puede ocultar la tensión. —Está perfecta. Si quieren, la inseminación puede hacerse hoy mismo. Me tomaría una hora organizando todo, pero me dice usted, mi querida señora Simone. Antonella sonríe de manera maquiavélica, y fija su mirada en mí. Yo niego con la cabeza, desesperada. —Muy bien, doctor, entonces la inseminación será hoy mismo —responde Antonella, sin dudar, como si ya lo tuviera todo decidido.
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