Antonella Simone
Rompí la copa contra el suelo y arrugué el papel que contenía los resultados de mis exámenes médicos. “No estoy apta”. ¿Quién decide lo que significa ser apto para ser madre? No puedo soportar la frustración y la tristeza que me inundan.
—Antonella, ¿Qué pasa? —Liam entró de improviso en la sala y corrió hacia mí, preocupado por si estaba herida. Me dejé caer sobre el sofá de cuero y empecé a llorar desgarradoramente.
—¿Sabes lo que significa la frase “no apta”? —le reproché entre sollozos. Miré a nuestro alrededor—. ¡Liam, mira todo lo que tenemos! ¡Dinero! Maldito dinero que no sirve para nada, porque ¡no soy apta!
Liam se dio cuenta del papel arrugado en el suelo y frunció el ceño, llevándose la mano a la boca mientras negaba con la cabeza.
—No te preocupes, Antonella. Sé que siempre has soñado con tener un hijo, pero buscaremos la manera de lograrlo. Podríamos adoptar. Hay muchos pequeños que necesitan un hogar. Tranquila —se acercó a mí, intentando tocarme.
Maldito hipócrita. Sabía que sus intenciones eran oscuras y que, en sus planes, solo había un divorcio.
—Me preocupo, Liam, porque tú quieres tener un hijo, quieres ser padre, y por eso nuestro matrimonio es un fracaso. Nunca podré darte un hijo. ¡Ah! —me agarré del cabello y comencé a jalármelo, causándome dolor, ahogándome en la frustración. ¡Quería un hijo! ¡Un hijo! ¿Era tanto pedirle a la vida?
—No pienses así, Antonella. Nuestro matrimonio está en crisis por otras cosas, como estos problemas con el alcohol. Te he pedido tantas veces que no bebas.
Me levanté furiosa de la silla y lo enfrenté, mirándolo con rabia. Lo amaba con toda mi alma y no podía concebir una vida sin él, pero era un machista que quería que todo se hiciera a su modo.
—¿Ahora es culpa mía? Claro, todo es culpa mía, porque no eres capaz de asumir tus responsabilidades en este matrimonio. Siempre te zafas de todo, ¿no es cierto?
—Por favor, Antonella, no empecemos de nuevo. Ya hemos hablado de esto.
—La culpa es mía por no tener un útero fuerte que me permita tener a nuestros hijos. Si ya te hubiera dado un hijo, estoy segura de que me amarías.
Liam me tomó en sus brazos, y aunque quise resistirme, me aferré a él, llorando desconsoladamente. Sentía un dolor inmenso y, sobre todo, una frustración desgarradora por no poder tener un hijo.
—No digas eso, preciosa. Vamos a resolverlo —me dijo con un atisbo de ternura, pero yo sabía que lo hacía por lástima. Sin embargo, estaba decidida a darle un hijo, como fuera, un hermoso niño que llevara nuestros genes, nuestra sangre.
Después del consuelo barato que me brindó y de sus falsas caricias, Liam se fue a nuestra compañía. Éramos dueños de Élite Mercantile, la empresa de importaciones más reconocida del país, pero de nada servía si no teníamos lo que realmente deseábamos.
Saqué la maldita tarjeta de mi bolso y, aunque mis manos temblaban, debía marcar ese número. Al segundo timbre, me contestaron.
—Ho-hola.
—Sí —respondió una voz femenina, grave. A pesar de que quise cortar la llamada, un impulso irresistible me obligó a continuar.
—Es que… —aclare mi garganta— quiero contratar sus servicios.
—¿Qué necesitas, riñones, pulmones?
—¡Un... un vientre! —dije de golpe, respiré profundamente y me dejé caer en mi asiento.
—¿Sabes lo que eso implica? Deberá tenerla en su casa, esperar a que nazca, y luego usted debe deshacerse de ese problema, ¿lo sabe?
—Sí, algo me explicaron. ¿Cuánto vale? —pregunté sin más preámbulos. La persona al otro lado del teléfono me dio un sinfín de instrucciones. Sabía que lo que iba a hacer era un completo delito, pero al menos tendría a mi hijo conmigo, sin necesidad de exámenes ni papeles que jamás tendría en regla. Para la medicina y la sociedad, no estaba en condiciones mentales para ser madre.
***
Dos días más tarde
Me detuve frente a una decena de mujeres, la mayoría latinas, hermosas y muy jóvenes. No podía negar que su belleza era inigualable; lucían saludables para ser el posible vientre de alquiler de mi hijo o hija. Tal vez quisiera una niña, mi doctor lo determinaría.
Pasé junto a ellas, que estaban visiblemente nerviosas, pero había una en particular que llamó mi atención. Era alta, robusta, con cabello castaño y ojos verdes. Su cuerpo era grande, no del todo esbelto, pero podría ser una buena candidata.
La señalé con el dedo, y la mujer del cartel dio una orden:
—Mexicana, adelante.
La mujer obedeció, y empecé a examinarla con la mirada. Le pedí que abriera la boca y vi que tenía dientes perfectos. Su cabello brillaba intensamente, y se notaba que se cuidaba muy bien; sus músculos estaban marcados y lucía fuerte.
—¿Ya tiene exámenes médicos? —pregunté, y la mujer del cartel le hizo señales a otra para que me pasara una carpeta.
Revisé todos los resultados: no sufría de ninguna enfermedad, estaba perfectamente de peso y tenía tan solo 24 años. La candidata perfecta. Sonreí satisfecha.
—Sí, ella, me la llevo —di la orden, y la mujer tomó a la chica con fuerza, tratándola como si fuera una mercancía. Aunque en ese momento se convertía en eso: una vil y sucia mercancía desechable, destinada a ser eliminada en los próximos meses.
Saqué mi teléfono y llamé a mi madre.
—Hola, mamá.
—Antonella, hija, me tienes preocupada. ¿Finalmente fuiste a donde nos recomendó Juliette?
—Sí, mamá, el vientre ya está listo. ¿La finca está lista?
—Sí, hija, pero ¿no crees que es peligroso lo que estamos haciendo? ¿Y si tu esposo se entera?
—Mamá, a él no le importa nada. No tiene por qué enterarse de que prácticamente compramos a la mujer. Además, solo tendrá a mi hijo —omití el detalle de que tendría que matarla cuando naciera el bebé, y mi madre se quedó en silencio.
—No lo sé, Antonella. Sin embargo, cuentas conmigo. ¿Cuándo la traes?
—Esta misma tarde, mamá, porque ella debe estar lista pronto para que el doctor la inseminé. Estoy ansiosa por tener a mi hijo en mis brazos para esta Navidad.
—Hija, espero que eso no sea un problema. Me llamas entonces.
—Muy bien, mamá.
Entregué el sobre con el dinero a las personas que me consiguieron a la mujer, y junto a mi guardaespaldas, la llevamos hacia mi auto. Ella no llevaba nada en sus manos, ninguna pertenencia, ninguna maleta. Pero eso ya lo sabía. En la finca de mi madre, tenía todo listo para ella: ropa, zapatos, comida suficiente y todo lo que iba a necesitar para estar bien durante el tiempo que llevara a mi hijo en su vientre. Yo usaría un vientre falso para que la sociedad pensara que estaba embarazada. Sería una deshonra para mí que supieran que había alquilado un vientre.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté con frialdad, sin querer establecer ningún vínculo con ella.
—Emilia Romero, señora. ¿Y usted?
—Soy Antonella, pero sigue llamándome señora.
—Entiendo. ¿Y a dónde vamos?
—A la finca, donde vas a trabajar. ¿No te han dicho nada? —pregunté, confundida.
—¿Decirme qué, señora?
Resoplé profundo.
—Tu nuevo trabajo. Pero no te preocupes, estos días te vas a enterar —mi conductor siguió manejando y poco a poco nos alejamos de la ciudad, hasta llegar al lugar donde estaría.
Al bajarnos del auto, ella miró a su alrededor. Aunque había lujos y comodidades, la acomodé en la casa del servicio.
—Aquí vas a dormir.
—Sí, señora. Muchas gracias —respondió sonriendo.
—No debes irte a ningún lado, recuerda que tenemos tus documentos. Mañana regresaré por ti, de todas maneras. La reja está cerrada, y si sales tarde en la noche, los perros están sueltos. Son peligrosos y pueden tragarte. ¿Entendiste?
La mujer palideció ante mis palabras y asintió con la cabeza.
—Sí, señora.
—No intentes nada estúpido, Emilia.
Me fui hacia el auto, pero ella me llamó.
—Señora, ¿puedo llamar a mi familia? Deben estar preocupados por mí.
—Mañana los llamamos. Aprovecha para descansar y bañarte, hueles terrible. En los armarios de tu habitación está todo, ¿entendiste?
—Sí, señora.
—Entra a la casa.
Emilia hizo caso, y enseguida cruzó las puertas; la encerré bajo llave. Volví a la ciudad, ya era tarde en la noche, y cuando mi teléfono tomó señal, comenzó a timbrar. Se trataba de Liam.
—¿Dónde estás, cariño?
—Llegando a casa, mi amor. Te tengo buenas noticias.
—Me gusta que me des buenas noticias. ¿Cómo te sientes?
—Muy bien. Lo que tengo para decirte te hará muy feliz.
Me mordí los labios, y minutos después llegué a casa; él me estaba esperando en la sala de estar, y me lancé a sus brazos.
—Sí que estás muy feliz.
—Sí, mucho. ¿Adivina?
—Dime, no soy adivino —respondió con su prepotencia.
—Tenemos un vientre de alquiler. Lo hemos conseguido, ¡podemos concebir, podemos tener un hijo!
Él se quedó en silencio, impactado, como si yo le hubiera dado una noticia desastrosa.
—¿Qué pasa? ¿No te hace feliz la noticia que te estoy dando? —me separe un poco de él, y lo mire a los ojos.
—Sí, sí, solo que… ¿Cómo lo hiciste? Se supone que no se podía. Yo lo leí en los exámenes.
—Bueno, volví a pedir el chequeo mental y todas esas cosas, ya sabes cómo es, di un poco más de dinero, y pues bueno, aquí estamos, mi amor.
—¿Cuándo podemos conocerla?
Me pongo nerviosa, porque sé que es una situación difícil de explicar.
—Mañana mismo. Ya está en la finca de mi madre; vivirá con nosotros mientras lleva el embarazo.
—¿Qué? Pero eso no era lo hablado. Lo hablado es que solamente la veríamos pocas veces, mientras asistía a sus controles y cosas así.
—Pues ya ves, es que no tiene dónde vivir. Pero tranquilo, mi amor, ella estará bien. Todo va a estar muy bien.
Lo abrace con fuerza y me pegue a su pecho, sabiendo que lo que estaba próximo a suceder cambiará nuestras vidas.