Casualidad

1318 Words
Casi 15 horas de vuelo, he llegado al país de las mil oportunidades. Con mi pequeño bolso en mano, y la convicción de iniciar una hueva vida, avanzo hacia el baño del aeropuerto internacional para hacer algo que deseaba desde siempre. Este aeropuerto es inmenso, y uno de los tres más grandes de la ciudad. Así que encontrar un baño público, se me hizo bastante difícil, más no imposible. Veo mi reflejo en el espejo y el cansancio es notorio. Dormir, o tratar de dormir en un asiento de turistas no es fácil. Pero valdrá la pena el sacrificio, estoy segura de que sí. Decido despojarme de mi Hiyab. Mis manos me tiemblan, pero mi corazón se regocija al saber que esto no será causa de muerte para mí, en este país. En mi cultura, el castigo por dejarse ver en público sin el velo, puede ser de detención, prisión, multa o latigazos. Todo por querer ejercer nuestros derechos a vestir lo que queramos. Pero aquí no será así. Peino mi largo cabello con mis dedos, siento como si me hubiese quitado alguna atadura. Es un peso menos sobre mis hombros y se siente tan bien. —Te usaré cuando quiera, y no porque de esta manera me lo impongan —le susurro con una leve sonrisa a mi hermoso Hiyad. Lo guardo con sumo cuidado en mi bolso. Mi madre me lo regaló cuando cumplí mis quince años. Su tela es suave, delicada y a pesar de que tiene cinco años conmigo, conserva aun su hermoso color marfil. Lavo mi rostro con el agua del lavamanos y enjuago mi boca. En el baño del avión lavé mis dientes, así que por ahora, estoy bien. Salgo del baño con la idea de buscar algún lugar para almorzar, y luego, comenzar a buscar algún trabajo en esta gran ciudad. Así tenga que limpiar baños, pero no me voy a quedar de brazos cruzados en un lugar donde, así como te da las mil oportunidades, también puede arrebatártelas. No conozco a nadie, no sé la zona donde estoy, ni a dónde tengo que llegar. No tengo nada ni a nadie aquí, pero no me voy a detener por eso. Llego a las afueras del aeropuerto y lo primero que hago es correr hacia un taxi. —¿Podría llevarme al centro de Nueva York, por favor? —Con gusto —responde el hombre con una sonrisa amable. Sé que no paso desapercibida. Mi acepto es muy marcado, y aunque domino bien el idioma, ya que quien sería mi esposo, exigió que aprendiese muy bien el inglés y el español, mi acento árabe predomina. Además, mis rasgos son muy marcados, propios de mis ancestros. —¿Conoce un sitio donde pueda comer a buen precio? —Estarás en el centro de Nueva York, tendrás muchísimas opciones, chica. Me gusta eso de “opciones” Admiro a través de la ventana, la hermosa arquitectura de esa ciudad. Sus grandes edificios, su cultura apegada a la moda, la muchedumbre caminando concentrada en sus propios asuntos sin estar pendientes del otro. Eso me encanta. —Aquí la dejo. Pago al señor y salgo del auto con el temor a lo desconocido en mi pecho. No me ha dicho donde estoy, yo tampoco lo sé. No tengo móvil para ver el GPS, y mucho menos un mapa. Comienzo a caminar por la calle, la cual está bastante transitada, eso quiere decir que estoy en una zona céntrica. Veo un restaurante en una esquina. Se ve bastante limpio, ordenado y elegante. Decido ir ahí para ver los precios de la comida. Me urge comer una buena porción para poder mantenerme de pie. Ya luego, seré más consciente con el gasto del dinero. Cruzo la calle, y voy directo al restaurante. —Buenos días —saludo al hombre de traje muy bonito que está de pie a la puerta. —Buenos días, señorita. Bienvenida. La abre para mí, y me permite entrar. Cuando veo el interior, me quedo sin palabras. Esto es realmente elegante. —Bienvenida, ¿tiene alguna reservación? Volteo confundida al oír la voz de una mujer. —Sin reservación, no puede entrar. —Pero el señor de la puerta, me dejó hacerlo —me apresuro a responder. —El señor de la puerta no tiene la lista del día. Sin reservación no entras. La forma en que me mira, es realmente despectiva por mucho que esté sonriendo—. ¿Y si no la tengo? ¿Podría aun así comer aquí? —Se reserva el derecho de admisión. Si puedes pagar por la comida, podría buscarte una mesa. Aunque, lamentablemente no hay mesa para un solo comensal disponible. —Puedo comer en una mesa de dos, no tengo problemas con eso. —Tampoco tenemos —dice con molestia—. De igual forma, dudo que puedas pagar por ella. —¿Cuánto vale? —pregunto con total seriedad. —Si realmente vas a comer aquí, eso lo sabrás luego de que se te asigne una mesa. Esto no es un mercado donde entras a ver precios. Es un restaurante con 4 estrellas Michelin, niña. ¿Podrás pagar por ella, o no? Esto no vale la pena. —Gracias por su buen servicio. Iré a otro lugar. Le sonrío, pese a que ella ha sido grosera conmigo. Retrocedo dispuesta a irme de aquí. Al parecer, las humillaciones en este país en más de parte de las mujeres, porque el hombre de la puerta nunca me trató como ella. Yo no salí de un calvario para esto. De pagar la comida costosa lo haría. Así me acorte el dinero, solo por demostrarle a ella que si puedo, pero no vale la pena. No soy millonaria, pero tampoco era una pobre en Arabia. Retrocedo para salir de aquí. Mi estómago duele, y me urge buscar algún lugar no tan exigente para comer. Me doy vuelta, y choco de frente con una pared humana. —¡Lo siento! —digo de inmediato. El hombre me sujeta de los hombros, porque casi me caigo para atrás. Cuando le veo el rostro me quedo sin palabras. Es demasiado alto. No me había fijado de eso la primera vez… Sus intensos ojos azules me analizan a detalle, igual cuando nos topamos en Arabia. No luce confundido, ni molesto. En su rostro no hay expresión alguna. Se mantiene totalmente serio, pero sus ojos han cambiado un poco de color. Están oscuros y dilatados. —¿Dos veces en menos de 24 horas? Que casualidad —dice soltándome—. ¿Estás bien? —Señor Brown, ¿está usted bien? Me disculpo por la torpeza de la joven, ella ya se iba —la mujer me da una mirada de advertencia. Me siento roja de la vergüenza. —¿Estás bien? —vuelve a preguntar, ignorando por completo la pregunta de la mujer con la lista digital en la mano. —Si, si… estoy bien, gracias por preguntar —ajusto mi bolso en mi hombro—. Bueno, si me disculpan, me tengo que ir. —¿A dónde vas? —su interés me desconcierta un poco—. Te invito a almorzar, tengo una mesa reservada para mí solo, pero no creo que haya algún problema en que me asignen una para dos, ¿verdad señorita Camile? —Pero no hay disponibles —me apresuro a comentar, y de inmediato me arrepiento. Este hombre pensará que soy una fácil. Yo no lo conozco y ya estoy considerando almorzar con él. El hecho de que me lo haya topado dos veces, no significa que pueda confiar en él. Le da una mirada mordaz a la mujer llamada Camile. No sé lo que significa, pero eso hace que ella comience a disculparse, según ella, por su confusión. —Para usted siempre hay disponibilidad, señor Brown. —¿Qué dices? ¿Te gustaría almorzar conmigo?
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