Voy en el auto de Adam con el remordimiento a flor de piel por haber dejado solo a mi gringo-sensual-salvador. Quería quedarme con él, era lo mínimo que podía hacer después de todo su sacrificio. Además, Adam al volante me pone los nervios de punta. Definitivamente no confío en él. No cuando la velocidad a la que vamos podría hacernos despegar si el vehículo tuviera alas. De pronto, mi captor cambia de ruta. —¿A dónde me llevas? Sé perfectamente que ese no es el camino hacia el hospital. Adam me mira fijo. —No pensarás que te voy a llevar con esa ropa hasta Emergencias —evidencia, regresando la vista al camino. —¿Sabías que me duele mucho el pie? ¡Hola! ¡Me estoy desangrando! —exagero. Me fastidia. ¿Qué se imagina? Seguramente después de ver semejante herida, las enfermeras se