Había pasado una semana desde que me mudé a la casa de mi hermano Manuel, rechazando lo que consideraba las migajas de Rafael y el maldito veredicto del juez. Estaba en una etapa en la que no quería ver nada que me recordara a él o a todas sus traiciones. Si todavía no podía ni asimilar que él tenía a su amante embrazada mientras yo tenía una maldita cosa en mi útero porque él aún no quería tener hijos mientras estábamos casados y no se cansaba de decir que aún no, que era muy pronto y que yo me precipitaba. En resumen, no quería tener hijos. Conmigo. Conmigo no quería tenerlos. No podía soportar la idea de regresar a la casa que una vez compartí con él, un lugar que ahora estaba manchado con recuerdos de traición y dolor. Manuel, siempre el protector, había recogido mis cosas,