Mientras tanto, en la parte baja de aquel acantilado…
|Idioma español|
―Reinaldo, cariño… ¿cuándo me vas a dar nietos? ―preguntó Anna de las Casas con un suspiro, sus ojos brillando con una mezcla de esperanza y melancolía. La elegante mujer, pilar de la alta sociedad madrileña y dueña de la prestigiosa marca de moda "Anna DC", se acomodó en el asiento de cuero del lujoso carro de nieve ―. Ya tienes 37 años y nada de nada. Fíjate que aún estoy hecha polvo por la muerte de tu hermana... Elena―Su voz tembló ligeramente al mencionar a su difunta hija menor.
Al pie de las nevadas montañas de Aspen, se encontraban Reinaldo Alejandro de las Casas y su madre Anna, una distinguida dama de 60 años. Reinaldo, un apuesto español de 37 años oriundo de Madrid, era una figura que no pasaba inadvertida. Su imponente estatura de 1,93 metros y su complexión atlética, fruto de años de disciplina, le conferían una presencia magnética.
El atractivo de Reinaldo iba más allá de lo visible. Su virilidad, de proporciones impresionantes (veintiséis centímetros que desafiaban la imaginación), era un secreto que, aunque oculto, parecía emanar de él como un aura de sensualidad, haciendo que las miradas femeninas se posaran en su figura con una mezcla de admiración y deseo.
Entonces, en ese día invernal, el gallardo madrileño lucía un sofisticado conjunto deportivo de color ébano, que acentuaba su porte aristocrático. Su cabellera azabache, con ondas sutiles, caía con gracia hasta su nuca, enmarcando un rostro de facciones cinceladas. Su voz, teñida por un seductor acento típico, era como música para los oídos, especialmente cuando se expresaba en inglés, idioma que dominaba con una elegancia casi poética.
Así pues, que aquel día, madre e hijo habían planeado originalmente una reunión de negocios, pero decidieron aprovechar la tarde para un paseo programado en la nieve. Este momento de conexión, en medio de sus agitadas vidas.
Sin embargo, estar a solas con su madre lo llenaba de ansiedad porque siempre hablaban de temas que le incomodaban: nietos y matrimonio. Esto le causaba algo de frustración. Entonces, suspiró fuerte, y su aliento formó una nubecilla en el aire frío.
―Madre querida, no empieces, por favor ―respondió, con su voz aterciopelada cargada de un respeto profundo, pero teñida con un matiz de exasperación que no pudo ocultar del todo.
―Pero hijo, solo me preocupo por tu bienestar. Es hora de que formes tu familia. No todo es trabajo, ya tienes el dinero suficiente.
Reinaldo, un prodigio en el mundo empresarial, había transformado "Anna DC", la empresa familiar, en un referente de innovación al fusionar tradición artesanal con tecnología de vanguardia. Su ascenso, sin embargo, estuvo marcado por la tragedia: la prematura pérdida de su padre y, años después, de su hermana menor lo sumieron en una depresión silenciosa. Buscando refugio, se sumergió obsesivamente en el trabajo, convirtiendo su dolor en el combustible de su ambición profesional.
Su visión estratégica y capacidad para anticipar tendencias lo convirtieron en un líder aclamado en los negocios. No obstante, su vida personal contrastaba dramáticamente con su éxito profesional. Un matrimonio fallido y tres relaciones infructuosas habían dejado cicatrices emocionales, haciéndolo reticente a nuevas conexiones íntimas.
Reinaldo Alejandro, quien era un titán empresarial, pero malo en el amor, lo convertía en una figura enigmática, fascinante por su éxito profesional y vulnerabilidad personal.
―Te dije que no voy a casarme de nuevo ―continuó, pasándose una mano por el cabello en un gesto de frustración―. Ahora vamos a abrir otra sede en Miami, y estaré... el doble de liado. Acostúmbrate a verme solo con amantes de vez en cuando. Pero relación formal, no quiero.
En eso, Anna frunció los labios, con sus arrugas acentuándose por la preocupación.
―Pero Rey, claro que no le dañarías la vida a nadie. Lo que pasa es que también escogías a unas mujeres que, que te digo, no eran madera de esposas. Una verdadera esposa construye un matrimonio y entiende a su esposo y sus obligaciones. Las modelos de ropa íntima y mujeres de certámenes no son un buen ejemplo de madera de esposa. Solo te querían por tu dinero. Siempre te lo dije.
» Además, otra cosa que tienes es que trabajas mucho, eres un esclavo del trabajo porque no dejas que otros trabajen ―insistió, Anna con su voz cargada de emoción―. Deberias vivir tu vida hijo mío. Mira, te voy a organizar una cita, quiero nietos. Nuestra familia se ha acortado. Solo somos tu y yo, porque tu padre y tu hermana murieron.
La tensión en el vehículo de nieve era evidente, con el silencio solo interrumpido por el ronroneo del motor y el crujir de la nieve bajo las cadenas de ese auto especial para la nieve. De repente, la voz del guía rompió el incómodo momento:
|Idioma inglés|
―Pararé por un momento.
Reinaldo se inclinó hacia adelante, con su ceño fruncido en señal de preocupación.
―¿Is there any problem? (¿Hay algún problema?) ―preguntó en un inglés fluido.
―Voy a añadir un poco de gasolina, eso es todo ―respondió el guía con una sonrisa tranquilizadora.
Reinaldo asintió, aprovechando la oportunidad para escapar de la conversación con su madre.
―Bueno, aprovecharé para orinar. Ya vengo.
―Ok. Vaya señor, no hay ningún problema ―respondió el guía, ocupado con el depósito de combustible.
El apuesto Reinaldo Alejandro se bajó del vehículo, con sus botas hundiéndose en la nieve con un crujido satisfactorio. Se alejó unos metros, buscando la privacidad de unos árboles cercanos. El aire helado le cortaba la piel mientras se bajaba la cremallera, y comenzó a hacer sus necesidades.
De repente, algo captó su atención por el rabillo del ojo. Su corazón dio un vuelco cuando distinguió lo que parecían ser unos pies enterrados en medio de la nieve.
―¡Mierda! ―exclamó, con voz resonando en el silencio de la montaña.
Con manos temblorosas, se subió la cremallera y corrió de vuelta al vehículo, con su respiración agitada formando nubes de vapor frente a su rostro.
―¡Oiga! ―gritó al chofer, con la urgencia evidente en su voz―. ¡Parece que hay un cadáver!
―¿Cómo? ―respondió el chofer, con sus ojos abriéndose de par en par.
―¿Un cadáver? ―Anna se llevó una mano a la boca, el horror reflejado en su rostro.
―¡Hay que llamar a la policía! ―dijo el chofer, y su voz temblaba de miedo.
Sin embargo, Reinaldo, impulsado por una valentía que él poseía, tomó una decisión.
―Iré hasta allá, para ver si tiene vida ―declaró, con su mandíbula apretada con osadía.
―¡No vaya, es peligroso señor!
―¡Hijo, haz caso!―exclamó Anna nerviosa.
Sin embargo, ignorando los gritos de advertencia del chofer y de su madre, Reinaldo Alejandro se lanzó hacia el lugar donde había visto el cuerpo. La nieve crujía bajo sus pies mientras corría, y su corazón latía con fuerza en su pecho.
Al llegar, Reinaldo se encontró con una escena que parecía sacada de sus peores pesadillas. Un cuerpo yacía casi completamente sepultado bajo un manto de nieve inmaculada, como una grotesca parodia de la bella durmiente. A su alrededor, una inquietante alfombra de sangre se extendía, tiñendo el blanco puro de un rojo oscuro y siniestro.
―¡Señor, no mueva eso! ―el grito desesperado del chofer resonó a lo lejos, con su voz cargada de pánico.
Pero Reinaldo Alejandro, ya no escuchaba. Como en trance, cayó de rodillas, ignorando el frío que se filtraba a través de su pantalón. Sus manos enguantadas, temblorosas pero decididas, comenzaron a cavar frenéticamente en la nieve. Cada palada era una lucha contra el tiempo, contra la muerte misma.
Con cada movimiento, más del cuerpo quedaba al descubierto. La nieve cedía reacia, revelando poco a poco su macabro secreto. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, logró sacar a la persona de su tumba helada.
Era una mujer pálida como la misma nieve que la había cubierto, con un tinte amoratado que hablaba de las horas que había pasado expuesta al frío implacable. Sin embargo, Reinaldo pudo apreciar su belleza casi sobrenatural en la muerte.
Y entonces, como un rayo, el reconocimiento de un sexy lunar en el labio superior lo golpeó con una fuerza que casi lo hace caer hacia atrás.
―¿La rubia... amargada? ―murmuró, Reinaldo Alejandro, con sus ojos abriéndose de par en par, por el shock.