3 - Los nueve cántaros

1820 Words
Fueron hasta el carromato ya destartalado, que colocaron a propósito encima de un aljibe, que nunca manó, tapando temporalmente el valioso cargamento y lo retiraron, siendo, varios sacos de algún fuerte material hecho con resina de indios caribeños, lo que no pudrió y abriéndolos muy emocionados y temerosos de que alguien estuviese observando, vaciaron el contenido, en nueve hermosos cántaros, llenándolos de lingotes y pedazos de oro sin forma, aparte de joyas que relucían diamantes de increíble belleza y alhajas principescas saturadas de tonos esmeraldinos y rubíes, así también, piedras preciosas y perlas de todo tamaño. Leandro Alburquerque vigilaba. Cada uno cargó y llevó desde el pozo seco, su correspondiente cántaro, grande y espacioso para poder guardar aquella descomunal riqueza, ayudándose entre ellos, acarreando en hombros hasta el mismo centro del patio en media manzana, en la cual cavaron a toda prisa, más de dos metros y medio de hondo y del que brotó hermosa tierra negra y arcilla del color de los recipientes hechos ahí en Santa Cruz de la Sierra. Entonces, Octaviano López se introdujo y fue recibiendo junto a Faustino Montes de Oca, los nueve cántaros. Después taparon en silencio el hoyo y no dejaron huella de haberlo cavado. Entonces Sarao Montiel dijo: — ¡Bien sea hecho, amigos! Se pasó la mano por el rostro y en rápido lance, mediante su dedo índice que pasó por su frente, arrojó el sudor sobre el montículo de tierra y pidió a todos: — ¡Juremos que nadie abrirá este entierro hasta que por un acaso lo precisáramos, para levantar una ciudad nueva en otro lado, si quisiéramos; en la cual, nosotros mismos gobernemos y si no es así, se quedará aquí, para que el último que esté vivo, lo desentierre y comparta con sus últimos descendientes y los pobres; conforme lo hecho ¡Todo el mundo calle y a nadie sea dicho! Los nueve hombres, pisotearon con sus botas embarradas y aplanaron el lugar; cubrieron lo pisoteado, echando más tierra de otro color; agregaron hojas secas y algunos trastes para que nadie desconfiara. Sin embargo, aparte de la luna llena de septiembre, que se levantó tarde al cielo estrellado, alguien había estado observando. Los hombres no se dieron cuenta y fueron a beber a la fiesta en la plaza donde se bailaba y comía en abundancia y se divertían en los juegos españoles y mestizos. La jovencita Francisca Bernabela no había ido por sentirse mal del estómago. Vio todo desde las rendijas del cuarto único dónde estaban los catres. Cuando los hombres se fueron, sintió temor y se peinó las trenzas para irse a mezclar entre el gentío de la plaza junto al templo de la concordia española. UNA FIESTA EN LA ALBORADA Canta el gallo. El establecimiento azucarero se ilumina al salir el sol. Los primeros en levantarse apagan lampiones y antorchas. Comienza la labor diaria de la temporada. La caña es arrojada al suelo desde cien carretones jalados por trasnochados y sudorosos bueyes. Una fiesta alegra en la alborada. Los españoles Sarao Montiel, Emiliano del Rivero, Leandro Alburquerque y demás socios, han progresado notablemente. Junto a sus mujeres y niños, rodean el trapiche, haciéndolo girar jalados por dos caballos. El jugo escurre y luego hierve en las pailas. La jalea estará a punto al medio día y las hormas de empanizado al anochecer. Rústico encanto del trabajo humano en el mesón de lo que será la Bolivia que conociera Alcides D’Orbigny. — ¡Desayunen y vamos a Santa Cruz! —Grita Etelvina Villavicencio, mujer treintañera —. Muévanse, que el mercado nos espera con la plata para construir la «Casa». — ¡Vamos, vamos, muchachos a desayunar! ¡Ya no son españoles, son americanos, cruceños de cepa mejor dicho! —Exclama Emiliano del Rivero. — ¡Vengan niños! —Insiste Etelvina Villavicencio. Alrededor del mesón, se acomodan las nueve familias para dar rienda a su apetito voraz. Zampada la porción de masaco hecho de plátanos maduros molidos con queso o charque y huevos fritos, suben a sus caballos colmados de energía. —¿Ya están cargados los carretones? — Inquiere Emiliano del Rivero. —Han subido la jalea, que no ha quedado muy buena —contesta Sarao Montiel, el español que ya contaba con veintidós años. — ¿Pasó de punto? —Me gusta cuando queda del color de los ojos de Bernabelita —dice Sarao, refiriéndose a la hija de Emiliano del Rivero y Etelvina Villavicencio, de dieciséis años; bonita, cabello castaño, trenzado hasta la cintura. —Agradece el cumplido de Sarao —ordena Emiliano del Rivero. —Sí, Francisca Bernabela hija, pero que no os consienta, ni él ni nadie —advierte Etelvina Villavicencio. —Francisca Bernabela sabe que es bonita —defiende Sarao Montiel. —Suban a los carretones —dice otra mujer a los niños, acabando de servir lo último de chocolate en los tazones y algunos panes del día anterior para que nadie tenga hambre hasta llegar a Santa Cruz. Es que ya el trapiche no estaba en el manzano del pueblo sino a varias leguas de allí, más allá de las pampas de Viru — Viru. —Apúrense hombres. — ¡El chocolate está quemando! —Gritan los niños. —Quémense las lenguas los viejos, para que no beban mucho esta noche —ríe Etelvina Villavicencio —Ja, ja, ja. Es el año de gracia de 1818. La pampa se agranda. Los carretones de los colonos andaluces y extremeños, pasan por varios puestos agrícolas vecinos. Vinieron por la ruta del Plata. Buscaban llegar a Potosí, pero la tierra negra, la vegetación exuberante, el aire límpido y fresco, la tibieza del trópico, y ese pueblo fundado por don Ñuflo de Chávez, pudo más al decidir. En el Caribe, trabajaron en el comercio y producción agrícola, especialmente la caña. Se cuenta que han traído mucho oro. ¿Pero dónde está el oro? ¿Eran asaltantes piratas? —Se ha preguntado la vecindad de aquel pueblo, de viejo ancestro y muchas cruces. «Qué hermosa mañana Andaluces, venid acá, —La Iberia celosa está, Nosotros dichosos más. Quieren que volvamos. Pero, eso jamás. Andaluces, venid, acá». Canta Sarao Montiel, trotando en su caballo. Jacinto guitarrea, subido en el carretón. Leandro cabalga próximo. —Iremos ante el Gobernador esta misma mañana, la producción de nuestro azúcar, debe transportarse al altiplano. De Potosí, Cocha Pampa y Oruro, han llegado pedidos, pero este Gobernador, parece no querer ayudarnos. — ¡Le ahorcaremos! —Exclama Heraldo. —Envidia —interviene Belisario, aproximándose en su caballo. —Nuestra zafra siguen aumentado —expresa entusiasmado Octaviano. —Debemos mandar a nuestros hijos a estudiar a Charcas —anticipa Faustino. —Has dicho bien, aunque yo no tengo hijos y no me preocupo por eso, pero todos ustedes, háganlo pues —propone Sarao. —Ja, ja, ja. Tenéis más que nosotros, señor, pero los tenéis regados —ríe Lorenzo. —Este Sarao es un verdadero potro —exclama Emiliano del Rivero. Se adelantan a los carretones. Ingresan por el Sur al pequeño poblado colonial cruceño. Les saludan humildes nativos, sirvientes de damas y caballeros, miembros de la pequeña sociedad criolla y española quedada allí. Los azucareros comandados por el colono Emiliano del Rivero, cantan y gritan. Doblan por las esquinas tranquilas de la mañana de agosto. — ¡Me gusta ver la sierra azul desde aquí! —Grita Etelvina Villavicencio desde el carretón. — ¡Sierra Azul! Así se llamará nuestro establecimiento azucarero —dice Emiliano del Rivero ante la visión de la cordillera de los Andes, que corre por el oeste, como magnífica muralla. Aspiran el aire templado, después de varios días de frío. Los carretones bajan hacia las antiguas márgenes del río Piraí. Palmeras de motacú y tajibos de flores amarillas, blancas y rosadas, bordean el camino, dando sombra a las construcciones del barrio al que llaman Cerebó. En la calle sin nombre, construyen una casona magnífica de altos pilares cilíndricos, robustas paredes, ventanas arqueadas, protectores de bronce y un portal espléndido de dos hojas de madera fina, y amplio corredor de ladrillos cuadrados que une las tres casas de treinta, cuarenta y treinta metros de frente al Este, alineadas por el mismo amplio corredor que va de esquina a esquina. Bellas residencias, siendo la principal, como suponen sus socios, para su hija Francisca Bernabela. Mientras quela casa que compró de un viejo español, da vuelta en la esquina Sur sobre la calle Junín, es de tipo colonial, de pilares y capiteles tallados en madera cuchi, será para su hija Concepción; en tanto en la esquina Norte sobre la Florida, están ya los cimientos para otra casa en la esquina al Norte sobre la calle Florida, más baja, pero también de estilo republicano, de pilares cuadrados, cuyos arcos sostendrán el techado y será para su hija Casta, En el centro de la manzana, perteneciendo a la casona mayor, dos patios se levantarán con sus respectivas galerías, en sentido transversal al Este y Oeste, sobre lugar que ocupara Sarao y las demás familias. Las tres casas, tienen fondo hacia la pradera del río Piraí, y a la sierra. — ¡Quiero ver esta casa terminada en una semana! —Exige a carpinteros y albañiles —. Aquí viviremos como una gran familia, las casas de las esquinas las dejaré para mi descendencia —dice a sus socios. — ¡Deja eso! —Interpela Sarao Montiel, taconeando el caballo al cruzar el umbral —. ¡Esta casa, será tuya, Emiliano del Rivero, de nadie más!¡Mereces esta casa por completo, yo mismo haré cuestión en eso, cada uno que haga su casa! —Propone Leandro.—¡Nos trajiste acá, tuviste la idea, y la plata! ¡Eres el mejor comerciante que he visto! —Agrega Leandro Alburquerque. —Tu familia será grande. Etelvina y tu hija mayor lo merecen ¡Esta manzana y el establecimiento son tuyos, nosotros sacaremos dividendos por trabajo, con eso nos haremos ricos! —Concluye Sarao. — ¡Sois los mejores amigos que tengo, Sarao y Leandro! —Expresa alegremente Emiliano del Rivero —. Fue bueno conoceros en Sevilla y compartir el viaje a la América y haber sido soldados reales y ahora estamos acá y ya somos ricos. Desmontan los caballos. En el patio principal se elevan vigas, levantan techos, tejas vuelan de mano en mano. Muchos criados y nativas transitan por allí. — ¡Tendrán sus aposentos como verdaderos nobles aquí dentro! —Prosigue Emiliano del Rivero, efusivamente. — ¿Seguís insistiendo? —Interroga Sarao, y prosigue: —Yo viviré en el alerón, y dormiré en mi hamaca, no preciso más, quiero libertad para salir a orinar de madrugada y recibir doncellas de noche, una nueva cada mes. Sabéis bien, que no me agrada tocar puertas ¿Quieres encerrarme, hombre?... Este pueblo es de jarana, ché. — ¡Y hoy noche festejaremos la zafra de este año! —Exclama Leandro Alburquerque.
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