PRELUDIO
«Qué hermosa mañana
Andaluces, venid acá,
—La Iberia celosa está,
Nosotros dichosos más.
Quieren que volvamos.
Pero, eso jamás.
Andaluces, venid, acá».
1809
Es septiembre, por la ruta continental del sur, viene desde el Paraguay una caravana de colonos, hasta Santa Cruz de la Sierra, en los dominios del Virreinato de Bajo Perú. El poblado colonial, ubicado próximo a las faldas de la cordillera oriental de los Andes, mirando hacia el oeste, tiene por escenario, una magnífica sierra azul, cual muralla, para subir a Potosí; por ello, al borde del sendero que rodea al cuadrilátero pueblerino, se detienen, se apean los hombres desaliñados, hambrientos, hastiados de sol y tanto cabalgar, quitan las monturas a los caballos y esperan a la comitiva real, mientras una niña de siete años, trae cañas de azúcar y reparte. Los niños siguen a las mujeres hacia el río, y los hombres, liberan aves y animales, se apresuran a cubrir la carga del carromato principal, pues ha corrido la voz:
¡Vienen de Nuestra Señora de Asunción!
Entonces se divisa en el camino arenoso de bajada al río, el séquito del gobernador, que desciende en dirección al poniente, hasta las últimas manzanas deshabitadas, que podrán ocupar los recién llegados.
— ¡Actuad bien! —aconseja, Sarao Montiel, joven de buena figura, que junto a sus compañeros se aproxima al grupo de cortesanos.
—Que no nos cobren por la cara —susurra Leandro Alburquerque.
—Estamos inmundos —añade Belisario Salvatierra.
—Bienvenidos en nombre del Rey de España a Santa Cruz de la Sierra de don Ñuflo de Chávez —grita el vocero de la corte española afincada allí.
—¡Buen día Vuecencia! —saludan a coro los advenedizos.
El gobernador de Santa Cruz de la Sierra, baja del sillón de brazos; imbuido en aires de Virrey, abanicado y solemne, camina unos metros.
—Vuestro santo y seña.
—Sarao Montiel sin ningún título Vuecencia.
—Sois muy joven ¿Cuántos años tenéis?
—Diecisiete, Vuecencia —responde Sarao.
—Casi un niño, ¿habéis escapado de vuestra casa?
—Está conmigo Vuecencia—interviene Emiliano del Rivero abriéndose paso entre sus compañeros.
—¿Y los demás? Sabéis que muchos jóvenes escapan para cruzar la mar hacia este continente.
— Somos como una familia completa vuecencia, los demás, son mayores, tenemos por veintinueve años la mayoría—aclara el defensor de Sarao.
—Parece que mandáis. Presentaros de la manera que debéis.
—Sí, perdón Vuecencia, me presento ante vos señor: Mi nombre es Emiliano del Rivero, somos de Extremadura y Andalucía. Vengo con mi mujer de nombre Etelvina Villavicencio y mi hija de siete años de nombre Francisca Bernabela. Este es Sarao Montiel, presentaos vosotros ahora— pide Emiliano del Rivero a sus amigos:
— Soy Octaviano López. —Y yo, Belisario Salvatierra. —Yo Leandro Alburquerque.— Mi nombre es Jacinto Vásquez. — Yo soy Heraldo Herrera. — Mi nombre es Lorenzo Malpartida, a vuestra orden— Yo me llamo Faustino Montes de Oca, Vuecencia
— Ah, sois de cuna.
— Si lo dice su altísima vuecencia, realmente es así — dice muy sinceramente, Emiliano del Rivero.
— ¿Habéis bajado por la ruta del Atlántico?
— Sí Vuecencia —. Responde Belizario Salvatierra —. Estuvimos dos años en el negocio de la caña de azúcar en la Florida, después en la isla de Cuba y otras islas del Caribe, pero decidimos embarcarnos y venir a la América del Sur.
— ¿Por qué os vinisteis del Caribe?
Ninguno le responde.
Entonces el gobernador lanza la última interrogante:
— ¿Los portugueses os dejaron pasar?
— Está difícil para nosotros españoles navegar por el Atlántico a Suramérica— responde recién Leandro Alburquerque.
—Es así, Vuecencia, han puesto leyes para que pasemos de la línea de Tordesillas, así que alegamos que la mar nos trajo hasta el sur de la isla de Noroña en el Brasil, próximo de Natal de rio grande del norte, Joao Pessoa en Paraiba y Olinda, de Pernambuco, en la cual se cultiva mucha caña, pero al encontrar tanta ley, proseguimos hasta Nuestra Señora del Buen Aire del Virreinato de la Plata y luego al Paraguay, allí nos dijeron de esta tierra fértil y negra—agrega Emiliano del Rivero.
— ¿Traéis ordenes de pase en el Paraguay?
— Sí admirada Vuecencia — continúa Heraldo Herrera.
— ¿Queréis subir al gran Potosí?
—No somos mineros señor, somos agricultores, nos interesa la tierra, queremos sembrar la mejor caña, hemos visto y probado la caña de acá y le falta jugo. En la isla de Cuba y Haití dejamos grandes plantaciones —expresa Leandro Alburquerque.
—Queremos tierras amplias en las que podamos sembrar cantidades, pruebe nuestra caña —Faustino Montes de Oca, ofrece trozos de caña a la elegante comitiva.
El Gobernador muerde la caña, mira a los hombres y continúa saboreando, después arroja el bagazo y da un resoplido botando los residuos.
—Le gustará al Gobernador y luego al Virrey y luego al Rey —juzga el gobernador categóricamente mientras revisa al grupo — ¿Viajasteis mucho?
—Sin parar —cuenta Lorenzo Malpartida —navegamos desde San Juan de Puerto Rico hasta el mar del Brasil, toda la costa. En Pernambuco nos quisieron detener, allí se está produciendo mucha caña, tanto como en Bahía de San Salvador y Espíritu Santo—Los portugueses querían cobrar en oro nuestros pasaportes —dice Emiliano del Rivero.
—Siguen avanzando los Bandeirantes —agrega Lorenzo Malpartida. Pretenden pasar la línea de Tordesillas y tomar los Andes, sus ciudades y poblados españoles.
—Hay que hacerles frente —advierte Jacinto Vásquez.
— Estamos mandando huestes al Itenez y poblar Moxos, para detenerlos ¿Cuántas familias traéis?
—Nueve — afirma Heraldo Herrera.
— Varias.
—Sí Vuecencia, dejadnos quedar os lo rogamos —se inclina levemente Emiliano del Rivero.
— ¿Qué lleváis en el carromato?
— Nada en especial vuecencia, solamente nuestros enseres particulares —asegura Jacinto Vásquez.
— Está bien, confío en vosotros, esta tierra es de bondad, no queremos revueltas ni arcabuces, los que tenemos aquí bastan y son de la gobernación.
— Nuestras armas son los elementos para la tierra, señor — asegura Octaviano López.
—Esta noche se bailará en la plaza por vuestro arribo… Mañana les ordenaré una manzana en el plano urbano.
—Este sector nos ha agradado —se anima a expresar Sarao Montiel, muy atrevidamente, sus amigos le miran.
— Si os falta campo, podéis después ubicar un trapiche allá hacia el norte, en las tierras que llamamos de Viru Viru.
— Agradecimientos Vuecencia, ¿entonces podemos quedarnos en este perfecto lugar y comenzar a trabajar? — interroga Lorenzo Malpartida.
—Todo cuanto veis, a tus manos señor os daré, que muy honroso para nos es a vos tener, seáis bienvenidos a Santa Cruz de la Sierra. Debéis presentar vuestros documentos, cualquier legalidad real y órdenes de Sevilla, y la entrada por el Paraguay, podéis comenzar a trabajar y vivir bien.
La comitiva se aleja.
—Cómo os atrevisteis, acá son altaneros y no permiten elegir las tierras — censura Faustino Montes de Oca a Sarao Montiel.
—Está vacía, si les agrada después que construyamos, ya no habrá modo que la quiten. Haremos el pedido directamente a Sevilla, tengo una tía allí que haría tranquilamente el trámite ante el mismo rey.
—Ja, ja, Sarao, sois un pendenciero ante la misma corte —concluye Emiliano del Rivero.
Y Sarao aún dice: —Fijaos, desde aquí se ve hasta la sierra del Collasuyo, y hacia el sur de los guaraníes;esto es una loma preciosa, desde la cual podemos ver aquel río. ¿Qué se llama ese río? Me agradaría tener tierras muy próximas a esa sierra azul, mirad allá…
—Vamos, muchacho no sueñes en tomar todo para tí —advierte Leandro Alburquerque — ese río se llama Piraí, y a esas elevaciones, tierras del Porongo y Urubó.
— Quién, os ha dicho… jajaja, os estáis inventando…
— Vamos Sarao, alguien me dijo por el camino, son tierras preciosas.
— Sí, hombre… un día he de tomar una montaña para mí — asegura Sarao Montiel.
— Ya hombres, vamos al río.
— ¡Vamos, las mujeres están allí!
— No, yo me quedo iré después que retornéis— decide Emiliano del Rivero — Alguien debe cuidar el carromato.
Emiliano queda solo. Se aproxima al principal carromato, observa el interior y luego de algunos instantes de observación profunda a lo que ve cumplido por su voluntad y trabajo, camina hacia la altura del terreno. Allí, ante el gran escenario con la sierra azul al fondo, sonríe plenamente, ese lugar, le queda a la medida de sus sueños. Parece haberlo visto antes, será su espacio de vida, en el cual levantará una gran casa, y una gran historia y leyenda, se iniciará ahí.
Los meses pasaron rápido bajo la bondad de la tierra y el clima propicio para la agricultura.
Mientras que los recién llegados, construían un gran trapiche en medio de esa manzana otorgada, fueron haciendo amigos en el pueblo, limpiaron el lugar, sembraron plantas y árboles frutales, pero también hermosos ejemplares floridos, pues allí los vecinos, amaban el color de los tajibos traídos de Moxos en grupos de plantas pequeñas, colocados en esquinas del cuadrilátero y por caminos repletos de verdor, que llevaban a caseríos abiertos a la naturaleza fecunda, tanto hacia el norte, como al sur, al este y oeste.
Trabajaron las nueve familias, uniéndose al numeroso grupo de españoles y criollos, mestizos y nativos, en la epopeya cruceña. Caminaron al norte en busca del Dorado. Emanciparon a los salvajes. Amaron y guerrearon.
El pueblo irá creciendo, las plantaciones de caña también; el ganado caballar y vacuno era comercializado desde Chiquitos hasta Moxos, donde los Jesuitas habían hecho cultura y levantado templos como en el sur.
Francisca Bernabela del Rivero Villavicencio ya era muy jovencita cuando su madre Etelvina Villavicencio de treinta años volvió a concebir difícilmente por lo que llamó Concepción a su segunda hija.
Los nueve amigos, levantaron un cobertizo de dos aguas en medio de la manzana otorgada. Separaron el espacio en varios cuartos de tacuaras, chuchio y caña hueca.
Los mosquiteros, cuerdas de hamacas y camastros de palos de tajibo y tumi (roble) distanciaban una familia de la otra.
En el centro, la cocina de barro y parrilla de bronce; un horno grande saliente del alar, protegido por un techo menor de hojas de palmera.
El comedor contaba de un mesón de varios metros, acompañado de asientos largos, sin respaldares.
Había un piso elevado de madera de cuchi y chonta, era la despensa y por su escalera subían sacos de arroz, frejol y azúcar. Ahí dormían algunos mozalbetes hijos de los socios.
Sobre la mesa para treinta comensales, se asentaban ollas de barro y a la hora del rancho, golpeaban un pedazo de hierro y se llenaba de muchachos glotones.
Desde ahí se orientaban a los cuatro puntos cardinales y era el sitio de cumpleaños, Etelvina Villavicencio, o cualquier reunión con despliegue de alegría. Enseñaban a niños y criados las actividades diarias.
Antes de rayar el alba despertaban los mayores. En la mesa larga se armaba la algazara del desayuno, tomando mazamorra y chocolate caliente, en el almuerzo, arroz, charque, huevos largados o cocidos, plátanos verdes y maduros, yuca, sopas apetecidas por la mayoría. La incomodidad no existía para ellos, en medio de ese campo maravilloso todo les parecía un paraíso en comparación a lo sufrido en los barcos trasatlánticos que les trajeron desde Europa hacia el nuevo mundo y lugares que pasaron.
En las proximidades del galpón, algunos levantaron pahuichis o casas rústicas de barro y hojas de palmera. Más allá, se estaba levantando una casa de adobes para la familia del Rivero.
Ninguno de esos amigos, compañeros de aventura en ultramar, parecía tener envidia a Emiliano del Rivero, quien, por la usanza de sus ropas y el manejo de actitudes estimulantes y de prosperidad, parecía a toda vista el hombre más arreglado, de familia con cierto caudal, que dejó todo para realizar semejante traslado continental. Era pues Emiliano del Rivero, quien incentivó a varios de ellos y conocieron a algunos más en la travesía por el Atlántico.