Capítulo Cuatro: Renedit.

1768 Words
Cuando Hanibell nació, su padre se veía muy orgulloso al mostrarle a todo el mundo la preciosa obra de arte que hubo creado, era de esos típicos padres que solo saben hablar de lo grandiosos que son sus hijos solo por ser una extensión de ellos mismos y estar a su cargo. El hombre, de nombre Renedit Laurenti, había conseguido en su vida todo lo que quería, era de esos que nunca se quedaba con algún deseo por dentro, y lo extraño era que hasta ese momento nunca había sido infiel a su mujer. Eran el matrimonio perfecto en su mejor etapa, de manera que teniendo ya dos hijos, la vida mejoraba aún más, la alegría brillaba en los ojos de ambos padres al ver a sus crías crecer y eran motivo de envidia entre los colegas de trabajo. Para ese entonces, Renedit trabajaba en una empresa multimillonaria que se encargaba de la compra y venta de bienes raíces, así que uno de los mejores vendedores era él, tenía tanta gracia y convicción al hablar que muchas personas lo felicitaban por ello, y por supuesto le creían y le compraban, como era el objetivo principal, solo que esto no llenaba el alma malvada que cargaba en sus hombros. A lo largo de su vida, pudo ver distintas situaciones presentándose frente a sí, desde ver cómo millonarios hacían festines en donde la comida terminaba en contenedores de basura, hasta cómo las familias de menor poder adquisitivo se comía esas sobras de la misma basura, y él solo quiso aprender el modelo de las personas más influyentes, pues amaba en cierto sentido pisotear a los demás. Su sentido de superioridad no podía ser aventajado por ninguna otra cualidad que poseyera, pues era la determinación lo que le seguía y seguido de eso el carácter, de modo que no era una buena combinación. Uno de los momentos que el hombre atesoraba en su mente era tener a su pequeña recién nacida en brazos mientras caminaba por toda la torre en la que trabajaba, presentando su mayor orgullo a estos, aún cuando ya había dado varias fiestas de bienvenida para la menor. Todos estaban sencillamente hartos de ver a la pequeña, pues era como cualquier otra, pero para Renedit, esa niña sería su sucesora. La mayoría de los padres buscarían un varón para que lo representara cuando ellos ya no estuvieran, pero en su caso solo quería que su niña tomara el poder entre todas las personas que pudiera, tomando su propio puesto en la vida. A partir de ese momento, ella sería su mayor proyecto en el cual trabajaría para formar un ser humano fuerte con una mente tan ágil que le superaría con creces y llevaría las riendas del negocio que tanto tenía pensado desde pequeño. Tenía un gran amigo que le había ofrecido siempre formar parte de la mafia de la ciudad, la cual estaba comenzando y, por ende, las vacantes eran muchas, solo que a él no le daba muy buena espina ese negocio, nada más hasta que vio lo bien que vivía su querido amigo de la escuela. Este se rió entredientes cuando Renedit le insistió que le daba terror hacer algo como lo que ellos debían hacer para continuar con su imperio. "Pero si llevas la misma malicia en las venas que yo, eso no es algo a lo que puedas renunciar" . Renedit lo pensó bastante, sobre todo en el futuro de su hija, el que se vería mucho más truncado de lo usual si él cometía algún error, y sabía que cometer errores en la mafia no estaba permitido, eso no existía, o vivías o morías, pero no había más.  El castaño tragó saliva, pero aceptó el trato, dándole la mano a su amigo como si se tratara del mismo Diablo en persona. Muchas veces en su vida había tenido miedo, y aunque tuvo unos padres que le brindaron techo y comida, su necesidad de afecto siempre estuvo ahí, pues en su generación estaba incluso mal visto darle amor a los hijos. Siempre se preguntó por qué su padre no le daba abrazos como a su madre, no le sonreía como a ella, no hablaba tanto como con ella. Al final pudo comprender que no todas las personas son expresivas con quienes deben serlo, y quizá a su padre no le caía muy en gracia, sobre todo porque muchas de las veces no tenían cosas buenas que contarle de sí mismo.  Sus calificaciones en la escuela no eran sobresalientes, era un distraído que solo pensaba en jugar a las canicas, o eso decía su madre de él, con un tono que denotaba reproche y una cara que solo indicaba molestia, como si nunca hubiera querido ser madre.  A pesar de todo aquello, él quería a sus padres, por eso les compró una casa lujosa en una buena zona de la ciudad para que pasaran sus últimos días, sin embargo, estos jamás dijeron siquiera un "gracias". Se suponía que esa era su obligación, colocarlos a ellos en buena posición una vez que estuviera cómodo, pero lo que no lograban ver era que Renedit lo hacía solo para buscar aprobación, una que nunca encontraría por parte de sus progenitores, por eso la buscaría en su propia hija, la cual no le juzgaba y solo jugaba con él, le sonreía y le daba todo el amor que su alma pidiera. Cuando hizo su primer intercambio grande de mercancía en un barco que supuestamente transportaba solo frutos secos, supo que había triunfado, y que en efecto, eso lo llevaba en la sangre.  Una vez que los guardias le preguntaron su nombre y dio uno falso, se sintió otra persona, no el mismo hombre que había sido siempre, por eso logró meterse en el personaje y engañar a los demás como si aquello fuera algo cotidiano, algo casual. Lo que transportaban los barcos no era algo ligero, en realidad eran todas y cada una de las cajas, siendo que solo por encima tenían los frutos secos esparcidos encima de una tela roja oscura que tapaba los demás paquetes llenos de la más pura mercancía, y no era solo droga, eran armas, e incluso mujeres. No se sentía muy bien traficando con personas, pero ese era uno de los negocios que daba más dinero, por ende, fue la prueba crucial para dejarlo entrar en el club exclusivo al que pertenecía su colega, a quien ahora solo debía llamar Halcón. Aquel sobrenombre no le hacía justicia, ya que no pegaba con su forma de ser, pero no se quejó cuando a él comenzó a llamarle Áspid, y le dijo que era por su agilidad de ver las cosas antes de que sucedieran, teniendo la misma manera de moverse que uno de los compañeros más leales que tuvo, a quien apodó Mamba, y dio la vida por él. A Renedit no le importaba mucho tener un sobrenombre, pero solo así supo que ya formaba parte del escuadrón con más poder , algo que mantuvo oculto tanto de su mujer como de su trabajo, siendo su segunda vida una secreta en la que los únicos problemas eran enfrentarse con otros grupos y salir ileso cada vez. Pronto empezó a darle a su familia una vida de lujos, aún cuando ya estaban acostumbrados a estos, ya que su mujer venía de una buena cuna, y no era que él fuera pobre, precisamente, pero los lujos comenzaron a volverse absurdos, tanto como tener diamantes en los cuchillos de la cocina y remodelar la casa solo porque no le gustaba la forma que tenía el techo. Por un buen tiempo fue feliz de esa manera, pero los negocios turbios comieron todo lo bueno dentro de sí, como un cáncer que se llevaba todo de por medio, sin importarle qué hacía bien y qué no. La bondad se borró de su mente apenas Hanibell cumplió los diez años, por eso sus padres se separaron, solo haciendo ver a los demás que todo iba perfecto en su matrimonio. Ambos vivían en distintas casas, pero esto lo ignoraban los reporteros, pues les convenía solo sacar a la luz la parte buena de la familia Laurenti, ya que esta era muy peligrosa, eso lo sabían por los rumores de la mala vida del jefe de familia, y nadie quería comprobar si eso era cierto o no. En esos momentos, Renedit solo tenía en mente eliminar a Marcus, su único compañero, esto debido a que sabía demasiado, era verdad eso que decían, que la información valía mucho más que cualquier otra cosa, y ese hombre había ayudado a salir de tantos apuros a Renedit que ya era un crimen dejarlo libre. El hombre de ojos azul cielo dejó de fumar, colocando lo que le quedaba del puro en la cenicera. Su boca ahora tenía sabor a café y tabaco, algo que no le molestaba en absoluto, en realidad, era lo único que le ayudaba a sobrellevar la existencia. Ahora su oficina había cambiado de lugar, ya no trabajaba para la empresa de bienes raíces, aunque eso le hacía creer al mundo entero, y a los demás esto le interesaba porque al tener tanto dinero, debía estar en los ojos de los paparazzis. Su ego era tan grande que no podía estar un solo día sin observar su figura en el espejo, lleno de orgullo, tratando de convencerse de que lo que hacía estaba más que bien, y pronto daría frutos. Ni siquiera alejarse de su familia ahora le importaba, lo que más quería en el mundo era controlar la vida de las demás personas, y sabiendo que podía hacer eso con sus propios hijos, le generaba alguna especie de felicidad efímera. Continuó con su paso hasta llegar a la puerta del despacho, por donde salió hasta dar con otra puerta más, pero esta tenía varias cerraduras, entre esas una electrónica que hacía que la habitación se cerrara al vacío, sin dejar un solo punto de escape. Era su pequeño cuarto de tortura, aunque dentro solo tuviera una cama en el suelo y poco más. Era un cuarto con paredes de cristal blindado, desde donde podía ver a sus presas, a quien fuera que quisiera chantajear para sacar información. Tenía la facilidad de administrarles drogas y de obtener las armas que fueran para paralizar a cualquiera y dejarlos hablar como un niño, cantar como un ave. Se sentía satisfecho de aquel lugar, pues era una obra maestra en cuanto a la arquitectura y demás acabado, pero lo que tenía dentro le daba aún más emoción.  Se trataba de Jayce, su propio hijo.
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