Capítulo 4: Querida hermana

865 Words
Narrado por Ian El destino es una excusa para quienes no son capaces de afrontar la cruda realidad de la vida. Eso lo interiorice desde que era un niño. Pero ese día me cuestione todo lo que creía cierto. Esa cabizbaja mujer que había visto en esa tienda de libros con el cuento favorito de mi hermana, El gato sin nombre; esa dura mujer que no había cedido a mi suplica solo un poco chantajista para que me cediese el estúpido cuento; esa extraña mujer que había huido despavorida dejando sus compras en la librería, estaba encima de mí. Para ser más específicos, llorando encima de mí. Más específicos aun llorando como si su vida dependiese de ello. No sabía si había perdido la razón, si era que estaba herida o si era yo el que estaba herido. Había sangre en sus manos a montón y había llenado mi rostro con ella en una especie de caricia. Quisiera saber qué era lo que pasaba pero el pitido en mis dos oídos era lo único que escuchaba, y lo poco que veía era ella, ella y sus lágrimas. Estaba aturdido, había olvidado mi nombre y estaba perdiendo el conocimiento. … ─   ¡Hermano Ian! ¡Hermano Ian! ¡Léeme el cuento del gato gordo! – Me estaba chillando Ava jalando mi abrigo con todas las escazas fuerzas que podía. Ava era mi hermana, mi pequeña hermanita. Siempre me había esperado todo de la vida, o casi todo, y en esa lista no estaba en definitiva una hermana de 9 años a la cual cuidar como un casi padre. ─   ¿Por qué te gusta tanto ese cuento Ava? ¿No estás muy grande para el? – Le respondía con un poco de burla cariñosa quitándome el abrigo y dejando las bolsas de la compra de la tarde en la mesa. ─   ¡Porque quiero ser pintora cuando sea grande!- Me respondió orgullosa. ─   ¿Y qué relación tiene eso con que yo te lea el cuento? Ya sabes leer desde hace mucho ¿no? – le dije. Pero antes de hablar sabía que había perdido, hizo un mojín con la boca y una expresión de falsa tristeza. ─   Porque me gusta que me leas hermano. Había perdido. Tome de la biblioteca de la sala una de las tantas ediciones del Gato sin nombre, y me senté en el sofá. Ava me acompaño sentándose en mis piernas, y di por iniciada la lectura. Al escuchar sus risas risueñas y ver su carita con grandes ojos castaños, comprendí, con que esto era el cielo. Sí, debía estar muerto. … Pero, no lo estaba. Muchas horas habían pasado desde que me desperté de esa posible muerte y posible paraíso. Estaba vivo y coleando por fortuna en palabras de los doctores. Sin embargo, yo sabía que no era fortuna, era culpa de esa mujer que me empujo. Ella que estaba corriendo en mi dirección como loca, al principio no supe cómo reaccionar más que verle llegar, ver si sería capaz de hacer lo que creería haría después de esa huida en la tienda. No tenía sentido, y la explosión que siguió tampoco. O más bien, un sentido atribuido. Las primeras investigaciones arrojaron que habían sido tres bombas, tres bombas en un hospital en plena emergencia. Fue catastrófico por el congestionamiento de heridos que llegaron minutos antes por un choque múltiple. Por ese choque me acerque para ver si podía hacer algo. Vaya que no podría hacerlo. Nadie se había atribuido el atentado, pero era lo que era, un atentado que acabo en una masacre de 50 fallecidos y más de 200 heridos. Conocía a más de la mitad del equipo de policías que había muerto. Había entrenado para ser uno, aunque me hubiese retirado del patrullaje de calle, y que ahora me dedicase a la investigación privada, eso no había quitado el sabor amargo de mi boca. ¿Quién y por qué había hecho eso? Y más importante para mí ¿por qué esa mujer parecía saber lo que ocurriría antes de la primera explosión siquiera? Pero mi curiosidad fue dolorosamente insatisfecha en los últimos tres días, tiempo de mi hospitalización, mañana ya me daban de alta. El centro médico estaba a colapsar por el atentado y solo mi profesión y su jugoso seguro, que me protegía de desgracias impensables para un hombre común como balaceras, cuchilladas, y sí, al parecer bombas, me otorgaron una habitación tan bonita por tres días. La verdad era que no estaba tan herido como para una hospitalización de tres días. Mis tímpanos no se reventaron, mis huesos no se quebraron, mi piel se abrió pero la volvieron a cerrar con una cuantas puntadas, todo por fortuna me volvieron a decir, pero no lo era, era esa mujer. Por culpa de esa mujer había decidido quedarme esos días en el hospital. No sabía su nombre, no sabía su edad y para mi temor, toda esa sangre con la que embadurno mi cara no era mía. No había perdido tanta sangre, era de ella, por lo que podía estar muerta, por salvarme la vida. Necesitaba saber quién era, agradecerle pero sobre todo saber si estaba viva.
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