PAOLA
―Dios no debería castigar con los hijos ―repuse, él también sufría.
―Yo lo merecía, pero mi hijo no, sé que él no está bien, como supongo que los tuyos tampoco. Tal vez Joaquina y Pablo tengan todo en sentido material, pero dudo mucho que tu exesposo sea un buen padre, si lo fuera, los niños se hubieran ido con él sin problema.
―¿Lloraron? ―consulto preocupada, buscando sus ojos.
―Te querían a ti ―responde y deja caer una lágrima al tiempo que apoya su mano en mi mejilla―. No querían irse con él.
―Mis niños... ―Saber eso me duele más todavía y escondo mi cara en el duro pecho del hombre que me los quitó.
―Te prometo que haré lo que sea necesario para devolverte a tus hijos.
Me separo de él, sin apartarme del todo, necesito observar sus ojos para leer la verdad en ellos.
―¿Es verdad lo que dice o es solo para que yo me quede tranquila?
―Te lo estoy prometiendo. Quiero que recuperes a tus hijos. Te lo juro. Y yo no juro en vano. Mi honor es lo único que me queda y eso no me lo quita nadie.
Mantengo mi mirada en la suya y lo que veo me revela su sinceridad y su angustia. Él también sufre. Su hijo también fue arrebatado de su vida y quiere devolverme a los míos. Aspiro todo el aire que puedo, esperando no equivocarme en la decisión que acabo de tomar en mi mente.
―Escúchame, Camilo ―digo con firmeza―, vamos a recuperar a nuestros hijos, tu hijo tampoco merece estar con una mamá loca, ninguna mujer en su sano juicio puede impedirle a un padre estar con sus hijos, como sea la relación de uno con su ex, no tiene nada qué ver con los hijos. Yo jamás le hubiera negado los niños a Bernardo. Y si ellos fueron capaces de hacerlo, no merecen estar con los niños. Yo no sé qué hacer para recuperarlos, pero estoy segura de que entre los dos podemos hacerlo.
Camilo sonríe con tristeza y con sus ojos llenos de ternura. Sus facciones se suavizan notoriamente y eso me hace estremecer.
―Lo haremos. Nuestros hijos volverán a nosotros ―sentencia y yo le creo.
―¿Crees que me recuerden? ―inquiero con temor.
―Dudo mucho que te hayan olvidado.
Me muerdo el labio que tiembla como una gelatina y bajo la cara. Las lágrimas que corren por mis mejillas ahora son de esperanza, de ilusión. Camilo toma mis manos y las gira, las cicatrices de los cortes siguen ahí, como fiel testigo a lo que pasó.
―De verdad, Paola, no sabes cuánto me arrepiento de lo que hice.
―¿Por qué te persiguen?
―Por tratar de hacer lo correcto. Por darme cuenta de que estaba siendo usado para hacer lo que ellos querían, aunque no fuera correcto. Rolando se enteró que estaba reuniendo pruebas para desbaratar la red de corrupción de la Institución y me tendió una trampa. Ahora se supone que soy yo el traidor.
―¿Son corruptos?
―Lamentablemente.
―¿Y qué harás?
―Escapar y reunir pruebas para comprobar mi inocencia y su corrupción.
―No será fácil huir.
―Se irán de aquí, pensarán que me fui lejos y buscarán en otra parte, cuando eso pase, me iré de tu casa para terminar de hacer lo que tengo que hacer.
Sí, Camilo es sincero, no es como el patán de Rolando Meneses. Ese sí fue un hijo de puta. A él lo odio más que a nada en el mundo. Más que a Bernardo, incluso.
Me aparto de él y miro mi reloj. Las cinco y media.
―Tengo que ir a comprar pan ―le indico.
―¿Tan temprano?
―Voy a esta hora porque sale un pan amasado exquisito. Si no voy, sabrán que estás aquí.
Me acerco al mueble donde dejo las llaves y el monedero y miro a Camilo. No estoy segura de que él confíe en mí. O que confíe al extremo de dejarme salir de la casa.
―¿Volverás? ―consulta lleno de temor.
―No te entregaría a ese infeliz ni aunque hubieras llegado con toda la violencia del mundo ―aseguro.
―¿Tanto lo odias?
―Más que a mi propio esposo.
―¿Más que a mí?
―Ni comparable.
―Ve con cuidado, ¿sí?
―Sí, solo tengo que cruzar la calle.
―Con cuidado, Rolando te reconoció y no sé qué pueda hacer. Él también te odia y no sé por qué.
―No te preocupes.
Salgo de la casa como todos los días. Dejo con cerrojo, tal como siempre. La policía sigue rondando la villa. Vivo en avenida, pero ahora no pasan micros, tienen la calle cortada y no dejan pasar más vehículos que los de los vecinos residentes. Al menos podré cruzar sin problemas.
Entro al negocio y allí veo a Meneses y al otro tipo con el que entró en la casa. Están comprando. Intento no tomarlo en cuenta. Saco el pan del mueble en el que lo dejan y me pongo a la fila para ser atendida. Al llegar mi turno, pongo la bolsa en la balanza. Meneses no me ha visto y espero que no lo haga. .
―Ya la estaba echando de menos, vecina, yo creí que no vendría por lo del delincuente ―me comenta la chica que atiende.
¡Cresta! Rolando se da vuelta a mirar.
―Sí, me puse a dormir y se me pasó la hora ―respondo lo más natural que puedo.
―Bueno, ha bajado la venta hoy día, la gente tiene miedo porque se metió a una de las casas del pasaje.
―Por lo menos, en mi casa no había nadie y no tiene cómo entrar, la señora Berta me previno de lo que estaba pasando y dejé todo cerrado, además, yo creo que los ladrones deben haberse ido del país y aquí la policía sigue aterrando a la gente. O bien, le están dando tiempo a escapar, como todos están coludidos y estos delincuentes hacen lo que quieren...
―¡Vecina! ―se asombra la dependienta de mis palabras, aunque me da la impresión de que se asustó más porque se encuentra el uniformado en el negocio que por no estar de acuerdo conmigo.
Rolando Meneses se gira por completo y queda frente a mí.
―No tengo miedo a decírselo a la cara a nadie ―continúo―. Yo no sé qué siguen haciendo aquí, atemorizando a los vecinos, este es un buen lugar, tranquilo. Lo más seguro es que ese peligroso delincuente ni siquiera haya asomado su nariz por aquí.
―Eso es verdad ―admite la joven―, aquí los vecinos somos todos unidos y si se hubiera visto algo raro, todos lo sabríamos.
Rolando aprieta la mandíbula y sale del almacén. Yo respiro tranquila. Asiento con la cabeza al comentario de la dependienta y le pido algunas cosas más para comer.
Al salir, el tipo está afuera, esperándome. Me toma del brazo y me quita la bolsa.
―Pensé que vivía sola.
―Sí, ¿por?
―Lleva cuatro panes. Demasiado para una persona sola.
―Guardaré para mañana, tengo que salir y no quiero salir a comprar tan temprano, ¿por qué? ¿Cree que estoy escondiendo al peligroso delincuente que anda buscando? ¿O tengo que darle explicaciones de lo que como y de lo que no?
Mis piernas tiemblan, mi corazón late a un ritmo poco saludable y mi garganta se seca. Así y todo, no permito que el miedo me domine.
―No ―replica el hombre con frustración.
―¿Y su compañero? ¿No eran tan amigos y andaban para todos lados juntos? ¿Terminaron? ―me burlo, intentando parecer segura.
―No abuse de mi paciencia.
―Sé que no la tiene.
Le arrebato la bolsa de la mano y lo rodeo para salir de allí, no obstante, él vuelve a detener mi paso agarrándome del brazo.
―¿Por qué lloraba? ―interroga, acercándose mucho a mí, con su cara casi pegada a la mía.
―Porque verlo a usted me da náuseas. Mire. ―Le muestro las marcas en mi brazo como último recurso para que me deje ir―. Esto fue lo que usted hizo y verlo me hace recordar todo lo que me hicieron usted y su compañero. ¿Qué quiere? Se equivocó conmigo, yo no era nada de lo que ustedes decían, cometieron una injusticia, un error, igual que ahora... Quizás dónde está ese hombre, a lo mejor ya salió del país y usted, como imbécil, todavía lo busca aquí. No aprenderá nunca, debe tener muchos santos en la corte para que lo mantengan en su puesto, de otro modo, sería un vagabundo que no sirve para nada.
Me suelta con brusquedad, como si le hubiera dado una descarga eléctrica, instante que aprovecho para caminar a paso rápido hasta mi casa. Por suerte, la reja cede enseguida y puedo abrir con facilidad a pesar de mis temblorosas manos. Quiero estar en la seguridad de mi hogar. Rolando Meneses había logrado aterrarme. Al cerrar la puerta, miro a Camilo y ruego en silencio no haber dado indicio al policía que tenía al prófugo en mi casa.