PAOLA
Escucho esa conocida voz que siempre habla en mis sueños. Cada noche, desde hace poco más de tres años, la escucho. Es la voz de Camilo. Lo sé, porque mi pesadilla se repite desde el momento en que me arrebatan a mis hijos y luego quedo sola en la casa, esposada a una silla. Tiempo después, me doy cuenta de que puedo romper mis muñecas. Quiero morir y me corto las venas. En el momento en el que sopor me deja casi inconsciente, escucho esa voz.
―Paola... Paola ―me llama, pero no soy capaz de contestar.
Siento el peso en la cama y una suave mano aparta mi cabello de mi cara. Camilo está a mi lado. Eso nunca me había pasado antes. Él siempre se iba antes de abrir los ojos. Los sollozos de mi llanto anterior continúan. Me siento tan cansada.
No aparto mi mirada de Camilo, intento comprender. De pronto lo recuerdo todo. Si a diario sufro por mis hijos, verlo a él aquí y haber visto a Rolando Meneses, abrió una herida que no estaba cerrada y volvió a sangrar. Es como si les echaran sal a las llagas de mi corazón.
―Te devolveré a tus hijos. Te lo prometo ―susurra.
―No puedo más ―gimo y vuelvo a llorar. No quiero ser débil, pero estoy demasiado mal.
―Lo sé y no sabes cuánto, cuánto lo siento. Perdóname, por favor ―suplica y me apega a su pecho.
No me opongo. Necesito la contención de un abrazo.
El silencio no es tenso. Es duro, sí, pero no hay tensión entre los dos.
Mis recuerdos se mezclan con la realidad. Esta no es la primera vez que estoy así, cobijada en los brazos de ese hombre. Pero, al igual que ahora, parecía surrealista.
Me aparto un poco y lo observo. Camilo es un hombre mayor que yo por varios años, sus canas apenas visibles en su cabello no quitan dureza a sus ojos ni a su expresión, aun así, me mira con lástima. Y yo no quiero lástima. Debo estar horrible, entre mi cara que debe estar como tomate con el llanto que me hizo dormir, hasta mi desordenado pelo que debe estar todo pegoteado. Y mi polera que debe enseñar más de lo decente.
―Paola...
―No, no diga nada. No.
Me salgo de la cama y bajo hasta el primer piso para entrar al baño y recuperar algo de la poca dignidad que me queda. Siempre me prometí que si volvía a ver a cualquiera de esos dos tipos o a mi esposo, yo no flaquearía ante ellos. Y hora lo acabo de hacer. Permití que me viera llorando, vulnerable. Pero ya no más. Sus falsas promesas, su cínica culpa, no me la trago. Incluso, ahora pienso que quizás ni siquiera esté huyendo, quizá quiera infiltrarse en mi vida y en mi mundo para ir con el cuento a Bernardo, mi exesposo. Tal vez, todo no sea más que una trampa y lo que quieran sea sacarme del camino.
El volumen alto de la música me hace saltar. Doy gracias que estoy oculta de Camilo. ¿Él le había subido el volumen? Eso significa que vio mi celular, pues estaba conectado al equipo. ¿Habrá visto la foto de mis pequeños? Espero que sí y que le dé cargo de conciencia el habérmelos arrebatado de ese modo tan brutal.
Salgo del baño mucho rato después, cuando ya mi cara no parece de novia recién dejada en el altar. La mesa está dispuesta, lista para almorzar.
―¿Cocina usted?
Lo sorprendo. Él se voltea para mirarme.
―Sí, espero que no te moleste que me haya metido en tu cocina.
―No, da lo mismo, me ahorró trabajo. ―En realidad lo agradezco, la cocina no me gusta nada.
―Siéntate ―me ofrece con una leve sonrisa―. Ya voy a servir.
Me siento en la pequeña y única mesa que tengo. Tampoco me cabría otra. Camilo se mueve con libertad a pesar de que le queda un poco pequeña para su tamaño. Apaga la campana de la cocina, yo casi nunca la enciendo, me queda demasiado alta para hacerlo. Sonrío al notar que el mueble de cocina donde guardo los condimentos le golpea la frente. Yo tengo un banquito para sacar las cosas que necesito. Él me mira y me ve sonriendo.
―Ahora puedo entender a Gulliver ―menciona con humor.
Yo me echo a reír. Es verdad, parece un gigante en Lilliput. Yo me siento pequeña. Recuerdo su abrazo, me cubrió por completo, era como que mi cuerpo se amoldaba al suyo como un convexo al cóncavo. Yo, por supuesto, soy el convexo...
Y mis pensamientos me llevan a algo más que a la geometría.
Cierro los ojos y niego con la cabeza, no quiero que mis pensamientos se dirijan donde no quiero. Mucho menos en esa dirección.
Abro los ojos y me encuentro con los platos servidos y al hombre que se sienta frente a mí. Me observa atento, espera que pruebe mis tallarines, lo cual hago sin temor.
―No soy tan mal cocinero, ¿verdad? ―consulta él, con nerviosismo.
―No ―respondo con soberbia―, diría que es bueno, pero eso sería adularlo y no lo haré.
Camilo dibuja una sonrisa triste en su rostro al tiempo que sacude la cabeza y me siento un poco culpable. Me enojo conmigo por ser tan tonta y, luego de retarme, vuelvo a mi postura y a mí decisión.
―¿Qué? ―pregunto molesta.
―Nada ―responde sin que deje su sonrisa.
―¿Se está burlando de mí?
El detective se pone serio en un microsegundo y clava sus negras pupilas en las mías.
―Jamás haría eso.
―¿Entonces?
―Tú jamás me vas a perdonar lo que hice.
―No.
El hombre asiente con la cabeza y vuelve a la misma sonrisa de hacía unos segundos.
―Tampoco creo que le importe mucho si lo perdono o no ―replico fingiendo un rencor que no siento.
―No merezco perdón de ninguna clase.
―¿Quiere hacerme sentir culpable?
―¡No! ―se apresura a responder―. Solo expuse una verdad irrefutable, lo que hice no tiene perdón.
―¿Qué quiere?
―Ya te dije, estoy huyendo, tú misma lo pudiste comprobar. Me buscan, soy un criminal muy peligroso.
―Sí, su ex mejor amigo y cómplice lo vino a buscar, ¿qué pasó? ¿Terminaron? ―cuestiono con evidente ironía.
―¿Qué quieres decir?
―Nada ―respondo sardónica, entornando los ojos, quiero hacerle sentir mal, no quiero que se fije en mi dolor.
Se levanta de la mesa, toma su plato y lo pone en el lavaplatos.
―Yo soy bien hombre y me gustan las mujeres ―replica con cierto grado de molestia.
―¡Uy! Se sintió, ¿no será un gay no asumido? ―sigo molestándolo.
―Si lo fuera no tendría tapujos en decirlo.
―Entonces, ¿qué? ¿Su compañero se enojó porque no quiso nada con él? ―continúo mofándome de él, aparentando una calma que no siento, al tiempo que dejo mi plato en la loza sucia.
―No. ―Camilo me toma del brazo y me obliga a mirarlo―. Escúchame, Paola, no te aproveches de tu situación ni del odio contra mí, porque no lo voy a permitir.
―¿Qué me va a hacer? ¿Me va a esposar a una silla? ¿O a la cama? O...
Mi garganta se cierra de pronto.
―¡Basta! Tú sabes que no fui yo quien lo hizo.
―Pero lo permitió, que es lo mismo ―replico al borde del llanto.
―Yo te liberé.
―Horas más tarde, mejor me hubiera dejado allí para terminar de morir, ¿para qué vivir?
―No digas eso ―responde con rostro dolido.
―Es la verdad, quisiera morir, pero soy tan cobarde que soy incapaz de matarme. La esperanza de que algún día mis hijos vuelvan a mí es lo único que me sostiene.
―Te entiendo y no sabes cuánto lo siento.
―No me diga eso que no es verdad, usted los entregó, usted me los quitó... Yo... Yo no hice nada para que me los quitaran. ¡Nada!
¡Maldita yo y mi debilidad! Me largo a llorar con mi alma desgarrada. Cada vez que pienso en eso, vuelvo a sufrir como si el tiempo no hubiese pasado.
Camilo me abraza a su pecho. No sé por qué siento que su cuerpo puede contenerme. ¿Será porque quedo allí, amoldada a su forma?
No quiero sentirme así, no quiero que sea él quien me sostenga en mi dolor. Él provocó esto y ahora pretende que crea en su arrepentimiento.
―¿Por qué? ¿Qué le hice para...? ―comienzo a preguntar, pero no sé cómo terminar.
―Yo era ingenuo en ese momento y creía en la justicia y en la palabra de mis compañeros, sin embargo, con el tiempo pude ver que las cosas no eran como yo las veía. En ese momento, yo estaba teniendo problemas con mi mujer, ella manipulaba a nuestro hijo, lo maltrataba; yo lo sabía, pero como cuando uno está metido en el lío no siempre ve las cosas claras, esperaba que ella cambiara... No lo hizo, las cosas iban de mal en peor. Fue poco antes de lo tuyo y tus hijos.
―Por eso te vengaste en mí.
―No. Pero creí que eras como ella. Te juro, Paola, que tu imagen me persiguió durante mucho tiempo y eso hizo que mi situación la dejara un poco de lado. Mi esposa se escapó y no he vuelto a saber de mi hijo. Siempre he pensado que es un castigo divino por lo que te hice. Por haberte arrebatado a tus hijos cuando ellos debían estar contigo.