CAMILO
Ella avanza hasta la cocina, yo me quedo allí, inmóvil. Me siento fuera de lugar, quiero irme, esa es la verdad, estar aquí con ella no me sienta nada bien.
Un ruido llama mi atención: el hervidor eléctrico. Me acerco y me siento en la mesa, observándola. Ella se mueve presta buscando todos los utensilios y materiales para cocinar.
―Si estuviera secuestrada, como dice, no podría estar haciendo eso ―expongo con calma.
―A usted mismo le va a dar hambre en un rato más ―responde de mal modo.
―Pareces más enojada que asustada.
―No estoy asustada, usted no me intimida.
―Estás enojada entonces.
―¿Y qué quiere? Tengo que proteger y alimentar al hombre que me robó a mis hijos, ¿le parece poco?
―Todo apuntaba en tu contra.
―Nada apuntaba en mi contra ―rebate ella con firmeza.
―Lo siento.
―No, no lo siente.
―Sí, lo siento. Bernardo Echeverría estaba por sobre mis superiores y muchas veces manipularon las pruebas para liberarlo a él de polvo y paja o darle el favor en algunos casos ―explico para justificarme.
―Como en el mío.
―Como en el tuyo. Todas las pruebas que yo tenía apuntaban en tu contra. No tenía más que hacer que sacar a los niños de tu lado para protegerlos.
―Yo le supliqué, ¿lo recuerda?
Claro que lo recuerdo. Como si hubiera sido ayer y no hacía tres años. Me cuesta mirarla a los ojos: la culpa y la vergüenza me corroen por dentro. Por más que quiera quitarme la imagen de ella en el suelo rogando, llorando por sus hijos, no puedo. Mucho menos apartar las emociones que me martirizan hasta este mismo día por haberla visto sangrante, a punto de morir. Esa mujer no es una farsante como me hicieron creer. Bernardo Echeverría se la quería sacar de encima y lo logró, pero ¿a qué costo? Ese fue el punto de quiebre entre la Institución que tanto amo y yo. Ver que la corrupción pudre todos los rincones y que nadie es capaz de hacerle frente, que personas inocentes pagan por todos esos delincuentes que andan muy tranquilos por la calle sin preocuparse por nada, es más de lo que puedo soportar.
―Nunca he vuelto a verlos ―indica Paola con una profunda tristeza, apartándome de mis cavilaciones.
Se sienta frente a mí en la mesa, entrelaza sus dedos y los aprieta, como si estuviera controlándose.
―Lo siento. Perdón. ―Debo reconocer que mis disculpas parecen una gran mentira, a pesar de que no lo son.
―¿Y qué saco con sus disculpas? Eso no me va a devolver a mis hijos.
―Paola...
―Hasta se acuerda de mi nombre ―ironiza ella.
―Nunca lo he olvidado.
―Pero sí se olvidó de mí.
―No, no ―respondo con celeridad―. Estás distinta. No es solo tu cabello o tus ojos... Tus facciones son más... duras. Te ves mayor de lo que eres.
―La amargura. Cuando usted me conoció yo era una chica ingenua que todavía creía en el amor, en la vida y en la bondad de las personas.
Esbozo una sonrisa con la frustración saliendo por mis poros. Es cierto lo que ella dice, cuando la conocí, era una niña de veintiún años, de cabello rubio como el trigo, ojos de un color violeta muy extraño y con un cuerpo modelado a mano. Debo admitir que al conocerla en persona me llamó profundamente la atención, sin embargo, no fue solo por su físico y su sorprendente belleza, sino que su rostro, mirada y actitudes, daban la impresión de que no había crecido todavía, que seguía siendo una niña que jugaba con muñecas en manos de un depravado que la mantenía como una esclava, tan inocente que no se daba cuenta siquiera de lo que ocurría a su alrededor.
Sus hijos, unos mellizos de unos tres años en ese entonces, eran muy parecidos a ella y se notaban muy bien cuidados. Lloraron al desprenderlos de su madre. La amaban. Y el contraste fue mayor al entregárselos a su padre. No querían que Bernardo los tocara. Mucho menos que los abrazara o irse con él. ¡Qué ciego estuve! En ese momento abrí los ojos a la verdad. Algo no encajaba con lo que decían los papeles. En realidad, nada encajaba con lo que decían los documentos falsificados que me habían entregado para quitarle los hijos a Paola.
―Paola... ―No sé cómo disculparme y explicar.
―No diga nada, por favor, no lo empeore.
―Te devolveré a tus hijos ―afirmo con convicción.
Ella fija su mirada en mí de tal forma que me hace estremecer. Sus ojos brillan con la luz de la esperanza.
―¿Qué? ―me pregunta como para convencerse que es verdad lo que escuchó.
―Te devolveré a tus hijos, te lo juro ―repito con voz clara para que lo oiga bien.
―No jure en vano, por favor ―suplica con los ojos llenos de esperanza, miedo y dolor.
Por un leve instante quise acogerla en mis brazos y calmar su tristeza. Obviamente, me resistí al impulso.
―No estoy jurando en vano, Paola. Cometí un error, más de un error, hice daño a demasiada gente y cuando me di cuenta, fui traicionado. Y aquí estoy.
Ella se levantó de la mesa, se encaminó hasta la radio y bajó el volumen de la música que ahora sonaba con un chillón reggaetón. En el mismo instante tocan a la puerta.
Apenas tengo tiempo a reaccionar y me escabullo detrás de un mueble despensero. ¡Maldita sea con estas casas tipo caja de fósforos que no tienen ni lugar para esconderse!
La mujer abre, sé que es Rolando, ¿se reconocerán?
―Policía, señora ―informa mi excompañero en la puerta y seguro le enseña su placa, de la que se siente muy orgulloso, por el poder que representa, no por otra cosa―. Estamos haciendo una revisión en todas las residencias, hay un delincuente suelto, es muy peligroso.
―Sí, me dijo una vecina, yo ya cerré todo, no tiene modo de entrar aquí, tal vez en el patio, aunque no tengo nada donde pueda esconderse, el patio está vacío.
―¿Podemos entrar? ―consulta por cortesía.
―¿Tienen orden de allanamiento?
―No, pero podemos conseguirla ―responde de mal modo y me dan ganas de salir.
―Pasen, pero no toquen nada, no tengo nada que ocultar y no permitiré que me destrocen la casa por una ineptitud de parte de ustedes ―sentencia ella y me admiro, no queda nada de la niña inocente y frágil de hace tres años, ahora es una mujer fuerte y valiente.
Pasan de largo hacia el patio, no se detienen en la pequeña estancia.
―Primera casa que veo sin cachivaches en el patio.
―No tengo cachureos porque no tengo a mis hijos conmigo ―espeta.
Un corto silencio se vuelve insostenible para mí, no sé qué sucede afuera.
―Dentro de la casa no está, ¿verdad?
―¿Usted cree que si estuviera dentro yo estaría tan tranquila? Tal vez el tipo que andan buscando está en la China y ustedes todavía lo buscan aquí.
―¿Qué hay en el segundo piso? ―consulta mi examigo.
―Dos dormitorios, pueden subir si lo desean, pero ya les dije, sin tocar nada.
Escucho los bototos golpear contra la escalera cinco veces, lo que me indica que subió los peldaños de dos en dos. Está nervioso. Ansioso. El haberme perdido lo tiene trastornado. Y, si mis cálculos no me fallan, esta es la última casa que le queda por registrar.
―¿Con quién vive? ―Lo oigo a la subida de la escalera. Tengo la impresión de que ella no terminó de subir al segundo piso y se quedó a medio camino.
―Sola.
―Tiene dos dormitorios armados.
―Es con la esperanza que algún día me devuelvan a mis hijos, los que me robaron injustamente ―apostilla con reproche.
Sonrío. Ella lo reconoció.
Silencio. Si mi intuición es correcta, él intenta reconocerla. Paola está cambiada, diferente, pero algo, no sé qué, sigue gritando en su rostro que ella es la niña a la que hicimos tanto daño.
―Vamos, aquí no encontraremos a nadie. Dudo mucho que ella lo esconda ―le habla al oficial que lo acompaña.
―Yo se los dije ―replica en tanto los pequeños pasos de ella se escuchan en la escalera.
Abre la puerta que se encuentra situada justo al terminar el último escalón.
―Buenas tardes, señora.
Paola no contesta. Yo espero en mi escondite hasta que oigo la puerta cerrarse.
―Gracias ―digo con sinceridad.
―No me las dé, no lo hice por usted.
―Pudiste haberme delatado.
―¿A ese desgraciado? No. Jamás le haría fácil algo a ese...
No digo nada. No hay nada qué decir. Si yo fui un infeliz, Rolando no lo hizo mejor. Al contrario. Para que Paola no estorbara en retirar a los niños de la casa y molesto por el llanto incesante de la madre y sus ruegos en el suelo, la esposó a una silla. Dos horas más tarde, cuando todo había concluido, volví al lugar de los hechos; ella seguía allí, con sus muñecas sangrantes por la fuerza que hacía por intentar escapar. Tuve que llevarla a un centro de atención de urgencias para que la atendieran, pues la sangre que había perdido había sido demasiada y estaba en peligro de muerte. En realidad, ella quería morir.
―De verdad lo siento mucho, Paola ―vuelvo a rogar. Me frustra no tener más palabras para expresar mi arrepentimiento.
Paola no me contesta, solo sostiene mi mirada con el dolor agolpado en sus ojos. ¡Cuántas ganas tengo que tomarla en mis brazos y protegerla, como lo hice hace tres años! Pero no puedo. Sé que no puedo y me duele, su dolor me duele.
No sé qué decir. Juro que no sé. Mi presencia la tortura, eso lo tengo claro. La llegada de Rolando fue peor. El problema es que no puedo irme y dejarla sola, tranquila. Necesito quedarme un poco más aquí.
Doy un paso hacia ella, quiero abrazarla y decirle que todo estará bien. Su rostro cambia, ahora hay terror en su mirada, corre escaleras arriba escapando de mí y de aquellas sensaciones que torturan tanto su corazón como su mente.
Por un instante pienso correr tras ella, pero no es lo mejor. La dejaré tranquila, necesita escapar de mí y de todo lo que está sucediendo. Han sido demasiadas emociones juntas. Es mi culpa que ella esté en ese estado.
Miro a mi alrededor, ¿qué puedo hacer para recompensarla, aunque sea en lo mínimo?