La palabra con A

1536 Words
Me tomó bastante tiempo y un esfuerzo sobrehumano llegar a la ciudad. Pasé por el hospital para cerciorarme de cómo seguía Liam, pero vi a Ronnie comprando café en una máquina expendedora a unas pocas calles, por lo que me replanteé mi idea. De cualquier forma, si el rubio estaba afuera solo podía significar que Liam no estaba en estado crítico o en ninguna situación de alto riesgo, pues no se separaría de él bajo ninguna circunstancia si ese fuera el caso. Para mi tranquilidad, quizás solo habían sido golpes sordos, sin más complicaciones ni tragedias. Ronnie llevaba el gorro de su abrigo puesto en la cabeza, por lo que no pude ver con claridad en qué condiciones lo había dejado. Estaba cojeando de una pierna y continuamente se llevaba su mano izquierda al hombro opuesto, por lo que era seguro decir que algunos buenos derechazos de mi parte se había llevado. Y no era que estuviera orgulloso de pegarle y sacarle toda la mierda a uno de los que consideraba mis hermanos, sino que, en aquel efímero momento, era reconfortante saber que a pesar de ser un chico relativamente escuálido, podía hacer bastante daño cuando me lo proponía. Claramente, yo había quedado en peores condiciones que Ron por mucho que quisiera aparentar que no. La herida en mis costillas estaba sangrando y cada dos o tres pasos paraba para soltar sobre la acera un escupitajo de sangre coagulada con saliva. El sabor a hierro que tenía en mi boca me tenía enfermo y me hacían querer vomitar cada vez que tragaba parte de esa sangre, pero tenía que llegar a casa de Alice a como diera lugar. Después de un tiempo, y una parada en un banco de algún parque que ni siquiera reconocí, llegué al metro y me tumbé en uno de sus asientos hasta que este se detuviera solo a unas pocas calles de donde estaba viviendo actualmente. Hacía el más crudo frío esa noche. Sentía como todos los golpes me quemaban y tenía el rostro al explotar. Abrí la puerta del apartamento de Alice y la calefacción fue un agradecido regalo sobre mi congelada piel. Me la encontré a ella sentada en el sofá con el cabello medio mojado y enrollada en una descolorida camisa mía. Al verme, se puso de pie de inmediato y se llevó las manos a la cabeza mientras sus ojos turquesa revisaban minuciosamente cada centímetro de mi rostro. Me iba a llevar un buen regaño de su parte, y hasta me gustaba la idea de ser reprendido un poco por ella. Era tan sexy como tierno, pues sabía que solo lo hacía porque se preocupaba por lo que pudiera haberme sucedido. –¿Qué diablos te ha sucedido, Vincent Harper? –me preguntó abalanzándose sobre mí, saltando por encima del sofá en un ágil movimiento. –Nada grave, Alice Maxwell –respondí en tono de broma para quitarle un poco la preocupación de la cabeza, pero lo que conseguí fue una mirada molesta de su parte y tomándome de las manos, me obligó a sentarme en una de las más bajas banquetas de la cocina, solo para poder detallar más de cerca los moretones y los hematomas que llevaba en mí. –Dios mío –se asombraba ella al quitarme los abrigos, mientras redescubría el resto de las heridas abiertas por encima de mi chamuscado pullover n***o. –No es nada, Liz –le dije poniendo mis manos sobre las suyas, pero solo con ver mis nudillos enrojecidos, nuevamente la encontré a punto de llorar. –¡¿Qué no es nada?! ¡Tienes moretones en toda tu cara! ¡Marcas de dedos en el cuello! Y esto –me apuntaba a los hematomas en mi espalda y mis costillas a la vez que me quitaba el pullover con extremo cuidado–. Te podían haber matado, Vince, y así dices que no es nada. ¿Qué estás bien? Si esto es bien, no quiero verte mal. – –No lo harás –le ratifiqué y poniéndome de pie, con mis manos en su rostro, la hice que mirara a mis ojos–. No lo harás. Me dejé llevar por un momento, por lo que le hicieron a Liam y por otras cosas, Liz. Pero me detuve. – –No hagas esto otra vez o te juro por Dios que… –me hablaba mientras se escondía en mi pecho para que no la viera llorar. –Lo juro –asentí besándola en la frente. Sus cabellos casi blancos revoloteaban entre mis dedos ensangrentados y no quería mancharla con mi maldad, pero era algo imposible para mí no tocarla, no olerla, no sentirla. –Será mejor que te sientes –me dijo con su mano en mi pecho y haciendo que me apoyara en el sofá–. Toma unos calmantes para el dolor y déjame limpiar este desastre por ti. – Con una pequeña toalla y agua caliente, se puso frente a mí con toda la intención de ayudarme a limpiar todas mis heridas. Sacó un diminuto botiquín de primeros auxilios de su habitación y, recogiéndose el cabello en un desecho moño y colocándose sus lentes de grueso acrílico n***o, pasó con diligencia el agua y el jabón seguida de una solución alcohólica por cada unas de mis heridas. En cada uno de sus toques yo terminaba retorcerme sobre los cojines y apretaba la manta estrujada debajo de mí con los puños cerrados muy a pesar de sus esfuerzos para no lastimarme más. Ella no apartaba los ojos de mi cuerpo y parecía extremadamente absorta en su trabajo, como una verdadera profesional, o alguien que había limpiado las heridas ajenas demasiadas veces. –Mi padre era un boxeador de Candem –me habló sin separar su mirada de lo que hacía. No le había pedido ninguna explicación, pero al parecer, ella percibía mi inquietud al respecto–. Un boxeador underground, por supuesto. Nada profesional –aclaró. Destapó una pomada antibacterial para las heridas que estaban sangrantes y me advirtió que la crema podía arder un poco una vez en el tejido abierto. –No tienes que decirme si no quieres, Liz –intenté detenerla, pero ella negó con su cabeza y comenzó a aplicar el ungüento de forma tan suave como si no estuviera tocando mi piel. –Quiero que conozcas esta historia –continuó la de los cabellos plateados–. Es todo lo que puedo decirte sobre mí. – Ante sus palabras solo hice silencio y la escuché mientras esperaba que la crema se secara para ponerme los vendajes. –Te escucho. – –Mi madre llegaba a la casa todas las noches cubierto de sangre. Algunas veces llevaba dinero y muchas otras, perdía incluso más que el que llevaba. Pero siempre regresaba con golpes. Eso nunca faltaba. Mi mamá era enfermera y me enseñó desde muy pequeña a curar sus heridas. Qué hacer con una mandíbula dislocada; con un ojo rojo; con una fractura de tabique –me contaba Alice regresando todo a su botiquín y guardándolo detrás de la mesa de noche junto a su lado de la cama–. Y me enseñó todo, porque no podíamos permitirnos ir a un hospital todas las jodidas noches. Incluso guardábamos aguja e hilo porque papá necesitaba puntos, alguna que otra vez. Y cuando comprendió que apostando en su contra ganaría mucho más dinero, fue cuando todo lo que vi en mi casa fue sangre. – Ella estaba hablando y se impedía a sí misma llorar. En ese momento vi lo fuerte que era Alice. Yo la había tomado por una frágil muñeca de porcelana, pero en realidad era mucho más que eso. Era puro carácter y voluntad indomable. Mucho más en sintonía conmigo mismo de lo que yo quería admitir. –¿Qué edad tenías? –le pregunté mientras la arropaba en mis brazos. –Tenía trece años la última vez que lo vi, y no lo he visto más desde que mi mamá y yo vinimos acá –me dijo sacándose los lentes y nuevamente hundiéndose en mí. –¿Y dónde está tu mamá ahora? – –Ella murió hace un año –dijo. Sus palabras me hicieron estremecerme en el lugar, pero ella me contuvo con un abrazo y se explicó un poco–. Fue un ataque al corazón fulminante. Ella estaba dormida y fue mejor así. Ella siempre me dijo que si podía elegir como irse, quería que fuera rápido y en paz y así fue. Para una vez que Dios escuchó sus plegarias… – –¿Recuerdas cuando te dije en el muelle que dudaba que pudieras comprenderme, Alice –le pregunté al escucharla–? Creo que estaba completamente equivocado acerca de nosotros –sentencié volviendo a su cabello y dándole pequeños besos en todo su rostro. –Si te cuento esto, es porque no quiero verte igual, Vince –me habló jugando con la casi invisible hendidura de mi mentón que solo ella había descubierto–. Sobre todo ahora que me dijiste la palabra que empieza con A y no me has dejado decirte si yo siento lo mismo por ti. –sonrió.
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