Quiero que todo se detenga

2362 Words
–¿Mi pregunta? –hablé mientras mis ojos se centraban en su boca. Era imposible mirar más allá de de sus labios negros; más allá de la mosca que se posaba en ellos y era atrapada por una bifurcada lengua– Mi pregunta es: ¿Qué quieres de mí? –le enfrenté. –Quiero que trabajes las horas que te pago, Vincent –me habló. Su voz cambió. Ya no tenía ese tono grave que retumbaba en mi cabeza, sino que sonaba plana y aburrida. El rostro frente a mí no era el de un demonio, sino el de mi empleador bastante irritado. –Lo siento –me disculpé–. No estoy aquí para recuperar el trabajo que ni sabía había perdido –dije con descuido–. Solo deme las pastillas. – –No sin receta –musitó el viejo farmacéutico–. No te hagas el tonto. – –¿Al menos tienes alcohol? –pregunté frustrado. –¿Al menos tienes dinero? – Su pregunta me hizo hervir la sangre y con desdén saqué los últimos billetes que me quedaban en los bolsillos, a los que el viejo se aferró incluso antes de dármela botella de alcohol que ya yo había pagado. ¿Detrás de él había un espejo? ¿Quién se reflejaba en el cristal era yo? ¿Esas alas negras eran mías? Llevaba días sin dormir y el sueño ya empezaba a jugarme malas pasadas. Veía sombras retorcerse en cada reflejo y escuchaba palabras que ni siquiera sabía que existían. Necesitaba algún medicamento que me ayudara a conciliar el sueño, pero entre las negativas de aquel viejo y la imposibilidad de pedir una receta sin pasar por una angustiosa consulta con algún psiquiatra que ni se molestaría en comprenderme, no me quedaba otra cosa que regresar a viejos hábitos para aliviar el dolor. Había pasado cerca de una semana y media en la soledad de mi apartamento, incapaz de levantarme del colchón, sin descansar de las turbulencias que me acosaban cuando cerraba los ojos y con el sentimiento de que el techo sobre mi cabeza estaba más cerca de mí cada vez que miraba arriba. ¿Sabes lo qué es el silencio absoluto? Yo tampoco lo sabía hasta esos días. Con la cabeza tan dispersa en sinsentidos que la concentración, incluso la percepción de la propia realidad me abandonó completamente. No sabía si era de día o de noche. Las ventanas estaban clausuradas con cartón porque la luz del sol me irritaba a tal punto de ponerme a maldecir de la nada si se colaba un rayo de sol por el más pequeño recoveco. Bajé tanto de peso que mi cuerpo no era más que una cortina de carne cubriendo mis endebles huesos y comer era un castigo: una tortuosa rutina que suprimí con cigarros y café amargo porque todo bocado, por pequeño que fuera, se me atoraba en el inamovible nudo en mi garganta. –Con el cambio, déjame unas aspirinas… necesito algo para mi cabeza –dije contando par de monedas que quedaban sobre el mostrador en lo que el viejo buscaba la botella. –No te queda cambio, Vincent. Me debes dinero –respondió de brazos cruzados luego de guardar todo el dinero dentro de la caja registradora–. Aquí no hay más nada para ti. – me echó descaradamente. Su desprecio fue lo que me llevó a soltarme y dejar que mi sombra se apoderara de mí. Como requirió, salí de la farmacia, pero no sin llevarme lo que había ido a buscar. Con una sonrisa me despedí para bien de aquel viejo y en la salida, choqué con una torre de medicamentos con descuentos próximos a caducar. –¡¿Cómo puedes ser tan torpe?! –exclamó el viejo tomándose su tiempo para salir de atrás del mostrador. En los segundos que tuve de ventaja, escondí dos frascos amarillos dentro de mi chaqueta y deslicé una tercera tira de pastillas dentro del bolsillo trasero de mi pantalón, pescando a tientas los medicamentos y rogando correr con suerte de coger alguno que me ayudara a dormir. Siempre había sido bueno con las manos y en mis años más rebeldes me dediqué a robar paquetes de goma de mascar de los mercados para ocultar el olor de los cigarros y el alcohol a mi hermana. Supuse que no necesitaría más mis dotes de ladrón cuando ella dejó de preocuparse por aquello que yo hacía o dejaba de hacer, pero mi presunción estaba completamente equivocada. Dejando al hombre con la montaña de pastillas cubriendo el suelo, me alejé del lugar por callejuelas secundarias y cuartelerías, dando grandes zancadas pero sin mucha prisa. Cuando estuve lo suficientemente lejos de la farmacia, revisé a etiqueta de los frascos y la tira para ver lo que habían atrapado mis dedos. –Dos antihistamínicos y un analgésico –leí–. Nada mal. – La ventaja de haber trabajado en una farmacia era saber los efectos a grandes rasgos de las pastillas, por lo que sabía que los antihistamínicos lograrían hacerme dormir, aunque uno no bastaría para hacerme caer como yo necesitaba. Sin escatimo alguno sacudí uno de los dos frascos sobre la palma de mi mano y dejé al universo decidir la cantidad de píldoras que irían a mi estómago. Cayeron tres. Tres tendrían que bastar. El nudo de la garganta las atrapó tan pronto intenté tragarlas y se atoraron como piedras en el fango de una colina cuesta abajo. Las obligué a bajar con alcohol y no me detuve hasta que las sentí en el estómago, aunque la sensación de no poder tragar no se iba. Llevaba un día y medio sin echarme en la boca otra cosa que agua y tan pronto mis entrañas sintieron el espíritu, se retorcieron en demanda de algo más. No había nada más. No era necesario nada más. Con el alcohol como el más rápido de los catalizadores, las pastillas surtieron efecto más rápido de lo que imaginé, por lo que mi andar se tornó errático y terminé dando tumbos por las aceras sin saber realmente hacia donde me dirigía. Los mareos amenazaban con tumbarme de mis propios pies y el vértigo me impedía mirar al suelo con el miedo de creer que realmente no estaba sobre la tierra, sino en una cuerda floja que conectaba dos abismos de profundidad inconmensurable. Sobre mí, los edificios se doblaban en el aire y se entrelazaban los unos con otros, meciéndose como árboles en el viento y tendiéndose sobre mi cabeza como una red gris que me impedía sentir el sol. ¿La gente a mi alrededor no sentía lo mismo que yo? A cada paso, sentía ojos negros pegados a mi espalda. Higos y lirios aparecían en cada rostro que se cruzaba en mi camino con fracciones humanas que desaparecían en un jardín. En sus cabezas, anidaban cuervos que picaban, arañaban y se sumergían entre el cabello hasta desaparecer en la mente. Las alas negras revoloteaban en cada sombra que se rehusaba a hacer lo mismo que su dueño y cada voz danzaba en aire, pintándose en paredes que se movían con absoluta libertad. Algo acido subió por mi garganta y un vomito verde fue a parar a mis manos. ¿Era verde? ¿Era rojo… o era n***o? Ni siquiera lograba discernir el color de mi propio vómito. Al levantar la mirada, una puerta con una pintura roja inflada por la humedad golpeó mi rostro con fuerza. Costaba creer que se había levantado de la nada en ese lugar, pero al mirar detrás de mí, la oscuridad de un pasillo interno se prolongaba en un vacío absoluto y las grietas en los ladrillos de las paredes parecían hacerse cada vez más grandes. Quizás solo debía mirar al frente, pensé. Sobre la mirilla de la puerta, un despintado numero 33, que se convertía en un 88, un 66 y un 00 sin previo aviso, me dejó saber que quizás mis propios pies me habían llevado al apartamento de mi hermana, si no era parte de cualquier otra ilusión de mi cabeza. –¿Cass… –llamé a tientas–? ¿Cassidie…? Creo… necesito acostarme un momento…no puedo… –dije golpeando la puerta con mis botas, pero perdiendo el balance por completo, caí de espaldas cuando esa se abrió. –¡¿Qué mierda te metiste ahora, Vincent?! –me habló la voz grave y distorsionada que mis oídos habían escuchado esa tarde en la farmacia. Pasando el umbral de la puerta roja, el demonio de labios negros y dientes afilados, se agachó a mi lado. Los dibujos en las paredes susurraban mi nombre, y queriendo alejarme del monstruo de la puerta, intenté incorporarme a rastras, pero no logré otra cosa que caerme de bruces en el suelo. Algo craqueó mis huesos y me encontré a mí mismo retorciéndome de un dolor que no sabía si era real o producto de mi mente. Sentía su pie pateando mis costillas y su mano empujando mi cabeza contra el piso. Los dientes me partieron los labios y parecía que el tabique se había movido de su lugar. La lengua, mordida por el violento golpe, había pasado de estar adormilada por las pastillas a ser totalmente inservible. Mi boca rebosaba en sangre y lo único que podía hacer esa escupirla. A duras penas pude abrir los ojos, y por lo que veía, prefería cerrarlos. Mis manos se hacían borrosas frente a mí y se prolongaban como muros de catedrales. Los bordes se tornaban borrosos y la piel se pintaba de un color negruzco con destellos zafiro, justo como el pelaje de los cuervos. Las uñas se caían y de las mutiladas falanges salían unas garras oscuras que se sentían como extensiones de mis huesos. Sentía como mi espalda se abría y la columna se dividía en dos. Los huesos rompían la piel solo para formar un arco sobre mi cabeza. De cada poro de mi cuerpo, una pluma era jalada hacia afuera partiendo venas y expulsando una cataplasma negra de pus y toda clase de impurezas. –Necesito que todo se detenga –imploré, pero nadie pareció escucharme o importarle mis súplicas. Una mano me agarró por las recién nacidas extremidades que brotaron de mi espalda y me arrastró dentro de lo que parecía ser el apartamento de mi hermana. Me soltó en el baño y me empujó dentro de la bañadera. Intenté salir, pero no tenía fuerzas para hacerlo. El agua llenaba la tina a una velocidad alarmante y por momentos, sentía que era cubierto por el transparente liquido y otras veces, creía que regresaba al baño de Sean y que quien había muerto era yo. –¡Despierta, Vince! –me gritó el demonio sentándose frente a mí en la bañadera. Su cara se iba tornando familiar y a la vez, totalmente irreconocible para mí. Era una escultura de mármol de fríos ojos y labios morados. De fracciones robadas de mis amigos muertos y con la sonrisa de mi madre en su boca. –¿Qué quieres de mí? –le repetí. Venía haciéndole la misma pregunta desde que lo había visto esa mañana en la farmacia, pero siempre se negaba a responder. –¿Qué quieres tú de mí? – me respondió apuntando a mi rostro con sus garras. ¿Qué quería yo de él? ¿Por qué seguía apareciendo en mis tormentos? –Necesito saber que voy a ser capaz de escapar de esto… –dije totalmente vencido. Quizás la fatiga de luchar contra mí mismo terminaría por condenarme finalmente, y era una opción con la que podía vivir, pero necesitaba saber si algún día podría descansar de mí mismo. Y llegar a esa instancia es la más triste condición de un ser humano. La desesperanza se posa sobre el alma y la cubre como una nube que llora incesantemente lágrimas de a más turbia desesperación. –Yo luché contra esto, pero no sé cuánto tiempo más podré resistir –continué–. ¿Cuánto más puedo estar de pie cuando incluso mi voluntad me quiere de rodillas? – –El cuerpo nos dice cuándo detenernos. Lo implora a veces y aún así lo ignoramos. El cansancio del espíritu viene acompañado de mil formas de morir; de temblores en las manos, piernas rígidas, tripas revueltas, a punto de vomitar todos los días y recuerdos que sacuden la cabeza como piedras en un derrumbe. Los sinsentidos se acumulan. Las palabras se empiezan a atorar en la garganta y cuesta tanto decirlas que pasado un tiempo incluso las olvidas por completo. ¿Se olvidan o se acumulan? ¿Se apilan? ¿Se destierran? Uno espera sinceramente que desaparezcan –me hablaba aquel ser eterno mientras yo lloraba con el agua hundiendo mi pecho. Una nana recorría mi cabeza. Una canción de cuna o de muerte retumbaba en mi agotada mente–? Suprimir es un acto de valientes, Vincent. Tragarse la realidad; no lidiar con ella, dicen… ¿Qué saben los que nunca han estado en mis zapatos? ¿Sobrevivirían el tiempo que he soportado o pedirían una muerte limpia, quizás más pronto de lo que yo lo he hecho? Sí. La he pedido. Lo he implorado, gritado, intentado. He fallado. ¿He fallado o me han fallado? – No el demonio quien hablaba, sino yo. Frente a mí no había nadie dentro de la bañadera de Sean. Como había llegado allí, no lo sabía, pero tampoco sabía si quería salir. Quería construir mi hogar allí. Quería descansar allí. HOLA MIS MOONWALKERS!!!! Sé que esta historia es muy emocional y puede ser incluso fuerte y difícil de leer, pero, si han disfrutado de lo que mis personajes cuentan hasta el momento y mi escritura, por favor, pueden recomendarme a otros lectores?? Agradecería todo el apoyo y amo leer sus comentarios todo el rato. De verdad, me hacen creer que es posible para mí lograr que las personas conecten con lo que tengo para decir. Muchas gracias. Con unos minutos de su tiempo cada día, me hacen más que solo feliz. Me hacen sentir realizada al compartir esta triste historia de vida.
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