Un manojo de circunstancias inevitables

2794 Words
Cerca de tres horas más tarde y cuando sentí que el efecto de las pastillas iba pasando, me arrastré fuera de la tina y me quité toda aquella rompa empapada, con la que sentía que iba a tener una hipotermia en cualquier momento. Terminé poniéndome algo de ropa de Sean o de Ed, no sabía bien, y encaminándome hacia el apartamento de mi hermana. La puerta roja frente a mi rostro me hacía dudar. Cada vez que estaba frente a ella, parecía que todos los recuerdos dolorosos que se apilaban en lo más recóndito de mi alma, salían a flote con las más desgarradoras heridas. La cicatriz sobre mi ceja comenzaba a picar en un palpitar molesto y era como un sexto sentido que me decía que saliera de allí lo más rápido posible. Visitar a mi hermana se había convertido en una tortura, más que en un alivio para mí. No había visto a Cass desde su visita al hospital y había ignorado todas sus llamadas desde aquel día. Sentía que no tenía que atormentarla más con mis propios problemas, pero no sabía a quién acudir. Mis amigos habían desaparecido en su búsqueda por encontrar una tranquilidad que yo no les podía ofrecer y quizás, yo tenía que hacer lo mismo. Mi hermana; mi rota hermana era la única que podía ofrecerme el confort de una mirada condescendiente como mi madre lo hacía en sus días buenos, pero a esas alturas, ni siquiera yo creía que me merecía otra cosa más que el desprecio que todos me profesaban. Di unos tímidos toques debajo del número de la puerta roja y por un momento reviví el escalofrío del subidón que experimenté al ligar las pastillas con el alcohol. Las imágenes de las tétricas alas negras brotando de mí, me dieron una terrible comezón en la espalda y creí que las paredes nuevamente se estrechaban sobre mí para susurrar secretos que me negaba a escuchar. El rostro de Cass abrir la puerta me aportó una tranquilidad efímera que se disipó tan pronto vi a Mike detrás de ella. Odié a Michael Evans desde el preciso momento en el que lo conocí. Me era imposible negarlo. Incluso ahora, después de tantos años, me rehúso a decir que en algún momento sentí otra cosa por él que una profunda repulsión. De la misma forma que lo repudiaba a él, me detestaba a mí mismo, y ¿cómo no hacerlo? Después de todo, lo ajeno a mí no me molestaba, y Mike tenía en sí toda la oscuridad que yo ocultaba en mí mismo. –¿Has venido a felicitar a tu hermana, mocoso? –me habló él parándose en el umbral de la puerta, haciendo que Cass se moviera a un lado y bajara la mirada al suelo. Ella no dijo ni una palabra, sino que solo se retiró a la cocina mientras Mike me invitaba a entrar con la más falsa de todas las cordialidades. –Sí –mentí mientras tomaba asiento a la mesa–. Los felicito a ambos. – Con una cerveza en mano, el hombre se sentó y alternaba su mirada entre mi hermana y yo. –Pues bien, –dijo al cabo de un silencio prolongado donde ninguno de los tres pronunció ni una palabra–. Si no hay nada más que decir, supongo que te puedes ir, ¿no es así, cielo? – Cass tragó en seco y dejó escapar un suspiro ahogado. Su súplica silenciosa para que saliera de ese lugar se hizo evidente al instante, pero mi obstinada personalidad me impedía darle el gusto a aquel hombre. –Necesito hablar con mi hermana a solas, Mike –pedí con cierta determinación, pero solo recibí una carcajada de parte de él. –¿Sobre qué –cuestionó enseguida–? Escuché sobre tus amiguitos –me provocó con toda la intensión de generar una reacción en mí–. Dos caídos. Bueno, dos y medio… Faltan tres más… – –¡Mike! –le requirió Cassidie, pero con una sola mirada suya, mi hermana regresó sus ojos a los platos. Era como regresar a aquella pelea nuevamente, y sentía que no podría soportar ni un minuto más allí adentro. Me ahogaba la impotencia, y no quería reaccionar como mis entrañas me lo pedían. No quería ser como él, pero yo en el fondo no era mucho mejor, realmente. –¿Quién será el próximo? ¿Tú? –continuó acercándose a mí mientras yo apretaba los puños bajo la mesa. En un estruendo, Cass dejó caer una jarra de cristal sobre el fregadero haciendo que se astillara y un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando vi la pequeña cortada en su mano. Volvería a suceder. –¡No juegues con eso! –le exigió mi hermana a él alzando la voz. En momentos como aquellos recordaba lo verdaderamente incapaz que era. Siempre había cuestionado a Cassidie por no hacerle frente a Michael, pero en mi interior, deseaba con todas mis fuerzas que nunca lo hiciera, puesto que sabía cómo terminaría. Tal sumisión era detestable, y lo más lastimoso de toda la situación, era que yo mismo deseaba que ella nunca se cruzara en el camino de Mike. ¿De qué forma se libra una persona de un abusador como él? ¿De qué manera sale uno sin daño de un enfrentamiento con alguien violento? ¿Cómo cuidaba yo a mi hermana embarazada de aquel monstruo? –Yo juego con lo que me dé la gana en mi casa –arremetió Mike y volteando su rostro hacia mi hermana vio su mano herida–. ¿Viste lo que acabas de hacer –me preguntó con una nueve roja posada sobre sus ojos–? ¿Ves lo que le haces a tu hermana? La hieres cada vez que vienes. ¿Cuándo comprenderás que tienes que alejarte de ella –hablaba con la mirada perdida y tomando el vaso roto en sus manos, se acercaba peligrosamente a mí, que me había puesto de pie y caminaba de espaldas hacia la puerta–? Eres un puto cáncer, Vincent. Ni mi esposa ni mi hijo pueden estar cerca de ti y tus dramas. ¿Ves lo que provocas en las demás gentes? Solo los haces doler… sangrar… – –Tienes razón –le encaré–. Solo tú puedes herir a Cassidie. Es tu puto trabajo. – Aventándose sobre mí, apretó mi cuello con sus manos y me empujó contra la puerta del apartamento. El picaporte golpeó mi cintura dejándome sin aire mientras mi hermana se aferraba a su vientre. –Por esa boca casi te mato una vez –me amenazó encajando sus dedos en mi piel con toda la intención de impedirme respirar, mientras yo intentaba liberarme de sus garras con un fuerte empujón que lo hizo retroceder unos pasos, lo cual requirió toda mi fuerza. –Y por esa paliza, yo te voy a matar un día –le respondí y antes de que pudiera volver a atraparme, salí del apartamento corriendo tan rápido como pude. El portazo tras de mí no le impidió perseguirme por las escaleras hasta la salida del edificio, pero ser rápido era una de mis mayores virtudes y así, respirando trabajosamente por los golpes y el frío que se colaba por mi garganta y quemaba hasta mis pulmones, lo perdí de vista. Me dejé caer en un callejón sin salida, junto a un basurero que encontré para recobrar la compostura y terminé vomitando hasta los jugos gástricos de mi vacío estómago. Mis manos temblaban de la impotencia. La ira y la rabia que sentía en ese momento estaban todas dirigidas a ese desgraciado y no quería hacer otra cosa que regresar a por él y cumplir mis amenazas. Era odio. Era odio lo que sentía. Odio hacia él y mi cobardía. Con la vista nublada y entre lágrimas, comencé a patear el contenedor de basura y terminé destrozándome los puños contra la pared de ladrillos. ¿Iba a cambiar algo el hecho de herirme a mí mismo? Incluso mientras lo hacía, en mi mente solo escuchaba una voz que me reafirmaba que era la cosa más inútil que una persona podía hacer. Pero mis ataques de ira me hacían perderme a mí mismo, si era que alguna vez me había encontrado del todo. Terminé en el suelo, con las manos en la cabeza mientras los nudillos sangrantes palpitaban del dolor. Estaba llorando como un niño pequeño nuevamente y sentía que lo único que era capaz de hacer últimamente era llorar. Y lo detestaba con toda mi alma. Estuve allí cerca de dos horas hasta que pude calmarme y recomponerme nuevamente. Solo podía pensar en mi hermana, pero me era imposible regresar a ese lugar. Intentaba suprimir todo pensamiento de ella y lo único que podía hacer era encontrar una distracción que impidiera que mi mente volviera a ese oscuro abismo en el que había estado sumida por tanto tiempo. Eran cerca de las nueve de la noche cuando entré al café donde trabajaba Alice. Con una bufanda en mi cuello y las manos dentro de los bolsillos, me senté en una mesa junto a una ventana. Las luces del cartel de neon del café iluminaban mi rostro y los copos de nieve deshaciéndose sobre el cristal lograron tranquilizarme lo suficiente como para sentir que el salto en el estómago desaparecía y mi respiración regresaba a la normalidad. Mi mirada deambulaba entre los pasos de los apurados transeúntes que caminaban al otro lado del café mientras escondías sus rostros en sus abrigos y era refrescante saber que todos sentían el mismo frío que yo. –¿Por qué estás llorando, Vincent? –me preguntó aquella voz que lograba domar todos mis demonios. Ni siquiera sabía que habían lágrimas cayendo de mis ojos; mis apesadumbrados ojos grises que ya no podían más con el peso de la tristeza. –Debe ser el frío de afuera –sonreí y recibí de Alice esa mirada condescendiente que había ido a buscar en Cassidie. Comencé a reír entonces, justo como un niño pequeño que acaba de ser descubierto en un secreto y ella pasó por mi lado estrujándome el cabello en un dulce gesto que causó un intenso cosquilleo en todo mi estómago. Estuve sentado leyendo mi libro hasta cerca de las diez de la noche y de vez en vez, mientras tomaba un sorbo de café, Alice me traía una bondadosa porción de pie de limón y se sentaba frente a mí a comer un poco. –¿Te vas a quedar aquí toda la noche ? –me preguntó cuando ya no quedaban más clientes en el café. –No tengo un mejor lugar para estar. ¿Quieres que me vaya? –dije teniendo una lucha de cucharas con ella por el último bocado del pie. –No, pero mi turno casi termina y realmente no me apetece tener mi primera cita contigo en mi lugar de trabajo –dijo con total naturalidad. Alice era una chica lanzada y atrevida en la forma más inocente posible. Su carisma era innegable y a veces me costaba creer que estuviera interesada en pasar tiempo incluso conmigo. –Y yo que siempre supuse que nuestra primera cita fue cuando regresé a este café sin Wifi y solo libros –bromeé–. Seamos realistas, ¿por qué más habría de regresar aquí? – –Por los pies de limón, por ejemplo –sonrió ella saboreando la crema que había caído en el platillo. –¿Te digo un secreto –me acerqué a ella y en un susurro me sinceré–? No me gustan los pies de limón, solo los ordeno para que te sientes conmigo a comértelos –le dije, provocando que sus mejillas se enrojecieran por la vergüenza y el rubor rosado sobre su rostro le quedaba de maravilla–. Siempre fue una estrategia –continué solo para que ella comenzara a reír con aquellas delicadas carcajadas que lograban arrancarme cualquier cantidad de sonrisas. Esperé a que terminara su turno mientras ella me dirigía miradas curiosas desde la ventanilla de la cocina y yo pretendía no prestarle atención, aunque escondía mi rostro entre las páginas de Silver Linings Playbook. –Ahora podemos irnos, Patrick –me dijo mientras dejaba su delantal doblado debajo del mostrador y tomaba su bolso. –¿Hacia dónde nos dirigimos, Tiffany? –continué su juego. –Te propongo un trato –me dijo enredando su bufanda gris en su delicado cuello–. Si me dices cómo te hiciste esas heridas en tus manos, quizás te deje escoger el lugar de nuestra primera cita. – Ella quería saber, y sentía que se merecía la verdad, así que le conté todo lo que había acontecido esa tarde con Mike y mi hermana mientras caminábamos sin rumbo por la ciudad. –¿Ves esta cicatriz aquí –le apunté a la herida que cortaba mi ceja en dos–? Fue un cristal de un espejo rosto –hablaba yo mientras ella escuchaba atenta todo lo que yo tenía para contar–. Fue del último día que viví en esa casa. Esa era mi casa; mía y de mi hermana, pero tan pronto él llegó me fue desplazando poco a poco y Cassidie lo permitió. – –Lamento escuchar eso, Vince… –se disculpaba ella mientras tomaba mi mano entre las suyas. Ella era cálida. La recuerdo así; delicada en cada movimiento, suave, gentil, amable e indulgente incluso con la rudeza y heridas de mis manos. –No es tu culpa, Alice –le sonreí limpiando los copos de nieve que caían y se derretían en su terso rostro–. No es culpa de nadie, realmente. – Estuvimos en silencio un momento y mirando a mi alrededor descubrí que, sin querer y tal cual si mis pies me hubiera llevado a ese lugar, nos encontrábamos cerca de los muelles en donde Jaime había muerto. Sobre mí, una sombra cayó ella pudo notarlo enseguida. –Creo que nunca voy a lograr comprenderte –me habló enmarcando mi rostro entre sus diminutas manos–, pero no sé si debería. – –Desearía que no lo hicieras. Comprenderme significa una responsabilidad demasiado grande como para que tú la cargues sobre tu espalda –le hablé–. La realidad es que no quiero arrastrarte dentro de mi mundo… – –No me estás arrastrando a nada, Vince –sus ojos reflejaban toda la inmensidad del universo en ellos y yo no podía dejar de mirarlos–. Hay circunstancias en la vida que son inevitables. Una no camina hacia ellas, sino que cae en su núcleo y es abrumado por las emociones que es capaz de experimentar en ese caos. – –¿Y son buenas esas circunstancias? –me atreví a preguntarle aunque sabía de sobre cuál será su respuesta. –Generalmente no –sonrió entretejiendo sus dedos por mi cabello de ébano–. Pero generalmente una también espera la excepción. – –No soy la excepción, Alice –me aparté de ella tomando sus manos entre las mías. No podía ser lo que ella quería. No lograba siquiera ser lo que necesitaba y sabía que lo único que le provocaría sería dolor. Si te aseguraran que vas a romper a alguien que te importa con solo ofrecer un trozo de tu alma desnuda, ¿aún así lo harías? ¿Podría yo jugar con ella sabiendo el daño que le provocaría? Ladeando su cabeza en una sonrisa y colocando su barbilla en mi pecho, sus ojos turquesa se enfocaron en mí. –Soy la regla –dije, pero lo único que quería hacer era besarla hasta que se gastaran mis labios. –Entonces escribamos nuevas pautas, porque si nos regimos por las reglas del universo, estaríamos contando nuestra vida en años y no en sensaciones… – Sus labios sobre los míos tenían un sabor a renovación, a esperanza. Ella era la personificación de la reinvención espiritual para mí. Era la reacción exotérmica que necesitaba mi cuerpo para entrar en calor. La que me hacía caer en la sintonía con el resto del universo y quien me forzaba a darle el beneficio de la duda a las segundas oportunidades. ¿Y si toda en la vida se resolviera con la facilidad con la que alguien arranca una página de un diario? ¿Si emergiera uno como una hoja blanca, lista para crear otra historia desde cero? ¿Si aquel beso realmente hubiera borrado todo lo que fui? Alice era la expresión más sublime del renacer para mí. Llámenme loco si el despertar interno sabía a renacer… y el renacer sabe a muerte.
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