Él ya estaba muerto

3285 Words
Él estaba muerto... Estaba muerto... y de alguna forma yo también quería estarlo. Se observaba tan tranquilo... tan en paz que era incluso envidiable su condición. Ante mis ojos parecía sumido en un sueño eterno y aquello era lo único que mi mente añoraba; lo buscaba, lo pedía a gritos. Los únicos momentos que disfrutaba en mi vida era aquellos en los que dormía, y en mis sueños, la vida se sentía mucho más interesante. ¿Acaso el sueño eterno no era realmente a lo que se asemejaba morir? Para mí, el muchacho yacía dormido y no muerto dentro de aquel mar rojo, y su rostro se fundía con el recuerdo de mi madre muerta. Incluso, inerte en su propia sangre, él parecía en paz... –¡Vince! ¡Vince! –me llamaba Liam haciendo que mi pesadilla se desvaneciera en el instante. Me había quedado dormido en uno de los sillones de la sala de Cuidados Intensivos en los que estaba Ed. Liam estaba allí para relevarme. -¿Vincent?- –Ya estoy despierto, Liam –hablé abriendo los ojos y acomodándome en el sillón con mi chamarra negra como cobija. En mi cuello se extendía un dolor intenso y mis piernas estaban adormecidas por la incómoda posición. –¿Cómo fue la noche? –preguntó el de los ojos soñadores e inocentes mirando el pálido rostro del pelirrojo entre los cables que lo conectaban a una máquina que le ayudaba a respirar. Ed aún estaba dormido y, a pesar de su intento de parecer apacible, su respiración variaba errática tal cual sus signos vitales. –Lo normal –respondí encogiéndome de hombros; pero lo normal era al menos un paro respiratorio en la noche y las enfermeras entrando y saliendo de la sala mientras drenaban un cubo de líquido de sus pulmones. Era desgarrador verlo así. Sus súplicas por la eutanasia nunca habían sido tan acertadas como en aquellos momentos, e incluso para mí era difícil observarlo en aquel limbo, peleando desde su subconsciente por mantenerse con vida... o simplemente, implorando por su muerte desde el otro lado. Liam me dio un café largo para ayudarme a recomponer de la pesada jornada que había tenido y entre cortos sorbos tuvimos una pequeña conversación en el insípido pasillo de aquel hospital, repleto de fantasmas que erizaban mi piel cuando pasaban por mi vera. –¿Sean no se ha pasado por aquí? –preguntó el pelinegro escondiendo su vasta cabellera negra en el gorro de lana que Ronnie le había prestado y sus manos mancilladas en los bolsillos de su único abrigo. –No –negué casi en un susurro para que Ed no me escuchara. Aún si estaba inconsciente, una parte de mí quería creer que el pecoso pelirrojo de labios morados escuchaba y comprendía todo lo que estaba sucediendo a su alrededor–. No ha venido desde que internaron a Ed por segunda vez. – Liam engulló su desayuno rápido y escondió su pálido rostro en el café al escuchar lo despreocupado que se mostraba Sean. Hacía dos días que Ed esperaba a morir en aquella cama de hospital y la persona que más amaba no estaba a su lado para sostener su mano en los momentos finales. –Ya vendrá, Liam –le dije al muchacho dándole una palmadita en la espalda. Ni siquiera yo estaba convencido de mis propias palabras, pero a veces se hacía imperioso mentir para complacer a los demás; o eso me habían dicho. –No sé, Vince –habló el muchacho exhalando con pesar, completamente decepcionado de Sean–. Ayer Ronnie habló con él y sonaba errático... como borracho, y esta mañana ni siquiera respondió su celular –dijo Liam con los brazos cruzados y una expresión en el rostro que demostraba su preocupación. –Está bien –intenté tranquilizarlo–. Esta noche paso por su casa y le digo que no sea un completo idiota con Ed. Él sabe lo mucho que disfruto molestarlo, así que esa será la excusa perfecta para sacarlo de sus casillas –aseveré. Entré en la habitación y mientras me ponía la chamarra, me despedí de Ed alborotándole el cabello. Aquella era una de las cosas que más le molestaban al muchacho y cada vez que lo hacía, creía que pelirrojo se iba a levantar y a darme una bofetada por despeinarlo. Nunca lo hacía, sin embargo. Al salir del hospital, el aire helado y los copos de nieve golpearon mi esquelético rostro. Por un momento, el frío me quemó por dentro y me resecó los labios y los ojos, haciendo que cayeran unas lágrimas saladas muy en contra de mi voluntad. No sabía en realidad si se trataba del reacio clima del nuevo año newyorkino o si era que mi organismo necesitaba dejar escapar todo aquello que erosionaba mi interior. Marqué el número de Sean en el teléfono sin esperanza ninguna de que contestara mientras caminaba entre los taxis de la ciudad. Cortó la llamada tres veces antes de que se dejara vencer por mi molesta insistencia. –¿Qué quieres, V? –respondió desanimado desde el otro lado de la línea. –¿Qué quiero –pregunté exclamado–? Que dejes de ser el idiota que sé que siempre has sido y estés al lado de Ed –exigí. –Jódete, Vincent –habló con hastío mientras escuché caer algo de cristal al fondo y hacerse añicos en el suelo. Me colgó. Le volví a llamar, pero esta vez fue directo al correo de voz. –Mira, hijo de puta mal agradecido –mi sombra se apoderó de mí por un instante–, si no vas a ver a Ed en las próximas 3 horas, voy a ir a tu casa, te sacaré toda la mierda que tienes dentro a golpes y te arrastraré yo mismo al hospital –amenacé–. Me da igual que estén separados. Me importa una mierda que no lo puedas ver. Te voy a llevar ahí. – Él finalmente tomó la llamada, pero antes de que pudiera hablar, colgué y apagué mi teléfono. No tenía ánimos para escuchar sus excusas acerca del hecho de que no tenía la fuerza para lidiar con la enfermedad de Ed. Mis pies comenzaron a vagar por la ciudad, como si ellos supieran a dónde llevarme para apaciguar mis demonios interiores. En un abrir y cerrar de ojos, el café literario en el que trabajaba mi maravillosa Alice se levantaba ante mí. Adentro, la de los cabellos platinados exhibía un mechón violeta en su exuberante coleta, anudada al descuido un poco más abajo de su cuello. Sus ojos turquesas admiraban las provistas estanterías de libros, allá en la sección de Clásicos Ingleses y, tal como si fuera un reflejo involuntario, llevaba la gastada tapa de su lapicero rojo a su boca cada vez que anotaba algún pedido. Con un tanto de inseguridad entré al café y tomé asiento junto a una de las ventanas de cristal bañadas en la escarcha invernal. No sabía muy bien como Alice reaccionaría ante mi regreso, bastante retrasado debo decir, al lugar donde la había conocido. Retomando mi lectura de Silver Linning Playbook me perdí un momento entre las letras que iban y venían a causa de mi autoinflingida dislexia, provocada por la falta de sueño, mi ansiedad y mi estrés, entre otros muchos problemas. –¿Lo usual o prefieres la carta? –escuché su voz a mi lado y me obligué a no mirarla. Fue imposible; sus ojos turquesa me llamaban. –No sabía que ya podía ordenar "lo usual" –me encogí de hombros. -Solo he venido una vez.- –¡Por favor! ¡Ya eres un VIP! ¿Cuántas personas creen que regresan a una cafetería sin WiFi? –sonrió ella, y su sonrisa era perfecta; pero nuevamente me pregunté qué parte de mi Alice no lo era. –¿Cómo no regresar? Trabajas aquí. Regresaría así fuera a una taza de café frío sin azúcar en medio del invierno –solté sin pensarlo, y sin quererlo también, me sentí libre para decirle todo lo que quería cuando su carcajada invadió todo el café. Yo sonreí, y cómo no hacerlo si su sola presencia me instaba a hacerlo. –Pues será un café frío y sin azúcar. – –Tampoco me lleves tan recio –sonreí cerrando el libro–. Afuera hace frío. – –Te traeré un capuccino con un toque de canela si prometes no irte tan abruptamente hoy –me dijo y me miró como si acabara de soltar aquellas palabras sin pensarlo. –No tengo nada más importante que hacer hoy que leer y tomar café –sonreí, y era tan inusual desprenderme una sonrisa sincera, que por un momento sentí calor en pleno invierno. Sentí la calma después de la tormenta; ese arcoíris que inunda el cielo como promesa del creador de que vendrán tiempos mejores. Sentí los mejores días de mi niñez regresar; esos momentos donde no habían maltratos; no habían suicidios, ni ideas endemoniadas pasando mi cabeza a cada instante. Luego de una corta espera, Alice regresó con el café y una rebanada de tarta de limón recién horneada. –¿La tarta viene incluida en el especial del día? –pregunté elogiando el aroma del pastel. –Un pequeño incentivo –me guiñó un ojo–. No puedes quedarte el día entero bebiendo solo café –sonrió. Si ella hubiera sabido que pasaba los días enteros bebiendo solo alcohol, no pensaría tan poco de mí–. ¿Y tu... tu amigo en el hospital? ¿Ya se encuentra mejor? –preguntó. –Mi amigo tiene cáncer de pulmón terminal –cerré los ojos–. Estamos esperando a que muera, la verdad –respondí. Una parte de mí no podía resistirse a dejar escapar lo peor de mi mente. Ella exhaló y tragó en seco ante mi respuesta, pero no hizo el más mínimo intento de escapar de mi brutalidad, sino que, por el contrario, le pidió un descanso al cocinero y se sentó a la mesa frente a mí. –Siento mucho escuchar eso –me dijo– Imagino cómo debes estar sintiéndote. – Otra sonrisa se asomó en mi rostro, pero esta vez no era una sincera, sino la típica mueca que mis labios fruncían cuando alguien pretendía comprender lo que pasaba en mi vida. –Ni siquiera puedes imaginar lo que está pasando conmigo… –cerré el libro y me escondí en el café. Ella tomó un trozo de la tarta. –Entonces cuéntame –me miró como nunca nadie me había mirado: con interés en aquello que yo tenía para contar–. Dime lo que está pasando contigo. – –Mi mejor amigo se suicidó hace menos de dos semanas sin razón aparente, y otro de mis amigos está encamado en un hospital implorando por su muerte, parece que por algún juego de algún dios allá arriba, todas las personas cercanas a mí están destinadas a morir. – –Nada de eso es tu culpa –habló Alice. Sus ojos se tornaron azules y se nublaron un poco. Ella también había perdido a alguien cercano–. Las personas mueren, y no es nuestra culpa, ni nada de lo que hagamos puede impedir eso que ya está escrito. – –¿Está escrito en algún lugar que es correcto pasar la vida en un tormento eterno? – –¿Tormento, por qué –su interrogante la hacía parecer ingenua, pero en su tono la escuché planteándome un reto, haciéndome pensar afuera de mi cuadrada mente–? Debes haber pasado por bastante mierda en tu vida; quizás eso sea cierto, ¿pero acaso no has visto las maravillas del mundo? ¿Acaso no crees encontrar algo mejor en el futuro? – –Vi algo una vez –recordé–. Algo puro, desinteresado... – –Cuéntame acerca de ello –me pidió Alice cruzada de brazos y era como estar hablando con Ronnie. –Vi el amor de verdad justo en frente de mis ojos –respondí y mi mente viajó a aquella playa días atrás donde vi como Sean cuidaba de Ed–. Pero incluso el amor es efímero y muere sin explicación alguna; en un suicidio para toda la esperanza que una vez tuve en ese sentimiento, totalmente desconocido para mí. – –¿Por qué dices eso –Alice no me comprendía, y yo no era capaz de explicarle mi dolor–? ¿Quién te hizo tanto daño? – –Posiblemente, yo mismo... mi propia concepción del mundo y mi idea tan romántica del amor. – Una sonrisa apareció en su rostro. Quizás el propósito de Alice en mi vida no era comprenderme, sino empujarme más allá del borde y obligarme a ver aquello que se negaba a aparecer frente a mí, o yo me negaba a ver. –¿Cuál es tu concepción del amor? ¿Qué es inacabable; siempre floreciendo ante las adversidades –presionó ella jugando con la tarta que aún quedaba en el plato–? ¡No –su efusividad en la negación llamó mi atención, si es que antes no lo tenía–! El amor es débil, efímero, pero es verdadero. – –Mi amigo está muriendo solo en un hospital y Sea,. su novio, está borracho en su casa, sin siquiera responder a las llamadas que le hemos hecho, diciéndole que quizás estas sean las últimas horas de Ed. – –El amor es cobarde... – –Eso que me describes no es amor. – –Entonces eso que tú me dices, tampoco –repuso enseguida; como esperando a que yo reaccionara. –Si tus amigos, como tú dices, se amaban de verdad, entonces Sean está sufriendo incluso más que Ed –habló–. Está atado de pies y manos ante la realidad de ver a la persona que ama morir de la forma más lenta y dolorosa ¿y quién quiere ver morir a alguien así? – Lo había pensado. Sabía que Sean estaba pasando por un sufrimiento terrible, pero era su deber estar junto a Ed. Él tenía que estar junto a Ed en su final. –Quizás es tiempo de que le des una segunda oportunidad al amor y veas el otro lado de la moneda –me dijo ella cerrando el libro entre mis manos–. Ve a ver a tu amigo, y verás lo destruido que está. Ármalo de valor y apóyalo en cualquier decisión que tome sin juzgarlo, sin presionarlo y sin suponer la simplicidad de sus sentimientos, porque así como yo no comprendo lo que pasa por tu cabeza, tú no sabes lo que pasa por su corazón. – Alice estaba allí para empujarme más allá del muro; más allá de mi zona de confort, de mi exilio de las relaciones humanas y mi metafísica existencia: viéndolo todo como elementos aislados e inertes, y no como parte de un todo en constante movimiento. Pagando el café y despidiéndome de Alice con mi número de teléfono escrito en una servilleta, me apresuré hacia casa de Sean. Quizás aún tenía algo de tiempo. Quizás lograría hacerlo entrar en razón, darle un baño helado, par de bofetadas para que despertara de la desesperanza en la que vivía y lo llevaría a rastras al hospital, solo para que me agradeciera después haber estado junto a Ed en sus horas finales. Tenía esperanzas; volvía a creer en la bondad del ser humano y en la veracidad de la doctrina que argumentaba que todos teníamos un propósito para nuestra existencia. Incluso, por un ínfimo instante, reconocí mi papel en la historia de Sean y Ed, y acepté mi rol de mediador, sabiéndome capaz de ser el héroe del día al menos por una vez en mi vida. El momento en el que los viera a los dos felices, sería la cumbre de mi realización personal, incluso si el momento estuviera sumido en una espesa neblina agridulce por la inminente despedida de Ed. Tenía fe; sentía como mi empatía crecía conforme imaginaba un mundo de posibilidades, y ninguna estaba allanada por mi crónica negatividad, pero el agua sangrienta que llegaba a los pies de las escaleras del sótano del edificio de Sean inundó todo ese maravilloso momento de positivismo absoluto. Tragué en seco y mi rostro palideció. Mi espíritu voló fuera de mí, y en su lugar, una sombra negra encontró su asiento sobre mis hombros y se dejó caer sobre mí con todo su peso. Con sus alas negras cubrió mis ojos, endureciendo mi mirada, y apretó mi corazón entre sus garras. ¿Acaso tenía yo corazón alguno?, pues ni siquiera era capaz de palpitar fuera de mi pecho tras divisar el macabro espectáculo. A medida que descendía en las escaleras mis hombros pesaban más. La fuerza de ese ser alado sobre mí me hacía desfallecer. Cuando toqué el agua escarlata un escalofrío rozó mi piel. ¿Me estaba hablando al oído el demonio, o quizás rozaba con su bípeda y nefasta lengua mi cuello? Abrí la puerta y un suspiro se escapó de mi garganta. La puerta del baño estaba entreabierta y la sangre bañaba el apartamento. De haber sido otra persona, quizás no se hubiera atrevido a mirar dentro del baño. Tal vez hubiera llamado a Emergencias tan pronto vio las escaleras o se hubiera movido más rápido intentando evitar lo peor, pero mi demonio me urgía a verlo todo y absolver hasta el más mínimo detalle; dejarlo grabado en mi mente y atormentarme con el recuerdo. Las paredes, de blancas lozas disparejas y recortadas, estaban embadurnadas de la densa sangre, lo que me dejó saber que después de haberlo hecho, se arrepintió; incluso luchó para deshacerlo, pero fue muy tarde. El agua seguía corriendo y la fina cuchilla navegaba junto a la puerta junto a un papel al que ya no le quedaban letras y en el que solo se leía la frase “la verdad es que ya yo estaba muerto”. Me senté en el borde de la bañera y cerré la llave que dejaba caer el fino hilo de agua sobre su rostro, hundido en la bañera. Él estaba descalzo, con un pantalón de denim desgastado y un pullover blanco, ya manchado, pero se veía como un niño pequeño, sumido en el más profundo de los sueños. Su rostro no reflejaba dolor, ni tristeza, ni añoranza, ni culpa. No reflejaba nada, y la “nada” era mejor que cualquiera de aquellos sentimientos. Se respiraba una paz y una liberación en aquel lugar que fue un delito que mi teléfono comenzara a sonar justo en aquel instante. Mi demonio me decía que se entrometía en la calma que emanaba la escena. Ronnie me acogió al otro lado de la línea. –¿Dónde estás –preguntó en un tono autoritario con el cual intentaba esconder su quebrada voz–? Liam dijo que fuiste a ver a Sean. ¿Está contigo? ¿Estás ahí, Vince? ¿Vincent? – –Estoy aquí, pero… – –¡Trae a Sean aquí ahora mismo! – –Ronnie… – –¡Escucha, no importa si está dormido, si está borracho o si ha vomitado hasta lo que comió en el desayuno por el alcohol! ¡Tráelo aquí ahora mismo, Vince! ¡Edward hizo un paro cardiopulmonar! ¡Él está en coma, V! – Su voz flaqueo al pronunciar aquellas palabras. En contraste, la mía se mantuvo igual de inquebrantable cuando le expliqué porqué no podía llevar a Sean al hospital. –Sean se suicidó. –
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