LIAM WADSKIER
No hablo con nadie en el trabajo, apenas le sonrío al perro del vecino.
Mi rutina se ha vuelto monótona, la maldición de todos los miserables como yo. Ni siquiera me gusta verme al espejo, de alguna forma siento asco de mí mismo. Tengo cicatrices, muchas de ellas desperdigadas en toda la longitud de mi espalda. Con la toalla sujeta a la cintura busco algo de ropa; me enfundo en unos vaqueros grises, suéter color vino, zapatillas deportivas. Solo llevo conmigo las llaves y mi tarjeta de débito por si me apetece cenar afuera.
El exterior me sonríe. Las suelas de mis zapatos chocan con las hojas secas de la acera y los colores del ocaso se tornan cálidos, casi nostálgicos. Necesito alejar toda remembranza de Chiara. En este caso la empatía no sirve conmigo, por más que intento ponerme en su lugar y descifrar sus motivos; no puedo hacerlo.
Miro al cielo, avistando pequeños puntos rutilantes colarse entre el velo de la noche. La temperatura de Sídney desciende de forma abrupta.
El océano besa al cielo fusionándose en un añil melancólico. Naranja rojizo, lila suave e índigo pastel se unifican despidiendo la tarde. Cuando atravieso el paseo marítimo en su totalidad, me acerco la primera banca polvorienta del bulevar. El estruendo de las olas no tarda en inundar mis oídos.
Cuando el peso de la culpa se hace insoportable, me gusta venir aquí y quedarme a escuchar el canto exiguo de las gaviotas.
—¿Sabes? —una voz femenina hace volver a tierra—. No te había visto tan pensativo desde el estreno de Avengers: End Game.
Una risita corta trepa las paredes de mi garganta.
—Cierra la boca.
—Me dueles, Wadskier.
—¿Qué haces aquí?
—Ehm… —deja los lápices de colores sobre su regazo, mirando alrededor—, esta plaza es pública. Puedo venir cuando se me antoje. ¿Desde cuándo tengo que pedirte permiso?
Levanto las manos en señal de paz.
—Bueno perdón, señora yo hago lo que se me venga en gana. En fin, poniéndonos serios…, ¿has visto a Gareth? —interrogo arqueando la ceja derecha—, necesito conversar con él.
Sus enormes ojos cafés me miran desafiantes; no me pasa desapercibida la incomodidad que siente y demuestra con ademanes torpes.
—Está de guardia en el hospital.
Mi ceño se frunce profundamente. Algo me dice que hay algo anormal en el rostro de Bradshaw.
—¿Cassandra?
—¿Sí?
Me permito estudiar la cantidad excesiva de maquillaje que trae puesto, ¡parece yeso!
—¿Estás bien? Noto algo… —estudio sus rasgos faciales—, diferente. ¿Todo bien?
—Gracias, hoy me bañé.
Entorno los ojos a los nimbostratos rojizos del cielo.
—Eres increíble.
—Gracias —repite.
Ruedo los ojos y de mi garganta brota una carcajada seca, carente de humor. A la par, absorbo cada gota de ingenuidad.
—¿No sabes la definición de sarcasmo? Dios, eres tan ilusa.
Cassandra suelta el lápiz de golpe.
—¿Disculpa?
—No te disculpes —masajeo la parte posterior de mi cuello—, no es tu culpa.
—¿A eso viniste?, ¿a insultarme? —Una ceja suya se arquea al cielo. —Cállate y déjame terminar esto.
—No se diga más.
—¿Por qué eres tan pedante y bipolar?
—No sé, reina —encojo los hombros—, es un don.
—¿Quieres callarte de una vez?
Suelto carcajada mientras niego con la cabeza. No digo nada, ambos quedamos frente al atardecer.
—¿Quién está buscándome conversación? Sin ofender, preciosa, pero la que empezó fuiste tú.
—Olvídame, Wadskier. Vete por dónde has venido.
Cass concentrada en el dibujo luce adorable. No desaprovecho el momento y me permito barrerla de pies a cabeza: lleva una falda color mostaza hasta los talones, un suéter de licra del mismo color y unas sandalias bajas trenzadas. El amarillo le queda muy bonito, no puedo negarlo.
Le da un sorbo a su botella de agua antes de preguntar:
—¿Cómo te está yendo?
—No me quejo.
No puedo evitar sentirme mal.
Hace una semana fue mi pañuelo de lágrimas, y hoy quiero aparentar que soy una muralla impenetrable cuando no es así. No me malinterpreten, usualmente no soy una persona débil. Solo… lidio con los problemas a mi manera.
—A mí no me engañas, sé que estas destrozado —desvía la mirada cruzándose de brazos. Se pierde en el vaivén de las olas a la distancia—. Pero está bien, no voy a obligarte a hablar.
Recojo una piedra del suelo, la aviento al océano y alborota un cúmulo de gaviotas.
—Quiero agradecerte por quedarte conmigo en Suiza —me sonríe de vuelta enseñándome sus dientes perfectamente alineados—, bueno, también a Lydia e Isabella —añado reparando sus expectantes ojos cafés.
A excepción de mis abuelos paternos y mi hermano menor, no tengo a nadie más.
—No tienes por qué darme las gracias —menciona estrujándose los ojos. Un pequeño quejido se filtra por su garganta. —Sé que no estabas en condiciones de encargarte de eso.
Le cuesta moverse.
—¿Estás bien?
—Siempre lo estoy.
Una ventana de silencio se abre entre nosotros, la brisa arrastra las palabras al vacío.
A diferencia de nuestros días universitarios, nos hemos vuelto distantes. Su relación con Gareth y la mía con Chiara influyeron en nuestra amistad. Hasta cierto punto fue lo mejor. Tal vez no pudimos forjar un cimiento de confianza y nos volvimos dos desconocidos después de la graduación.
Pero lo hice por Cassandra… no quise destruir su realidad. Un parpadeo lento trae empatía a mi rostro y una nueva idea traspasa mi cabeza, de inmediato pienso en el Café Montmartre.
—Cassie, ¿tienes planes para esta tarde?
Al ponerme en pie, le ofrezco mi mano en un gesto caballeresco y, habiendo guardado todo en su mochila, acepta el gesto. Ahora está sonriéndome. Si tan solo supiera los estragos que logra en mí cuando sonríe y le da color a la densa oscuridad.
—Ninguno, ¿por qué?
—Quiero mostrarte un lugar... mi lugar secreto de la ciudad.
Veo el signo de interrogación en sus ojos. Hermosos ojos ambarinos, pintados de misterio y teñidos de muerte súbita.
—No creo que sea buena idea.
—¿Qué? —la sombra de una sonrisa se me dibuja en los labios—. ¿Te lo prohibió Gareth?
Menea la cabeza.
—Nada de eso. —Me regala una sonrisa genuina.
¿Está bien si digo que su sonrisa es el antídoto para el dolor? ¿Cómo es posible que Cassandra sonría aun cuando el mundo se despedaza?
—¿Entonces? ¿Cuál es el problema?
Sin más preámbulos, nos echamos a andar bajo la luz de los faroles. La fragancia dulce de los frangipanis caídos adormece mis sentidos, el extenso bulevar está repleto de ellas. En contraste, los colores del arrebol han sido reemplazados por oscuridad y diminutos puntos empiezan a titilar en el firmamento.
El tono del celular de Cass me saca de mis cavilaciones.
—¿Hola? —se aleja la bocina del móvil a varios centímetros del oído—. ¿Es realmente necesario? Te dije que lo sentía, ¿podemos ir mañana? —un grito al otro lado de la línea—. ¡Pero no tienes por qué ponerte así! —se apresura a decir, sonando bastante desesperada. —Tranquilízate, por favor.
Consigo oír un lejano, «después me encargaré de ti». De inmediato se encienden las alarmas. Un mal presentimiento recorriéndome de pies a cabeza; quiero saber, pero equivaldría a meterme su vida personal y… Cassandra detesta eso.
—Casi llegamos.
No se mueve, sigue estática, la mirada fija en su celular.
Desde la puerta del Café Montmartre volteo a verla; para mi sorpresa, escasas lágrimas empiezan a deslizarse por sus mejillas. Nuestros ojos se encuentran y, a la velocidad de la luz, retira las gotas salobres con la manga derecha del suéter. La intriga empieza a devorarme, ¿acaso existe alguien capaz de hacerle daño?
—¿Pasó algo?
Corta la llamada. Su mandíbula tiembla y a juzgar por el enrojecimiento que tiñe sus facciones, está molesta.
—Descuida, estoy bien.
Asumo que ha discutido con Adam, su padre. Ella da importancia excesiva a la opinión de ese energúmeno. Él, por su parte, no hace más que destruirla con críticas mal infundadas. Las críticas negativas no hacen fuerte a nadie.
—Cambiando se tema—arrincona el exceso de agua de su pómulo y mentón con la manga del suéter—, no sabía la existencia de este lugar. Es precioso.
Aunque sonríe, no transmite la misma magia y eso me llena de preocupación.
—Eres la segunda mujer que traigo a este lugar.
El rótulo desvaído de la entrada nos recibe. Al traspasar el umbral, es cómo si todos los relojes se hubiesen detenido, ¡cuánto he echado de menos este lugar! Hay sitios que congelan y evocan memorias, zonas específicas que se transforman en estatuas vivientes de sucesos que deseamos olvidar.
—¿Segunda? —cruza los brazos. Me juzga con la mirada mientras enarca una ceja—. Déjame adivinar: Chiara.
—La primera fue mi abuela —confieso antes de tirar de su mano y conducirnos a una mesa vacía—, malpensada.
—Liam... —llama mi atención.
—¿Qué?
—¿Robando las frases de Troy Bolton? —la sombra de una sonrisa esculpe su rostro cándido. —Eso es plagio. ¿Qué clase de ridículo cliché te crees?
—Ya desearas tú ser Gabriella Montéz.
Sus ojazos almendrados me escudriñan con diversión.
—No mi rey, deseara esa mojigata ser yo —vocifera con arrogancia—. Hey, ¿puedo preguntar algo un tanto personal?
Por el tono de voz que utiliza, asumo intenciones de trasfondo.
—Ya lo estás haciendo, cerebrito.
Pone los ojos en blanco.
—Sabes a que me refiero.
—En ese caso, dispara.
—¿Por qué nunca mencionas a tus padres en nuestras conversaciones? —curiosos ojos pardos me interrogan. —Siempre omites o desvías el tema. Quitémonos las máscaras, alguna razón debe haber.
Mis ojos intercalan la fémina y los aperitivos de Montmartre.
—¿Por qué hacerlo? Me procrearon dos alienígenas y vengo de Kriptón.
—Wadskier… —me insta a seguir hablando.
—No hay nada que saber de ellos.
—¿Por qué siempre das las mismas respuestas? —protesta haciendo ademanes extraños.
—¿Por qué siempre haces las mismas preguntas?
Cassandra se sorprende, pero no le da tiempo de reaccionar. En respuesta, me alborota el cabello despeinándome en segundos. Enhorabuena, no está enojada.
—¿Lo qué dijiste en Suiza era en serio?
—Dije muchas cosas allí, Cassie. Especifica porque no recuerdo la mitad de ellas —me acaricio la barbilla haciéndome el interesante.
Sé con exactitud a que se refiere. Lo que pedí allí fue real.
—Tu dijiste que... bueno —el celular nos interrumpe de nuevo, cuelga la llamada devolviendo al fondo del bolso—. Sé que me arrepentiré de esto —susurra lo suficientemente alto como para que mis oídos la escuchen.
—¿De qué te arrepentirás?
La carta del menú arriba a nuestra mesa, le sonrío a la mesera que me guiña el ojo.
—Olvídalo.
Guardo silencio. Sé más cosas de Cassandra de las que me gustaría admitir; fui cómplice de una gran mentira. Cada día me torturo con esa decisión. Es cuestión de tiempo, la bomba estallará y cuando suceda, solo habrá escombros y dolor…
—Juegas con fuego —relamo mis labios—. Me atemoriza pensar mal, pensar que alguien está haciéndote daño.
—¿Qué disparates dices?
Me mira con suspicacia.
—No puedo decírtelo —hago mías sus palabras.
El olor a café en polvo inunda mis fosas nasales, las galletas recién horneadas se ven crujientes detrás de las vitrinas. Una pila de libros forma un árbol a nuestras espaldas. Yo pido un Latte extra grande y ella un Machiatto. El antiguo candelabro emite luz tenue.
Ahora que la luz ilumina el rostro de Cassandra, percibo algo aterrador. Mientras pasa tranquilamente las páginas del libro que acuna entre las manos, las protuberancias en los pómulos empiezan a contar su historia. Una que temo leer con mis ojos. Bolsas oscuras bajo los ojos, moretones violáceos en las mejillas y un corte en el labio bien disimulado con labial rojo.
¿Por qué no me di cuenta antes? Hundo los dedos en el cabello, rebobino y concluyo que esconde las marcas de violencia doméstica con kilos de maquillaje.
Cuando se le escaparon las lágrimas hace un momento, su antifaz dejó al descubierto la verdad tras la máscara. Una daga filosa me atraviesa y no puedo evitar sentirme enfermo. Boquiabierto, acerco la mano a su mejilla brindándole calor. No le da tiempo para apartarse. Me llevo una desagradable sorpresa al sentir raspones en su piel. En ese instante aleja el rostro emitiendo un quejido de dolor.
El corazón se me deshace en pedazos.
No puede estar pasando.
Él prometió no hacerle daño.
—¿Quién te hizo esto, Cassie?
***
11 DE MAYO 2014
FRANKFURT, ALEMANIA
—¿Ya le echaste un ojo a las de primer año?
Los ojos de Gareth Cadwell intercalan a todas las féminas frente a nosotros. No voy a ponerme una venda en los ojos, hay rubias, pelirrojas, castañas; todas son hermosas a su manera. Doy un sorbo largo a mi refresco.
Una enorme fogata crepita en medio del bosque. Hay cervezas por doquier. A petición del comité universitario, la bienvenida a los nuevos estudiantes se organizó en las afueras de Frankfurt. Aunque no estuve de acuerdo al principio, desde el punto de vista lógico fue la mejor decisión. El año pasado, mi año de ingreso, la policía tuvo que intervenir cuando cosas se pusieron feas.
Una persona murió esa noche.
—¿Qué tienen de especial?
Cuestiono, encogiéndome de hombros.
—La pregunta, querido amigo, es… —tras un trago largo de whiskey, formula otra pregunta—: ¿qué tiene de especial una? Soy hombre de intereses definidos, si quiero a una persona pues…, la tengo y ya.
Los vivaces ojos de Gareth miran a través de las soflamas, una expresión sádica y perversa se adueña de sus acciones mientras saborea el licor. Sigue bebiendo como si fuese una especie de condena eterna, al cabo de unos instantes vuelve a mirarme.
—¿Sabes cómo se llama aquella chica de allá? —Con la mano que está sosteniendo la botella, señala a dos muchachas al fondo.
De inmediato mi sentido de la vista reconoce dos siluetas.
—¿Cuál de las dos?
—La de cabello lacio —se relame los labios—, ¡dios! Me topé con ella en la biblioteca y sonará de locos, pero no he dejado de pensar en ella. La pido para mí, es bellísima.
Mis dedos se mueven inquietos mientras guardo la imagen de ella en mi cabeza. Se llama Cassandra, o al menos eso escuché decir a Jack.
—¿Para que la quieres, Gareth? Si no sabes valorar a nadie y, te empeñas en resolver todo a golpes. No malinterpretes lo que estoy diciendo porque no estoy ni remotamente interesado en ella. Lo que digo es… —suspiro, muy a mi pesar—, mira lo risueña e inocente que es. Por favor, no destruyas eso. No la destruyas por un capricho tuyo. ¿Por qué hacerle daño?
—¿Por qué le haría daño? —Murmura con una tranquilidad increíble.
—¿Estás de broma? —mis ojos caen nuevamente sobre Gareth—. Destruyes todo a tu paso, Cadwell. Eso aplica a objetos de muchas formas y tamaños, pero, en especial, a personas vulnerables.
La luz naranja nos da de lleno en el rostro cuando la brecha silenciosa se abre paso entre nosotros. Tras acabar la cerveza con Bring Me to Life de Evanescene al fondo, Gareth cruza los brazos sobre el pecho y finalmente bufa, riéndose con total sarcasmo.
—Nada de qué preocuparse, Liam —una curva diabólica tira de sus labios—, prometo no hacerle daño.