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Juego de Identidades

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Blurb

Tras permanecer sesenta días en cautiverio, el cuerpo convaleciente de Cassandra Bradshaw hallado al fondo de Las Gargantas de Verdón en Francia. Cuando finalmente despierta del limbo de la inconsciencia, un joven detective arriba al hospital donde fue recluida. Sin embargo, la entrevista revela que la chica ha olvidado el rostro del captor.

Con ayuda de un pequeño círculo de amigos, poco a poco va superando el terror y la zozobra que de forma constante la consumen. Todo parece ir viento en popa hasta que, seis años más tarde, el mal toma forma humana.

¿La mente de Cassandra será lo suficientemente fuerte para derribar los muros de contención que asedian sus tortuosos recuerdos?

¿Podrá recordar antes que el arrebol traiga consigo la noche y con ella su muerte?

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Prólogo
16 de mayo de 2020 Interlaken, Suiza. CASSANDRA Con un par de trazos finales, el pétalo del ultimo girasol queda perfecto. No sé si se trata de una epifanía divina, pero llevo varias semanas soñando con campos de girasoles… cientos de ellos. Sin embargo, lo que comienza como una diapositiva luminosa, termina opacado por un arsenal de serpientes enroscándose a los tallos..., también se cierne a la mano izquierda de una persona sin rostro. Doy un respingo hondo y pesado cuando las cavilaciones proféticas empiezan a afectar mi productividad cerebral. Alejo el block lo suficiente. En retrospectiva, la imagen frente a mis ojos es bastante sombría y deprimente. Básicamente, refleja el ciclo vital de la flor del sol: nacimiento, vida, muerte. Satisfecha con el resultado, alcanzo mis lápices de colores y deslizo la cera compacta sobre la hoja del block. No soy experta en la materia, he de admitir; pero el dibujar es un pasatiempo que he tenido desde muy niña. Hago acopio de la taza que tengo en frente y el vaho empaña los cristales de mis gafas. Me obligo a quitarlos un momento. Sorbo otro poco de café mientras voces externas interactúan entre sí. Mi mejor amiga, Isabella, parlotea sobre la posibilidad de mudarse a Sídney. El papá de Isa, abrió una nueva sucursal en Australia y, aunque no está contenta con la decisión, es una buena forma de sentar cabeza lejos de la familia. Lo digo por experiencia. Australia es un buen lugar para empezar de cero. Al obtener el título de psicología, recibí una oferta del Greenwood Park, el hospital más prestigioso de Sídney. Anteponiendo mi bienestar emocional acepté la oferta. Digamos que…, después del secuestro las cosas cambiaron. Me cambiaron. De adolescente tuve inseguridades sobre mi capacidad de dar a los demás y, sin duda, esa eventualidad las acrecentó todas y cada una de ellas. El silencio me consume, mi mente empieza a divagar. Me atrevo a decir que estoy ausente del mundo pese a estar rodeada de la corte nupcial. Por suerte, Liam Wadskier redirige la conversación a la estabilidad económica del país, también la diversidad en la fauna y belleza floral. A pesar de mi interés genuino en ayudarle, soy incapaz de mantenerme concentrada. Los tres coincidimos en el campus universitario, cursamos estudios superiores en Frankfurt, Alemania. Sus discusiones sin sentido aligeraban las preocupaciones de todos; si bien son agua y aceite, están esforzándose por llevarse bien. Oprimo los labios en una línea fina mientras mi corazón se dispara en latidos irregulares. No quiero estar aquí. Poco a poco me hundo en mi propia miseria. Lo Alpes suizos se alzan de forma majestuosa ante mis ojos. Niebla densa colándose entre las rocas y montañas majestuosas; cabañas pintorescas de ensueño, pinceladas suaves de nieve sobre las sierras irregulares. La fragancia a humedad, silbido de las ramas. El barbullo del viento. Todo esto es tan… familiar. ¿Has oído hablar de los déjà vu? De repente, y por más que deseo prestarle atención a Isabella, no puedo hacer más que hundirme en mis tortuosas reminiscencias. O al menos un tercio de ellas. Miedo es lo único que recuerdo haber sentido. La pregunta sigue siendo la misma: «¿por qué me escogió a mí?». Soy una chica buena, desde que tengo uso de razón he tomado buenas decisiones. Todas, a excepción de esa noche. No debí alejarme tanto del campamento… si tan sólo… dios, ¿a quién quiero engañar? ¡Soy la única culpable! —¿Cassandra? —la voz áspera de Wadskier me golpea con b********d. —¿Te sientes bien?, ¿puedes oírme? Te ves terrible; vayamos a dar un paseo. No muevo ni un solo músculo. Trago duro. Una capa fina de sudor me recubre, mis manos se frotan contra la tela de los tejanos que llevo puestos. Las palabras son arrancadas de mi boca, no puedo pronunciar ninguna. Mis ojos curiosos recorren la estancia y no avisto una tercera persona, ¿en qué momento Isabella abandonó de la habitación? —Hey, Cass —la voz es lejana, manos palmeando mis hombros rígidos—, en serio estás asustándome. Ni siquiera tengo la valentía de conectar mis ojos con la suyos, temo que pueda ver a través de ellos. Siento una fuerza externa cerrarme la garganta, el oxígeno no llena mis pulmones del todo. La temperatura corporal se agolpa en mi rostro y orejas. El esfuerzo que pongo al mantener las emociones a raya me destroza por dentro. Un pitido incesante… mis párpados se cierran con fuerza. De pronto me transformo en estática pura, soy una oleada de terminaciones temblorosas. Mi pecho punza con una ferocidad aterradora y un sonido agudo se me escapa de los labios. —¡Por el amor de Dios! —dos brazos me zarandean repetidas veces—, ¡Cassandra!, ¡respira! ¡Respira conmigo! De repente, toda la habitación se transforma en un laberinto infinito. Una montaña rusa me lleva, las paredes se mueven, siento que, poco a poco, van cerrándose. La bruma empaña mi visión, hay exceso de agua acumulada en ella. Las manos de Liam abandonan mis hombros y ahuecan mi rostro en un gesto tranquilizador; sus labios musitan palabras reconfortantes. Sin embargo, oírle es tarea imposible. Mis tímpanos zumban. Al cabo de unos cuantos segundos, un par de brazos luchan por sostenerme y no dejarme caer al suelo. El contacto de piel a piel quema. Forcejeo como loca, ¡no quiero que me toque! En ese instante, entrecierro los ojos y se cuela la imagen viva de un hombre sin rostro junto a una estruendosa risa macabra. No sé en qué momento mis uñas se clavan a los brazos de Wadskier. ¡Quiero gritar a todo pulmón!, pero, por más que quiero… me es imposible hacerlo. Un torrente de lágrimas serpentea mis mejillas cuando la realidad me golpea: no puedo respirar. Toneladas de piedras y agujas instalándoseme pecho. Quienes sufrimos ataques de ansiedad somos “locos” y “exagerados” ante la perspectiva ignorante de la sociedad actual. La mayoría alega que, los trastornos psicológicos son mentira y tienen como fin llamar a atención de todo el mundo. Sin embargo, es más complejo que eso. ¿Quién anda por ahí sintiéndose triste, asustado o deprimido porque quiere? Los labios del hombre se abren, leo pánico en sus expresiones, pero aun así sigo sin decodificar las palabras. La ansiedad me sobrepasa, ni hablar del terror y la frustración de sentirme impotente. Vuelvo acerrar los ojos… jadeo para conseguir algo de aire, sin embargo, fracaso terriblemente. Liam no ha dejado de hablarme, gracias a él no me he movido de lugar; durante mi última crisis corrí kilómetro y medio. No es algo que controle, solo sucede. De repente mi mano empuña la tela de su camisa, la mitad del bíceps izquierdo con la otra. En ese momento, su frente colisiona con suavidad contra la mía. Sus pulgares trazan caricias dulces… mis mejillas empapadas de agua salada. No hago más que aferrarme a Liam como si no hubiese un mañana, como si de eso dependiese mi existencia mísera. En respuesta, ancla un brazo a mi cintura enganchándome más a él. La mezcla jabonosa, colonia y loción de afeitar inunda mis fosas nasales, una conmoción abrumadora e intensa me trae de vuelta. En algún momento inclino la cabeza, de modo que mi frente queda presionada contra su mentón. —Eso es, Cassidy —un beso es depositado en el nacimiento de mi cabello—. Respira conmigo, estás haciéndolo bien. Le hago caso, me permito aspirar cortas bocanadas de oxígeno. Inhalaciones y exhalaciones lentas, acompasadas. Una y otra vez. Sus brazos cubiertos por un suéter de lana color vino se ciernen a mi alrededor. La calidez se torna indescriptible, tranquilizadora. Nunca antes había colapsado frente a una persona, siempre he lidiado —desde el silencio—, contra esas voces demoníacas que me gritan: «¡Cobarde! ¡Acaba con todo! Le harás un favor al mundo». Un último sollozo se me escapa. —Estoy contigo, Bradshaw. No estás sola —caricias tranquilizadoras son desperdigadas en mi cabello—. Vamos, una vez más, inhala —insiste, obligándome a absorber oxígeno—, exhala —suelto el estrés depositado en mis pulmones. No sé qué demonios está haciendo Liam, pero su treta funciona. El pulso latente en mis oídos disminuye, sosiega mis miedos de forma sorprendente. El mundo ralentiza su marcha luego lo acelera, no sé cuánto tiempo pasa; se siente eterno y a la vez rápido. Poco a poco voy siendo consciente de mi misma. Cuando cumplí ocho años mamá dijo por primera vez: «La vida es una competencia de surf. Los surfistas caen, se levantan, siguen. Si algún día caes, toma el tiempo que necesites, pero sigue adelante; nunca permitas que el temor que convierta en su prisionera». También solía advertirme de la “libertad adolescente”; ya sabes, esa etapa de la vida donde te crees superior. Los amigos, los noviazgos clandestinos, las fiestas. En aquel entonces no presté atención a sus consejos, para ser honesta me importaban muy poco. A diario pongo empeño en enmendar el daño psicológico que amenaza con hacerme trizas. ¿Quieres saber por qué? Crecí en Porto Moniz, un pequeño pueblo de Portugal donde las oportunidades profesionales son nulas. Mi hogar es fragmentado. Papá es mitad estadounidense, actualmente reside en un bonito condado de Utah con su otra familia. Yo vivo con mi madre, Leila Da Silva, repostera en ascenso y su esposo es hortelano, el más demandado de la isla. En enero del 2014, Adam —mi padre—, me obsequió un boleto de avión con los gastos pagos a Gorges Du Verdon, Francia. ¿Crees en los sueños disfrazados de impávidas pesadillas? Yo no, al menos no hasta la cuarta noche del campamento, la noche que cambió mi vida. Ahí sucedió algo… horrible. Una experiencia que me rehúso a recordar. Las vivencias del cautiverio están enterradas en los confines de mi mente y, con ellas, el rostro de mi captor. Cuando obtuve mi título universitario creí que la vida seguiría su curso. Decidí estudiar psicología para, no sé, ¿comprender la mente humana? Fue un camino difícil, los ataques de pánico empeoraron con el paso de los meses; recibí ayuda psiquiátrica durante un tiempo. No obstante, después de seis años de lucha constante y, contra los malos pronósticos, conseguí graduarme. Ahora resido en un pequeño apartamento en Sídney. Mis amigos desconocen la historia y quiero que se mantengan al margen, los quiero fuera de este embrollo. Después de una eternidad, la voz del australiano rasga el silencio: —¿Estás bien? Los irises lapislázuli de Liam me escudriñan con atención. La vergüenza no tarda en matizar mi piel, el calor aumenta, odio exponerme tanto a una persona. —Gracias —trago grueso—, ahora lo estoy. Sus brazos me abandonan con una lentitud dolorosa. —¿Qué fue eso? —Síndrome del mal de montaña o como se llame —miento como la experta que soy, haciendo un ademán despectivo con la mano—, sufro vértigos y soy asmática. Deberías saberlo. El alivio pinta sus facciones y de seguro también las mías. A petición del detective del caso, nunca he hablado esto con otra persona. —¿También esa crisis era concurrente en la universidad? Aún en el piso y con la pared a mis espaldas, recojo las piernas lentamente. —Disculpa, ¿dijiste algo? —¿Das por sentado que soy estúpido? —Pregunta, está vez cruzándose de brazos. —Bueno, en teoría… Sí. Me las arreglo para sonreírle. Ahora sus manos se apoyan al ras de sus caderas estrechas. La tela del cardigán de Liam es insuficiente, mi vista se pierde en las ondulaciones de sus bíceps. Ahora que lo pienso, jamás lo he visto sin camiseta; ni siquiera en los partidos de fútbol de la universidad. Tal vez me quedo mirándolo mucho tiempo, de pronto la diversión pinta su sonrisa. A este punto mis mejillas arden como el infierno. —¿Qué es tan gracioso? —Exijo saber. Se queda callado por un momento. Luego menea la cabeza mientras pliega los labios en una línea, una agrietado por las bajas temperaturas. —Nada es solo que… Sus irises lapislázuli vuelven a anclarse a los míos. —¿Que…? —Con señas, le animo a que termine la frase que ha dejado a medias. —Vamos Liam, no muerdo. —No sé si te lo han dicho antes, pero tienes una bonita sonrisa. Me atrevería a decir que, en ti, es la máxima expresión de arte. —¿Gracias? —Pregunto en agradecimiento, divertida. —¿Debo tomármelo como un alago o un insulto? De cuclillas frente a mí, otra mueca socarrona y sarcástica tira de sus labios al darme una botella de agua. —¿Por qué siempre pretendes arruinarme la vida, Bradshaw? —Es mi súper poder. —Insoportable es lo que eres —dice Liam al cabo de un momento. Haciéndome la ofendida, pongo los ojos en blanco sin poder desdibujar la expresión de alegría. —¿Lo soy? —un almohadón es aventado, de mi parte, en su dirección—. ¿Cómo Chiara te soporta? Aunque —me reajusto las gafas sobre el puente de la nariz—, la pregunta correcta es: ¿por qué te soporta ella a ti? —Oh, ya sabes, los opuestos se atraen. Mi nariz se arruga. —Las matemáticas no son lo mío —apunto. Liam sonríe frente a mí y luego blanquea los ojos. —¿Matemáticas? Cassandra Sophia, ¡es física! —Sí, como sea. Ya vez porqué escogí la rama de humanidades, ¿no? Nada de números es igual a felicidad. El rubio se lleva la mano al mentón con una atípica expresión de estar recordando algo y, segundos después, vuelve a hablar: —Por cierto —Wadskier golpea sus labios con el dedo índice—, quería preguntarte algo. ¿Cómo van las cosas con…? En ese instante, una ráfaga de viento gélido se filtra a través de las cortinas. Me abrazo a mí misma como único remedio para preservar el escaso calor corporal. Incorporarme para ayudar a cerrar las ventanas resulta en vano, por desgracia, mi cuerpo sigue sin responder del todo. ¡Odio en sobremanera sentirme así! El desvanecimiento entremezclado con aturdimiento y confusión momentánea amenaza con hacer de mi vida un infierno. Por suerte, soy buena ocultando cosas. —Otra así y no la contamos, ¡está helando! ¿Sabes? Creo que nevará. —No me digas. —Mis cejas se alzan para condimentar el sarcasmo implícito en mi voz. El rubio atraviesa la habitación y, de espaldas a mí, empieza a desempacar doritos. No, espera, son calcetines… ¡y apestan a queso rancio! —Tu ironía es cosa de otro mundo. Y como si estuviésemos en el jardín de infantes, me saca la lengua. —Madura, Liam —me muerdo el labio inferior—. Como sea —meneo la cabeza—, ¿qué ibas a preguntar hace un momento? —Oh, bueno. No sé cómo preguntarte esto, así que sólo lo haré. ¿Gareth y tú van en serio? La curiosidad palpante no me es indiferente, Liam siempre ha cuestionado mi relación con Cadwell. Tiene sus razones, eso lo entiendo; pero ¡sorpresa!, esta es mi vida y yo decido que hacer con ella. —Muy en serio. —Pero… —su ceño se frunce profundamente—, ¿por qué? Digo, sin ánimos de ofender, Gareth no te quiere, ¿cuándo te vas a dar cuenta? Mis cejas se alzan en condescendencia. Simulo dispararle al Wadskier con los dedos índice-anular de la mano derecha. —Directo y al grano. Lo veía venir. Ya siendo dueña de mi cuerpo, me incorporo lentamente. La consternación que siento empieza a socavarme por dentro, no soporto que hablen mal de Gareth. La gente debería respetar eso. Avanzo hacia la puerta a paso lento e inseguro, pero la voz de Liam me detiene. —No puedo evitar preocuparme por mis amigos, en especial si se trata de ti. Empuño las manos, lo encaro de frente. —Estoy bien. —No, cariño. Estás lejos de estar bien. —Dice, situándose frente a mí. Le doy la espalda en un intento por apaciguar la rabia que llevo por dentro. —Bien, bien; lo que tú digas. Voy a dar una vuelta. —¿Y los moretones que vi en la fiesta de la playa? —me susurra al oído. —¿Sanaron? «Finge demencia, no permitas que se entere.», advierte la mini Cassandra malvada sobre mi hombro izquierdo. —¿Y eso a ti que más te da? He de admitir, esa pregunta jamás la vi venir. ¿Qué puedo decir al respecto? Mientras ideo una excusa rápida-creíble, me enfrento al color extraterrenal de sus ojos azules. Las bisagras de la puerta y el crujido de la madera interrumpen el enunciado de mi interlocutor. La imponente Chiara hace acto de presencia. —¿Qué está pasando aquí? —el acento italiano llena la instancia. Sus intensos irises transparentes me miran con desprecio, luego intercalan a su prometido: —Llevo veinte minutos buscándote, amor. Nuestra sesión fotográfica empieza en diez minutos. ¡Date prisa! No puedes ir en estas fachas, tienes que arreglarte. Liam rueda los ojos dándome una mirada reconfortante. Se frota la cara al punto de casi arrancarse la piel. —Ahora no —gruñe—, no es un buen momento. Chiara Veratti oprime los labios en una línea fina. Sus tacones golpeteando la madera rústica de la habitación desentona horriblemente con el resto de su atuendo: un enterizo de satín dorado y una chaqueta de cuero n***o. Cabello peinado en ondas suaves, maquillaje perfecto. Me siento tan pequeña frente a ella que, por acto reflejo, entrecruzo los brazos sobre mi abdomen. No soy una chica delgada, tengo inseguridades como la mayoría de las personas y mi cuerpo no es precisamente de supermodelo. Si bien estoy contenta con mi aspecto físico, en circunstancias como esta me siento un bicho raro. —Pero amor, tenemos nuestra sesión de fotos en unos minutos y… ¡mírate! ¡Pareces un pordiosero! Wadskier le da una mirada furtiva, pero juguetona. —Oh vamos —alza el brazo para olfatearse la axila izquierda—, hace dos días que no tomo un baño. ¿Nuestro matrimonio sigue en pie? La chica encadena los brazos al cuello de Liam, besándole la puntita de la nariz. —Tontito. —Dame un minuto —pide— estoy hablando con Cassandra. De nuevo las miradas reposan sobre mí. Un nudo de ansiedad se forma en mi garganta. —Oh, ¿qué tienes que hablar tú con —sus vivaces irises me barren—, ella? Camino en dirección a la puerta. ¡Esa mujer es una vil arpía! ¿Cómo hace el papel de novia enamorada cuando ni siquiera va a contraer nupcias? ¡Dios!, ¡qué hipócrita! ¿Por qué me presté para algo así? Liam y yo no somos mejores amigos ni nada por el estilo, pero creamos un vínculo especial en Frankfurt. Digamos que nos llevamos bastante bien, aunque sepamos poco —nada— de la vida personal del otro. Mejor así, hay cosas que no pueden contársele a todo el mundo. —Eso no te incumbe, Chiara. Hazme el favor y deja de meterte en lo que no te importa. La agresión de mi respuesta de a Liam boquiabierto. —Amor —dice ella—, ¿escuchaste algo? Me parece haber oído un ladrido o algo así. —¿¡Me estás diciendo perra!? La italiana se encoje de hombros. —Lo dijiste tú, no yo. Tengo intenciones de estamparle un puñetazo en la cara, pero no lo hago. Sé que mi cuerpo sigue convaleciente por el ataque de ansiedad. —¿No tuvieron suficiente rivalidad en la universidad? ¡Por un demonio!, ¡maduren de una vez! Tras un largo silencio de parte de las dos, Liam se marcha de la habitación. Ojalá entrase alguien en este momento, ¡Michelle!, ¡Isabella!, ¡cualquiera de las chicas! ¡Es que la incomodad me sobrepasa con creces! No puedo respirar. Cierro los ojos e inhalo profundo, repito la acción. Soy vagamente consciente de la presencia de la italiana, yo… quiero estar sola. Aunque la soledad es el peor de los venenos. —¿El plan sigue en pie? —Chiara pregunta con tranquilidad, como si se tratase de la cosa más normal del mundo. —No quiero fallos, es una advertencia. El nerviosismo detona mi sistema entérico porque no hay marcha atrás. Trago duro. ¿Por qué accedí a meterme en este lío? —Sí, aún sigue en pie. —Bien —sus ojos me estudian—, por favor no lo arruines. —Acepté porque no me dejaste alternativa, Chiara; no te confundas. Tú y yo no somos ni seremos amigas. La rubia carcajea en mis narices. —Es increíble —enfatiza, peinándose los rizos con los dedos—, realmente increíble el poder que ejerce el chantaje en una persona de mente débil como tú. Aunque quiero defenderme y llevarle la contraía, no cuento con el ánimo suficiente para hacerlo. No creo en el karma, pero sé que en algún momento la vida se encargará de devolverle el mal que ha hecho.

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