LIAM
Eddy Avenue Florist, la cadena de floristerías más grande de Holanda, tiene sucursales ubicadas en Sídney, Adelaida y Canberra. El magnate la cabeza es Trevor Zehrfeld, el padre de Isabella. Para muchos el trabajo soñado, no para mí.
Detesto todo tipo de flores.
Si de esteticismo hablamos, son ornamentos preciosos al ojo humano. No obstante, con ellas revivo el funeral de mis padres. Siendo honesto, trabajo aquí porque me da para comer y necesito pagar deudas. ¿El problema? Llega un momento del día donde la culpa que me carcome por dentro.
Un pesado suspiro abandona mi cuerpo, sigo mutilando los últimos tallos del rosal blanco que arribó a la tienda hace unas horas. Uso mascarillas quirúrgicas, ¿motivo?, mi nariz procesa el aroma de las rosas como perfume barato de cementerio. Corto las tiesas hojas con la tijera. Chiara prefiere las gladiolas, tal vez por eso soy más condescendiente con ellas.
—Hola, esclavo. Te traje rosquillas.
—No tengo hambre.
Sin tomarme la libertad de decirle buenos días, sigo en la faena.
—Uy —refunfuña, quitándose los lentes de sol—, el día amaneció potente.
—No estoy de humor, Isabella. Déjame trabajar en paz; mientras menos hables más rápido terminaré.
—¿Qué sucede contigo?
Se echa el cabello hacia atrás para atárselo en un desastroso moño.
—Trabajo, eso sucede. Por eso tu padre me paga, ¿lo olvidaste?
—Vete al infierno, Wadskier. Últimamente no se puede dialogar contigo. Si Chiara te dejó vestido y alborotado, no es argumento válido para descargar tu frustración con la humanidad. ¡Dios!, ¡los hombres son insoportables en el sentido completo de la palabra!
—¿Por qué…? —alzo las tijeras de podar con la intención de lanzárselas, pero me contengo. —¿Por qué no me haces un favor?
Ojos vivaces me sonríen entre el caos.
—El que necesites.
—Lárgate.
Los adjetivos idóneos para calificar un trabajo que jamás pensaste hacer: tortura, martirio, y suplicio. ¡Es frustrante dedicar horas a algo que no gratifica! Nunca creí terminar bajo un caluroso invernadero mientras mosquitos chupasangre me succionan la piel. Cuando obtuve el título universitario de Artes Visuales mención Fotografía, me imaginé fotografiando a gente importante.
Culminé la carrera con una maleta repleta de sueños y aspiraciones que se disiparon cuando apareció la tormenta. Los portafolios que dejé como muestra junto a los currículos no llenaron los parámetros y requisitos impuestos por las agencias fotográficas. Eso apesta, mi vida apesta.
Sin embargo, no todo es oscuridad.
Hoy las magnolias sonríen, al igual que los tulipanes en botones y galantes peonias. Mi rutina consiste en fertilizar secciones, rociar arbustos, descargar y seleccionar flores. No siento vergüenza de este trabajo, de hecho, gracias a la bondad del señor Trevor he podido salir adelante.
Termino con las rosas blancas y las dejo refrigerar hasta el momento de la salida. Su peso significativo es gigantesco, por eso tienen mayor demanda. No comprendo a la humanidad retrograda. En este siglo la mayoría da por sentado el lenguaje de las flores; cando hace 300 años, amantes clandestinos se valían de este arte para comunicarse. Cada flor, un significado. Cada color, un sentimiento.
—Necesito rosas rojas —la demandante voz Isabella llena mis oídos—. ¡Ahora!
—Las últimas se vendieron ayer. Además, ¿quién hace tantos pedidos? ¿Un vampiro?
—No sé. Tal vez los dolientes, la gente que pide perdón o los idiotas que creen en el amor. ¡Qué sé yo! —exclama, volviendo a posar la mirada en mí. —¿Recuerdas que hace unas semanas eras tú quién obsequiaba margaritas?
Es contradictorio que dolientes y los que creen en el amor vayan de la mano. A mi parecer, quienes conceptúan el Eros en algún momento se convierten en dolientes. Seres abatidos en una lucha constante contra lo que son: mártires condenados al fracaso. Por decisión personal o no, aquellos que cargan consigo corazones rotos son c*******s que transitan sin la quintaesencia cognoscitiva llamada amor.
Las manos inquietas de Isabella rebuscan entre los rosales carnavalescos. Obviamente fracasa, los colores disponibles son fucsia, azul y blanco.
—¿Quieres callarte?
—Un día de estos te voy a denunciar por maltrato a la mujer y no estoy jugando —dice, sin mirarme.
Delante de mis ojos se siembra el desastre. Isabella, como excelente buena para nada,
—¡Hey! —mis ojos se agrandan de par en par—. ¿Por qué desbaratas el trabajo que hice ayer? ¡Pase toda la tarde seleccionando esto por color, Zehrfeld! ¿Te volviste loca?
«Mátala, aprovecha que nadie está mirando», susurra algo dentro de mi cabeza.
«Diremos que fue un “accidente”, al igual que hicimos con Kellyanne».
Sacudo la cabeza tirando lejos a esos insidiosos pensamientos.
—¡Porque tu incompetencia me sobrepasa, Wadskier! ¿Tienes idea de las ganancias que perderemos por esto? ¡Trevor va a matarme y darle mi carne a los buitres en el Sahara! —dramatiza como de costumbre.
—Cámbialas por tulipanes, tampoco es el fin del mundo.
Isabella pone los ojos en blanco.
—Es en serio, necesito rosas rojas, muchas —enfatiza.
Un parpadeo lento trae una gota de empatía a mi rostro. Hace un ademán cuantitativo separando los brazos.
Le doy la espalda mientras organizo las flores de exhibición. La ignoro porque quiero y puedo. Isabella estresada es una patada al estómago. ¿Qué se cree? No puedo fabricar botones carmesí en cuestión de segundos porque: uno, no soy guardián de la naturaleza y dos, no soy Flora del Club Winx. ¡Hay que ser realistas! ¡No podemos complacer todos los caprichos humanos! En circunstancias normales iría corriendo a otra tienda a comprar las benditas rosas que necesita, pero ahora mismo no tengo ánimos.
Dios. Qué difícil es tomarle cariño a algo que no encaja en el rompecabezas de vida.
—¿Todo bien contigo? —inquiere Isa palmeándome el hombro. Una mueca de asco tiñe sus facciones al impregnársele mi sudor pegajoso en la mano—. Estás muy callado... Escucha, sé que no somos mejores amigos, pero si necesitas hablar sobre algo, dispárame. Nadie merece cargar un madero de sufrimiento sin ayuda.
«Oh cariño, muero por dispararte a la cabeza».
—Pienso en asuntos familiares —le digo a medias.
Todo a medias. No estoy mintiéndole. Bueno, solo un poco.
Iskander Wadskier aparece en mi mente... Muchos me animan diciendo que soy fuerte: ¿ser fuerte es enmudecer las emociones que constantemente atormentan?
—¿Has hablado con Cassandra? —sus brazos regordetes rodean un recipiente lleno de rosas blancas en botón. —Te pregunto porque tengo entendido que se vieron hace unas semanas y a partir de allí empezó a… bueno, empezó a actuar extraño.
—¿Y yo qué culpa tengo?
Frunce el ceño fusilándome con los irises cafés.
—¿Acaso te estoy echando la culpa, animal? Sólo pregunto.
Orbes caoba me recuerdan a los ojos saltones de Cassandra, una sonrisa esculpe mis labios y no puedo evitar sentirme estúpido. La primera vez que hablamos en una excursión a Los Alpes, a modo broma, comparé sus ojos con huevos cocidos. Aunque quise hacerla enojar, conseguí el efecto contrario. En ese momento me permití escudriñar sus irises. Café, avellana, destellos aceitunados que forman piedras color jade. Tonalidad que jamás he visto en otra persona.
—Eres insoportable. —Espeto, abriendo el grifo de los surtidores de agua.
Continúo seleccionando las flores más atrayentes para colgarlas sobre el mural. En lo personal, pienso que las flores son dádivas para los muertos. Entonces de no ser así, ¿por qué los difuntos se llevan tantos ornamentos a la tumba?
Con los rayos del sol pintándome la cara, las plantas en macetas artesanales calzan simétricamente entre las enredaderas falsas. La cantidad de personas ha mermado en el transcurso de la mañana; Isabella se ubica tras el mostrador de madera y escucho el sonido de la campana anunciar que un nuevo cliente ha llegado. Los pólenes de las cayenas me arrancan un estornudo, y el aroma a perfume costoso inunda mis fosas nasales.
—Disculpe, he venido por mi pedido.
El hálito lúgubre y sombrío dormita el perfume de los jacintos. El hombre va embutido en un impecable traje Dolce & Gabbana. De inmediato, el irritante acento francés resuena en la recepción. Me limito a quedarme callado porque sé que las cosas no terminarán bien, no soy santo de su devoción y tampoco deseo causarle problemas a Cass.
Detrás de la estantería de vidrio, Isabella es convertida en piedra. El contacto visual con Cadwell la pasma por completo.
—¿Eres sorda? ¿¡acaso tienes problemas de audición!? —su actitud déspota me hace hervir la furia—. ¡Te estoy hablando, inútil! ¡¿Dónde diablos está mi pedido?!
—¡No le hables así, animal!
Las palmas de mis manos caen sobre sus omoplatos. Furia e indignación acumulada me obligan a darle un fuerte empujón. Estoy a nada de perder el control, pero los ejercicios de respiración que practiqué con Meléndez salen a flote… intento tranquilizarme.
No quiero perder la cabeza otra vez.
El francés amortigua la caída sujetándose de los bordes de la encimera. Tanto el sobresalto como la torpeza de Isabella la obliga a golpear el estante, macetas de arcilla caen al suelo pulverizándose una a una. La carcajada que suelta es otro tema. ¡Cuánto coraje! ¡Deseo verlo muerto!
Cierro los ojos.
«Contrólate», me digo a mí mismo.
«No lo hagas, así es más divertido», la voz distorsionada contradice.
—Vaya, el ser súper héroe te sienta de maravilla —inyecta veneno en cada palabra dicha.
—¡¿Cuál es tu problema con ella?! ¿Por qué le hablas así?
Gareth mira a Isabella sin deshacer la sonrisa diabólica.
—Cada Superman tiene su kriptonita, Liam. ¿Quieres contarnos cuál es la tuya?
—¡Respóndeme!
Demando con voz autoritaria.
—Lo estoy haciendo, además, esto no tiene nada que ver con Zehrfeld —tuerce la sonrisa—. Pero sin con Chiara y, por extensión, a Cassandra.
—¿Eso te incumbe?
—Más de lo que crees —susurra metiéndose las manos a los bolsillos, volviendo a carcajearse sin motivo alguno—. Tu respuesta decidirá muchas cosas.
Le doy la espalda dispuesto a no caer en su juego
—Estás enfermo, necesitas ayuda..., no te tengo miedo.
—¿Estás seguro que soy yo quien necesita ayuda? Haz memoria, Liam. En el bosque suplicaste con lágrimas en los ojos que te dejara vivir.
—Tú... ¿qué? ¿¡Cuando!?
En situaciones como esta dudo de la "amistad verdadera", es difícil creer que existan personas de buen corazón que permanezcan al lado de otros sin buscar retribuciones a cambio. Mi amistad con Gareth fue inestable, más bien tóxica. Cadwell muestra una cara de la moneda cuando está a solas y otra diferente al rodearse de rodea de gente pudiente. Los parámetros de la sociedad son el cáncer de la humanidad.
—Mi problema eres tú, rata inmunda. ¡¿Por qué la tratas así?! —señalo a Isabella con el dedo índice.
La cara de la holandesa cara es un poema, el celular se aferra a su oreja como si de eso dependiese su vida.
—¿Qué haces? Enciérrate en la bodega —gruño señalando la puerta con los ojos.
—Llamo a control animal para que le pichen un dardo en el trasero.
Me golpeo mentalmente. A través de mis ojos electrizados por la furia le transmito un sutil: “Vete de aquí, ¡ahora!”. Es una pena que el tamaño de su cerebro compita con el de una gallina; quiero matarla por ser tan lenta.
—La trato así por su incompetencia y porque se me viene en gana… —da un paso adelante devolviéndome el empujón.
La ira me exaspera, pero no puedo cederle lugar o perderé el control.
Los incisivos superiores atrapan mi labio inferior, los lobos que escondo en lo más recóndito del inconsciente amenazan con escapar de la oscuridad y la actitud opresora de Gareth está llevándome al límite. El pecho de Isabella sube y baja con fuerza… sobre el mostrador reposa un ramo de rosas fucsia muy bonito. Parece fuera de sí, no coordina movimientos… parece un epitafio inescrutable desde la perspectiva humana.
De niño siempre me atrajo la magia lúgubre de los cementerios. No sé a qué se debe el vínculo especial que mantengo con esos lugares, pero el silencio sepulcral me sosiega. Aquellos que comparten la admiración por los camposantos se les llama tafofílicos. Las personas muertas me exigen a vivir al máximo. Mis problemas son minúsculos en comparación a las desgarradoras historias que cuentan las lápidas.
Todos somos epitafios andantes. Anhelos que difícilmente materializan sueños.
—Aquí tienes el pedido —Zehrfeld arrastra las palabras mirando la caja registradora, huye del contacto visual de Gareth como prófuga de la justicia—. Son $25.67.
Bishop vuelca la atención en las flores, maldice entre dientes. Lo siguiente es rutina. Impacta los botones de las rosas sobre el mostrador con una fuerza descomunal; colisionando el ramo contra la superficie de granito, una y otra vez. Los pétalos se deshacen, las espinas se le clavan en la piel abriendo grietas carmesíes.
Las hojas acaban esparciéndose en el suelo. Su respiración es casi animal. La sangre que emana de sus dedos se esparce en diminutas gotas escarlata. Busco un atisbo de arrepentimiento en su salvaje expresión, pero no encuentro ninguno. Veo satisfacción, soberbia, regocijo.
Gareth Cadwell disfruta haciéndole mal a otros.
—¡¿Por qué son fucsias?! ¡¿No fui específico cuándo ordené rosas rojas?! ¡¿Por qué no eres capaz de hacer nada bien?!
Gareth tiene un problema con el color rojo. Más bien, un fetiche.
—No tenemos... yo... —titubea sin abrir los ojos—, es lo más cercano que tenemos al rojo.
Ahora entiendo todo. Durante las últimas semanas, las rosas rojas se han vendido como pan caliente por una razón; dos días antes, escuché hablar sobre “el cliente del mes”. Nunca imaginé que Gareth fuese del tipo que obsequia flores. Algo no encaja, no me cierra del todo.
—¡¿Qué le voy a decir a mi novia cuando vea que no llevo sus flores favoritas?!
Suelto una carcajada hipócrita, recuesto la espalda del soporte más cercano para descansar la cintura y clavo los irises sobre él. Lo conozco bien. Gareth tolera poco las burlas hacia su persona, aprovecho el momento para regocijarme de la escenita. Mis ojos se anclan a los pétalos dispersos en el piso. ¿Cómo pude ser amigo de una persona así?
Soy consciente que esa afinidad no redime los nuestros pecados del pasado.
—Me sorprende que conozcas tan poco a tu novia —la mordacidad de la afirmación es patente—. A Cassandra no le gustan las rosas, prefiere los tulipanes… deberías saberlo. ¿Qué pasa, Gareth? —lo reto—, ¿acaso desconoces las preferencias personales de tu chica? Increíble. Yo que tu sentiría vergüenza.
No responde, lo he dejado sin palabras.
Explotará pronto, es cuestión de tiempo.
Entonces, sucede.
La punta de su zapato se clava en mi columna vertebral; caigo boca abajo y la superficie plana me da la bienvenida. Un hilo de sangre germina de mi nariz. Da una patada al estómago, a mi entrepierna, continúa pateándome la espalda a la altura de los riñones. Duele. Escucho los gritos de Isabella, todo se vuelve n***o. Sigo amortiguando esos golpes con los antebrazos, la visión iridiscente transmuta a un fastuoso alud de flores.
El entorno se disgrega, me fallan las fuerzas.
Toso gotas de sangre.
Una espesa niebla recubre mis ojos; reúno fuerzas para ponerme en pie y en ese momento todo lo que duele...
Deja de doler.
***
—¡Quédate quieto!, ¡¿cómo quieres que no te lastime si no te quedas tranquilo?!
Cassie alza mi barbilla obligándome a mirarla. Las cejas se disparan al cielo y esta vez sus rasgos faciales no transmiten empatía. Sus ojos ambarinos transformándose en una caverna oscura.
—Bueno, ¿qué esperas que haga si me arde la piel? —aparto su mano de mi cara—. ¿Reírme como foca?
—Me basta con que te comportes, ¡dios! ¡Sólo es alcohol!
Ruedo los ojos, ¡detesto que me den órdenes! De soslayo, presto atención a cada uno de sus movimientos. Hoy lleva el cabello lacio y un delicioso olor a frambuesas la envuelve por completo; sus párpados móviles tienen delineado felino que convierten sus enormes ojos en astros cósmicos. El maquillaje, aunque sutil, resalta sus rasgos en demasía. Tiene los labios pintados de rosa ópalo.
«¿Qué se sentirá probarlos?», susurra la oscuridad naciente en mí.
—¡No quiero hacerlo! —aprieto los ojos porque odio el escozor del antiséptico—. Deja de ser tan controladora, ya te pareces a Isabella.
Hablando de la reina de Roma, aparece con un pequeño botiquín de emergencias.
—¿Por qué no le haces un favor al mundo y cierras la boca, gallina? Deja de cacarear que espantas a los clientes.
—¡Oye! —me quejo— sólo tengo una contusión cerebral, mi sentido auditivo está perfecta mente bien y... ¡Auch! Duele, duele.
Los ojos de Cassie imploran de forma tácita bajarle intensidad al dramatismo.
—Tranquilízate, me estás poniendo nerviosa.
Acto seguido, el alcohol escuece la g****a en mi labio; apenas puedo mover las piernas. No soy fanático de los hospitales, las agujas y mucho menos de los insumos de primeros auxilios. Sin embargo, estoy doblegándome a las órdenes de Cassandra quien me reprende cada dos segundos por reclamar mis derechos.
Un suspiro se filtra entre sus dientes. No la culpo, soy un paciente difícil.
El algodón es apartado de mi pómulo derecho y deslizado sobre la longitud de la nariz en pequeños toques. Duele. Me muerdo el labio. Malísima idea. La segunda peor decisión que he tomado en el día…, el torrente carmesí vuelve a brotar de la fisura.
—Colabora conmigo, Wadskier.
—Fue sin intención, lo juro. Estas cosas —señalo el botiquín—, agudizan mis nervios.
—Ay por favor, ¿qué edad tienes?, ¿dos? Deja que se muera. Aquí tengo el número de un sepulturero por si lo necesitas. —Alega Isabella mientras barre las astillas del piso.
Ruedo los ojos y solo la ignoro, no me apetece discutir ahora.
—Hey —Cassandra dice con ternura—, ve al baño a enjuagarte la boca. Terminaré de suturarte la herida después.
—Estoy bien. Apenas fue un rasguño, ahora debo volver al trabajo.
Los ojos saltones de Bradshaw se salen de orbita cuando me da la espalda. Encaminándose al cesto de basura, tira el algodón y regresa revolviéndose el cabello.
—Yo también debo trabajar y estoy aquí, contigo.
—¿Ahora resulta que estoy en deuda contigo?
—No pongas en mi boca palabras que no he dicho.
—¿Sabes una cosa? Esto no hubiese ocurrido si tú novio psicópata no fuese enloquecido —le reprocho bajándome del mesón. —No lo defiendas Cassandra, el tipo tiene un tipo de desequilibrio mental severo.
Con el dorso de la mano, limpio el hilillo de sangre agolpado en mi barbilla. Si de privacidad hablamos, Cassandra es demasiado hermética con sus relaciones interpersonales. No es personal, intuyo, radica en su forma de ser.
—Algo tuviste que hacer para hacerlo enojar. Gareth no reacciona así por cualquier cosa —aboga por él, cruzándose de brazos.
Una carcajada corta y seca brota de mi garganta.
—Y encima tiene el descaro de defenderlo.
—¿Quién está defendiéndolo?
Cuestiona, dando un paso hasta la encimera.
—Es una bestia, Cassandra. Ni siquiera te has molestado en preguntar mi versión de los hechos, ¡es como si me echases la culpa de esto! —con el dedo índice señalo mi labio roto.
Mi represión parece no sentarle bien, está haciendo una mueca de disgusto.
—¿Desde cuándo te importo, Liam? Dime, ¿cuándo te convertiste en mi defensor personal?
—Estoy interesándome porque eres mi amiga y me duele suponer que sufres golpizas infernales como la resiliente audaz que finges ser.
Es cierto, todos somos llevados a la deriva dentro del turbulento océano de la vida, pero no tomamos las mismas decisiones para encontrar el camino a casa. Mientras algunos luchan contra las mareas, otros se cansan en el trayecto y acaban naufragando… perdiendo toda esperanza.
Realidad y la ficción penden de un hilo intangible, es absurdo como las figuras literarias encajan en nosotros. En ese sentido, las mareas son problemas y la orilla es el sosiego. Yo identifico los míos, pero, ¿y Cassandra? ¿Es consciente que está siendo asfixiada por esas aguas turbulentas? ¿Será muy tarde cuando haya tocado fondo y no haya marcha atrás?
El amor lleva a las personas a actuar de forma irracional, por eso quienes caen en las redes de Eros enloquecen en todo aspecto. Ese círculo vicioso… anteponer el bienestar emocional y físico de otra persona al nuestro nos transforma en mártires dependientes de afecto. ¿Por qué el afán de llamar atención de una persona?
Tal vez por eso mi relación con Chiara no funcionó, debo admitir que me convertí en cautivo de su atención y sus encantos femeninos. Su sonrisa, su cariño, su empatía.
—No hables así de él, por favor —arrastra las palabras en un susurro.—. Siéntate sobre la encimera y abre las piernas.
A la distancia olfateo el olor a povidine, vuelve a mí con gasas y adhesivos.
—¿Quién te crees que eres para pedirme eso?
Llevo mis cejas al límite. Estamos frente a frente. Mi intención es intimidarla por nuestra diferencia de estatura, pero quien termina acobardado soy yo. Una de las características más estresantes de su temperamento es la habilidad innata que posee para irritarme con la mirada. Hoy se me dificulta sostener el contacto visual con ella.
¿Qué si es bonita? ¡Por supuesto que lo es!
A cuenta de sus ojos me considero prófugo de sus artimañas. En el mejor sentido de la palabra, las mujeres de hoy en día son las brujas de la mitología griega.
—Cassandra Bradshaw, Licenciada en Psicología graduada en la Universidad de Frankfurt —afirma enarcando la bendita ceja derecha—. Ahora siéntate, Liam; comprende que vine a toda prisa porque no quise dejarte en estas condiciones, pero en serio, debo marcharme pronto.
Impulso el peso de mi cuerpo sobre la encimera con ayuda de mis antebrazos.
—¿Quién te llamó? Hasta donde sé no pedí tu ayuda.
El comentario la hace reír y eso agudiza los niveles de enojo.
—Esa es la diferencia ¿no lo ves? —me sonríe, suspira posando la vista en las heridas violáceas; evita encontrarse con mis ojos y me desespera—. Chiara solía esperar a que acudieses a ella en busca de ayuda; mientras que yo tengo el don de percibir cuando mis amigos me necesitan—las heridas vuelven a picar como el infierno, pero su tierna voz me hace olvidar el dolor—. Isabella me llamó y supe de inmediato que debía estar para ti. Mi madre siempre dice que, en la amistad, el amor y el cariño no se miden. Que hayamos discutido no me exime de estar a tu lado.
Mi mandíbula se aprieta.
—¿Por qué eres tan buena conmigo?
Me observa, no se inmuta. Aprovecho esos valiosos segundos en los que establecemos contacto visual para recorrer las facciones de su cara.
A simple vista luce frágil, como muñeca de porcelana. Su pequeño rostro resplandece tanto cuando sonríe, que debo obligarme a apartar la mirada para no cegarme. Es bonita, es imposible no admitirlo.
—Esa es una pregunta que últimamente me hacen todos.
—Entonces respóndeme.
La sombra desdibuja la sonrisa de sus labios.
—No la tengo —Bradshaw mano revuelve mi cabello—. Ya está. No toques las heridas con las manos sucias, pueden infectarse y no creo que el resultado sea visualmente placentero.
Le agarro una muñeca obligándola a mirarme.
—Deja de transitar tangentes, Cassidy. Alguna explicación tiene que haber para seguir atándote a Gareth.
—En la vida no hay buenas ni malas personas, solo existen entidades que copian las acciones más recurrentes que ven en otros sujetos. Explícame por qué. Con lo bonito que es intentar romper esquemas y ser diferente al resto —abre el sobre para sacar la gasa estéril, con sumo cuidado coloca el adhesivo alrededor del cuadrado de la tela—. Deberías intentarlo.
—Quiero hacerlo.
«Pero no puedes. No podemos ser diferentes, Liam».
De un momento a otro pierde el equilibrio, ¿y cómo no? ¡Sus tacones son altísimos! En un movimiento rápido anclo mis brazos a su cintura, apoya las manos en la cerámica que recubre el mesón. Su boca yace a escasos centímetros de la mía, nuestros labios accidentalmente se rozan…
Su aliento mentolado me golpea de lleno y batalla a muerte por zafarse del agarre.
Algo me impide dejarla ir.
Estamos cerca, demasiado cerca, el calor empieza a teñirme las mejillas. Si a ver vamos, la cercanía con cualquier fémina me hace actuar de forma estúpida; me sonrojo como tomate… un estímulo natural del cuerpo.
—Recuérdame porque tú y yo no somos novios —cierro el ojo derecho refrenando el ardor que me deja el antiséptico en la piel.
El aturdimiento mutuo nos obliga a poner distancia.
—Tú mismo lo dijiste, ¿ya se te olvidó? No soy tu prototipo de chica —dice, recogiendo su bolso y abrigo color crema. Suspira sin despegar la mirada del suelo.
Las palabras son armas mortales. Me doy cuenta del daño que ocasionan cuando se les da rienda suelta. Son plumas al viento que, por más que intenten recogerse todas y cada una, siempre queda alguna dispersa.
—Claro que lo recuerdo —me apresuro a decir—. Obviamente no lo eres. Estoy bromeando, métetelo en la cabeza. La cosa no va en serio.
La fémina frente a mi luce realmente sólida. Si no fuese un desgraciado, me disculparía con ella.
Soy un patán por tratarla así, pero mis razones tengo. ¿Acaso la amistad se fundamenta en ignorar a los tuyos por agradar a quien te desvaloriza? Cassandra ha sacrificado muchas cosas en de vida para mantener una “relación perfecta” con Gareth amoldando su forma de pensar, sentir y actuar a los gustos del francés.
Cassandra no es la chica que conocí. Ella no cambió por él. Sino para él.
No dice nada, yo tampoco lo hago.
—Eres despreciable, Wadskier. Ojalá Gareth te hubiese matado —la voz de Isabella rompe el silencio—, así tendría otro empleado más competente.
—Con amigas así, ¿para qué conseguir enemigos? —contraataco estirando los músculos del cuello.
—¿Y quién dijo que tú y yo somos amigos?
Teóricamente hablando, Isabella es una gran persona. ¿El defecto? Su sinceridad me saca de quicio. ¿Por qué hay gente que no tiene pelos en la lengua para decir las cosas? En lo personal me enerva la sangre pasar el tiempo con gente así. Con la hipócrita sonrisa intentan añadir “floritura” a comentarios venenosos y por eso terminan siendo más letales que los comentarios malintencionados.
—Eres imposible, Zehrfeld.
—Al contrario, si yo lo hubiese cosido a golpes tendrías un problema menos— la indignación traspasa los sentidos—. ¿Por qué le temes tanto a Gareth? No es que sea un príncipe de cuento de hadas, pero un motivo debe haber para que te deteste tanto.
—No lo entenderías, además, no es un tema que me apetezca hablar contigo —pasa de largo a mi lado para acomodar algunas plantas colgantes en la vitrina principal—. Sólo... sólo olvídalo.
—¡Por supuesto que lo haré!
En cuanto los golpes dejen de doler, claro está.
—Cierra la boca y ponte esto en la mejilla —la voz de Cassandra se expande a mis espaldas, estira hacia mí una bolsita elástica con pequeños cubos de hielo—. Intercala cinco minutos de cada lado hasta que el hielo se derrita, eso bajará la hinchazón.
Las ojeras se le marcan pese a tener corrector de ojeras. Sus ojos entristecidos me comunican melancolía.
—Sabes mucho de estas cosas, ¿no?
Ella suspira, no me gusta la sensación que deja la frialdad sobre mis dedos.
—Más de lo que crees.
Una llamada la obliga a salir disparada. Me toma alrededor de una hora reponerme de la contusión; a regañadientes obedezco las ordenes que deja Cass por escrito. Isabella no duda en darme el día libre prometiendo que su padre me pagará la jornada laboral.
—Tu rostro es un espanto, no quiero que horrorices a los compradores con tu fea cara —deja claro antes de echarme de allí.
—Tan sutil y delicada como una rosa.
Bella me sonríe.
—Si soy. ¡Ahora lárgate!
Y obedezco.
Afortunadamente, la floristería no tiene tantos clientes como de costumbre y eso me alivia. Entrecruzo la mochila sobre mi espalda y sonrío con apacibilidad; es difícil creer que sus niveles de miopía no distingan tamaños, distancias y objetos cercanos. Ayer pedí abono para plantas y trajo una bolsa de comida para gatos.
El celular vibra dentro de la mochila. Leo el mensaje de texto y sonrío como estúpido al ver el nombre del remitente en pantalla.
Estoy en serias contrariedades sentimentales.
De: Cassidy
Tengo cicatrizante.