Día 0
De todos los días que podían haber estado llenos de trabajo, tenía que haber sido éste el indicado. Era lo único de lo que me podía quejar cuando de trabajo hablábamos. Si se tratase de cualquier otra rutina no me preocuparía sinceramente pero este 30 de junio, era especial como los 30 de cada mes. Porque como ocurría al llegar esta fecha en el calendario, me vería con Antonio.
Aceleró mi pedaleo constante en mi nueva compañera de trabajo, mi bicicleta que pasó a sustituir la moto que me robaron a mano armada hace unas semanas. Sentí tanto coraje en aquella ocasión, había trabajado tanto por comprármela y apenas estaba pagando sus últimas cuotas, para que en una emboscada, los vagos del barrio en donde vivo me la hayan arrebatado.
Eran tres hombres, conocían de mis horarios de llegada, y para mi desgracia mi estrategia de llegar a una hora diferente todas las noches por seguridad, y no crear patrones, había sido olvidada. Supuse que al mudarme a una mejor zona estaría algo más segura, pero no importaba qué tanto me mudase intentando mejorar de habitación de alquiler en habitación de alquiler, no podía encontrar con mi presupuesto una lo suficientemente segura, y menos siendo una mujer sola en el mundo.
Pero todo eso acabaría pronto. Tengo la seguridad, de ello. Había comenzado a trabajar en un servicio a deliverý de una empresa pequeña, solo restaurantes de la zona colaboraban con ella. Y me iba de maravilla. Podía decidir mis horarios de trabajo, recibía buenas propinas y no estaba encerrada haciendo tareas repetitivas en una empresa empacadora, o sirviendo mesas a clientes que podían tornarse desagradables. Lo bueno de este trabajo como repartidora es que saludaba, dejaba la comida, algunas veces ni recibía el p**o (ya lo habían hecho de manera online) y me iba, con o sin propina.
Me gustaba estar en movimiento, no hacer lo mismo todos los días, respirar aire fresco y no sentirme encerrada. Algunas veces me sentía presa en la vida que tenía. Atada a cadenas imaginarias que no podía ver o tantear. Pero eso no importaba, Karina Gómez versus el mundo no era algo nuevo.
Si sobreviví a un padre adicto a beber todos los días, si sobreviví a saber que mi madre me abandonó con ese hombre que no podía mantenerse sobrio unas horas, si llegué a los 26 años con un techo sobre mi cabeza, salud y dos brazos y piernas fuertes, una moto robada no me haría caer. Así era la vida. A algunos les tocaba bonitas a otras feas. ¿Y qué más bonita que esta imponencia de 1,80 de altura? Vale, 1,85, ¿quién no miente en su estatura? Los bajos quieren ser más altos y los altos más bajos, gran cosa.
Por los cálculos que voy haciendo mentalmente, estoy llegando al sitio de encuentro que habíamos pautado este mes, el Paseo Blanco. Era una playa con una larga zona para sentarse, puestos ambulantes de comida, artesanías. De vez en cuando me encontraba con Antonio en esta zona.
Según mis estimaciones también llegaría al atardecer, y eso había sido a propósito. A ambos nos gustaba ver el atardecer mientras comíamos frituras y cualquier otra porquería. Había comprado algunas y él llevaría alguna bebida. La necesitaba, estaba muriendo del calor. Aprovecho un semáforo en rojo para que mis suelas toquen el piso del carril de ciclistas, y desabrocho más el cuello de mi chaqueta de trabajo.
Está diseñada con un verde fosforescente chillón nada agradable a la vista, pero que de noche salvaba vidas al hacerme más visible en carretera. No me solía quejar de los uniformes de trabajos, que bien sabía lo baratos y picosos que podían llegar a ser, en comparación esta chaqueta parecía ropa de boutique, pero era muy gruesa para el verano. Me daría un ataque de calor en cualquier momento.
Estoy sudando a mares y aparte de desgreñada, llegaría oliendo al infierno cuando me viese con Antonio. Perfecto era perfecto. Con un fastidiado resoplido veo el semáforo en verde y vuelvo a la marcha. Y sigo divagando en mi encuentro con él.
¿Quién era Antonio y por qué tenía una cita con éste una vez al mes? No era mi novio, no era mi amante, ni siquiera sabía si el susodicho deducía que yo tenía algo llamado v****a entre las piernas. Él era mi amigo de infancia. Y sí señoras y señores, había convertido eso de la friendzone en una carrera profesional. Karina apenas pudo terminar la secundaria, y ni siquiera se molestó por tratar de entrar en la universidad, mucho dinero, nunca lo tuve, ni interés en estudiar. Pero sí tenía un post grado en la friendzone. Post grado en friendzone, esa es nueva.
Pero era algo natural para el orden de la vida, incluso estábamos desafiando a este orden al ser amigos. Antonio y yo nos conocimos cuando éramos pequeños. Mi madre antes de huir de casa, limpiaba en propiedades adineradas, y una de las tantas que limpiaba era la de los Serval. La familia estaba forrada en plata y oro de por sí, eran accionistas en una cadena de hoteles internacionales en compañía de otras familias. Así que el pequeño Antonio Serval como hijo único que era, tenía la vida asegurada.
A diferencia de muchas familias para las que mi madre trabajaba, los Serval eran gente agradable. Pagaban a tiempo, daban cestas de comida a sus empleados y no los maltrataban. Hasta al enterarse de que mi madre estaba casada y tenía una hija de 10 años con un alcohólico bueno para nada, le permitieron llevarme a su casa para que me cuidase. Solo debía sentarme quieta sin hacer nada.
No era mucho de estar quieta, yo era más bien inquieta. Quedarme sentada por horas, eso no iba conmigo. Me gustaba la adrenalina y hacer travesuras, pero estar sentada en una cocina bonita viendo caricaturas en aire acondicionado era mejor que escuchar los ronquidos y oler la pestilencia borracha de mi padre en nuestra fea y sucia casa. Me porté bien o eso hasta que un niño enano comenzó a acosarme.
Me seguía a todas partes. Si veía una película, se quedaba “escondido” detrás de mí viéndola hasta el final. Si me escapaba en silencio a dar una vuelta por el patio, me seguía a “escondidas”. Al inicio creía que era el hijo de otro empleado, hasta que mi madre captó la situación y me pidió que me comportase con él. Para comenzar yo no le había hecho nada, y para continuar ese niñito era muy gracioso. No me podía mirar a los ojos por su timidez y estatura. Tenía 6 en ese entonces.
A todas esas no sabía de quién era hijo, y como me buscaba tanto lo convertí en mi acompañante de juegos. Antonio era su nombre y me seguía como un patito a donde fuese. Jugábamos futbol de a dos, veíamos películas de terror ocultos en la cocina, dibujábamos tonterías. A donde fuese él quería ir, y no estaba tan mal. Yo no tenía muchos amigos porque cambiaba de escuela muy a seguido, a donde mamá consiguiese trabajo, ahí íbamos. También para escapar de los fiadores de papá.
Para cuando me enteré de que Antonio era el hijo de los dueños de la casa, ya éramos amigos con pacto de escupitajo en la mano y todo. Los padres de Antonio trabajaban mucho, por eso el niño era tan solitario, y a diferencia de lo que creía mi madre temerosa, no se tomaron al mal nuestra cercanía. Eran gente buena, pero nunca se dieron cuenta de lo buenos que eran con los demás y no con su hijo, no le dedicaban su atención.
El tiempo pasó y continuamos con nuestra amistad. Yo fui creciendo demasiado para mi gusto y Antonio nunca lo suficiente. Aun así a través de la adolescencia esos cachetes rechonchos se fueron moldeando en un lindo rostro, sus ojos llorosos comenzaron a secarse y a dejar ver un bello color gris, y su voz que se agravó inició a darme escalofríos. Era fácil imaginarme que teníamos la misma edad por lo parecidos que éramos; que teníamos la misma condición social por lo sencillo y gentil que era.
Pero todo eso era una mentira.
Mi madre hurtó algunas joyas de la familia Serval. Nunca supe cuánto costaron, ni cuándo lo hizo, solo que cuando los policías llegaron a nuestra casa en búsqueda de ella, esta había desaparecido. Para siempre.
Cuando mi mamá se fue de casa y me dejó con mi padre, no mentiré, no me sorprendió. Las golpizas estaban siendo más frecuentes. Éste comenzó a apostar grandes cantidades y los fiadores estaban acumulándose como no lo habían hecho en años, como si fuera poco. Tenía 16 para ese entonces. Al irse ella, me fui yo por mi parte también. No era ajena a trabajar aquí y allá, con 16 había tenido muchos trabajos temporales, así que alquilar una habitación y buscar qué comer no era tan difícil. De sobra está decir que mi padre nunca me buscó al irme de la casa teniendo 16. Si fuese por mí hubiese dejado mi educación, pero Antonio insistió en que no lo hiciera. Que me graduase de bachillerato aunque fuese.
Para mí era un niño de 12 años que no sabía nada de la vida. ¿De qué te valía un pedazo de papel si tenías que pagar un alquiler? ¿Si tenías que buscar que llevarte a la boca? Pero, que se hubiese escapado de su mansión para ir a verme por lo que creía era la última vez, me ablandó el corazón. Estaba segura de que no nos veríamos más, sus padres debían querer mantenerlo lejos de la hija de una ladrona, Antonio tenía otras intenciones.
Allí fue que iniciaron las citas mensuales. Una vez cada mes nos encontrábamos en algún sitio público. Un parque, un restaurante, una cancha, alguna playa. Las escapadas eran muy breves cuando era menor de edad, fueron flexibilizándose más cuando creció. Nunca rebasaron ese día. Eran extrañas las veces que nos escribíamos o llamábamos, por teléfono a excepción de para pautar ese día. Era nuestro secreto.
Pero yo tenía un segundo secreto. Lo amaba. Amaba su carácter justo y comprensivo. Amaba que fuese tan paciente y amable. Amaba su inteligencia y sensatez. Hasta sus silencios y dilemas existenciales. Antonio era alguien muy maduro para su edad, y me apreciaba. Él me quería como una amiga, probablemente era la única persona que lo hacía en el mundo, y estaba agradecida por ello.
Yo no me engañaba con historias de amor entre los dos. No solo le sacaba cuatro años, 10 cm de estatura, no tenía educación más allá de la básica a diferencia de él, ni sus millones. Sino que no era una mujer atractiva, no era delicada o femenina, era lo contrario, desgarbada y masculina. ¿En qué mundo un hombre tan guapo e inteligente estaría conmigo? Antonio Serval estaba lejos de mi alcance. Muy lejos. Pero me conformaba con amarle en silencio. Suponía que cuando se fuese a casar o mudarse de país se lo diría, sería lo último que le diría antes de cortar comunicación con él. Sería inevitable, y lo sabía.
Por los instantes estoy a unos 15 minutos de llegar al fulano paseo. El calor continua con mi chaqueta abierta incluso, y debo parar para volver a secar mi sudor. Estoy algo hiperventilada, quizás esté muy cansada por lo de la bicicleta, los nervios por ver a Antonio, y las altas temperaturas que azotan a la ciudad.
Hasta me mareo un tanto pero cierro los ojos buscando compensarme, respiro hondo y vuelvo pedalear. O esa es mi intención hasta que siento un nuevo mareo más poderoso que el anterior, debo parar de nuevo por ver doble, quiero sentarme y evitar golpearme al desmayarme como sé lo haré. Con todo y eso el cuerpo no me da, y como tanto temí, me desplomo en el suelo, golpeando mi cabeza sonoramente.
Mientras el n***o inunda mi visión y oigo las voces aumentar a mi alrededor. Me maldigo, no tengo dinero qué gastar en cuentas médicas, esperaba que el golpe que me di no fuese tan grave. Y en preocupaciones ligadas al dinero pierdo el conocimiento. Suponía que esa tarde no vería a Antonio tampoco. Perfecto.