Él me miró sorprendido al ver lo tranquila y seria que lo había dicho.
En silencio, me senté en su silla y abrí la agenda de Joshua.
Tenía claro que no iba a caer en las garras de otro hombre, no mientras que Oscar tuviera la posibilidad de volver. Sabía que esperarlo me causaría más daño, pero eso no me importaba.
Sabía que todos querían que rehiciera mi vida, pero no pensaban en lo que yo quería.
Tenía que pensar en mi hijo y sabía que no había otra persona mejor que Oscar para que estuviera a mi lado.
Stefan se separó de su mesa y se dirigió hacia su despacho.
...
Por la tarde, fui al parque con mi hijo.
Me encantaban esas tardes en las que tenía tiempo para estar con mi pequeño. Verlo correr de esa manera con sus amigos, me hacía gracia.
No podía parar de negar con la cabeza, mientras que él jugaba con los niños del parque a los Pokémon. Apoyé la espalda en el respaldo del banco, poniendo el semblante triste. Ese día había intentado mantenerme tranquila cuando el alemán me miraba.
No me gustaba que estuviera la mayor parte del tiempo observándome.
Me levanté cuando vi que mi hijo se agarraba el estómago con ambos brazos. Me acerqué a él, me puse a la altura de su pequeño y le dije:
— Mami… me duele mucho.
— Ven, vamos al médico — le tomé y me levanté, con cuidado de no perder el equilibrio.
Recogí las cosas de mi hijo y caminé hacia el coche que estaba aparcado no muy lejos del parque.
No me importaba perder sitio, lo importante era mi hijo. Lo monté en la parte de atrás del carro, en su silla, lo sujeté bien pero con cuidado de no apretarle el estómago.
Me monté en el asiento del piloto y conduje hasta el Centro de Salud. Cuando me detenía, miraba hacia atrás para ver cómo seguía mi hijo. El pequeño se aguantaba las ganas de vomitar en el carro.
Busqué en la guantera alguna bolsa para que pudiera vomitar pero no encontré nada. Después de quince minutos, llegué al centro médico.
Estando en la sala de espera, recordaba un episodio que siempre me venía a la mente cuando mi pequeño estaba enfermo o me quedaba encerrada con algún hombre en el ascensor.
Adriel estaba sentado en mis piernas, con una mano agarrando el cuello de la camiseta de ella y la boca contra mi pecho. Lo abraza con ternura y de vez en cuando, lo miraba.
Él estaba mirándome con cara de dolor. Le tocaba la mejilla y la sien con un dedo. Cuando la enfermera nos llamó, pasó a la consulta.
El médico, tras examinar al pequeño, me dijo:
— Es apendicitis, pero no se preocupe, se pondrá bien.
— ¿A…apendicitis?
— Sí, pero no se preocupe. Lo ingresaremos ahora mismo y le intervendremos ahora mismo. Así mañana podrá irse — me sonrió el médico.
— Pero… ¿la apendicitis no suele aparecer cuando es más grande?
— Nunca se sabe fijo cuando aparecerá, aunque el diagnóstico en niños es más difícil de localizar. Es bueno que lo haya traído pronto porque así, no ha dejado que se agravie. No se preocupe, todo saldrá bien — me contó el médico. — Lo ingresaremos ahora mismo.
...
Pasó una semana desde que operaron a mi pequeño Adriel.
Desde aquella noche, comencé a dormir mal.
Cada vez que Adri se ponía malo, recordaba una y otra vez aquel mal episodio de mi vida y que creía que había olvidado al empezar a salir con Oscar, pero siempre me daba cuenta que no era así.
No podía dormir debido a las pesadillas que tenía. Joshua y Madeleine se habían enterado sobre los problemas de sueño que tenía. Con ese problema, apenas había podido dormir y Joshua me aconsejó que me quedara en casa hasta que aquello acabara y una vez que hubiese dormido bien, pero me negué.
Aun así, Joshua me ordenó que lo hiciera.
...
Una mañana, regresó a la empresa de Verlag para continuar con mi trabajo. Tenía sueño, pero no me importaba.
Siempre que mi hijo estuviera bien, no me importaba estar cansada.
Me senté en mi nuevo puesto e inmediatamente se puso a hacer cosas. Tenía bastantes cosas atrasadas, debido a que había estado cuidando de mi pequeño.
Esa mañana, debía acompañar al señor Schmidt a varias reuniones y con sólo pensarlo, me agotaba.
Aparté mi silla, coloqué mis cosas en el respaldo y saqué el celular. A pesar de que mi hijo había vuelto al colegio, no podía evitar estar preocupada por él.
Desbloqueé el teléfono y me quedé mirando la foto que tenía como salvapantallas. Negué con la cabeza y me puse manos a la obra para organizar la agenda del señor Schmidt y preparar la sala de reuniones para la reunión que comenzaría a las nueve y media en punto.
Ahora que me ponía a pensar, cuando estaba en Boston trabajando, al principio de convertirme en secretaria, otro hombre dijo ser el dueño de la empresa… y si no recordaba mal, también era alemán.
Levanté la vista sobre los papeles cuando escuché el ascensor abrirse. Joshua llegaba acompañado de Madeleine.
Sonreí a mis amigos pero esa sonrisa se esfumó cuando observé que, detrás de ellos, aparecía Stefan.
Volví a mis quehaceres para no tener que mirar a ese hombre.
— Buenos días, señorita West — me saludó una voz masculina. — Me alegra verla de nuevo por aquí.
Levanté la cabeza, apretando los labios para no saltarle con alguna grosería. Necesitaba el trabajo y por lo tanto, me levanté de mi silla, hice una leve reverencia y decidí decir:
— Buenos días, señor Schmidt.
— ¿Está todo listo? — metió las manos en los bolsillos.
— Todavía no, señor. Acabo de llegar como aquel que dice. Además de que todavía no son las nueve y media, señor.
Nos quedamos mirándonos como si nos estuviéramos retando mutuamente.
***
Stefan
Ese instante, me quedé mirando mi figura esbelta y me percaté que su complexión era delgada.
Tenía buenas curvas y es bien proporcionada, pero no es excesivamente voluptuosa. Su cabello castaño le llega por la altura del pecho, también lo tenía liso y mal cortado.
Se podía notar que se lo había cortado ella misma.
Sus ojos eran de un atrayente color azul celeste. Era de rostro ovalado y facciones serenas. Tenía una nariz respingada y labios finos color rosa claro, que nunca los había visto pintado.
Era de brazos delgados, sin contar que finalizan en manos delicadas. Tenía un tatuaje de una mariposa en la muñeca derecha.
Sus piernas, al igual que sus brazos, eran delgadas.
— Deje de mirarme — me exigió ella bruscamente.
— ¿Por qué?
— Porque odio que me miren como usted lo está haciendo — dijo seca.