Tanner
El comedor estaba desierto, habíamos llegado al Algonquin lo bastante tarde como para que el servicio de cena hubiera terminado. Pero el personal había colocado un aparador, una cornucopia de jamón, frutos secos, pan y todo tipo de aperitivos para los viajeros cansados. Tomé un panecillo antes de sentarme en un banco de madera desgastada de pino color miel. A pesar de su aspecto rústico, este sencillo banco probablemente había costado miles de dólares en alguna tienda de artesanía de lujo.
Pero la chica me siguió hasta la habitación, balanceando su cuerpo curvilíneo y deteniéndose sobre la mesa. Daniela miró, mordiéndose el labio tímidamente antes de tomar un plato y apilarlo con frutas, frutos secos, verduras, rematándolo todo con postre y una bebida.
—¿Tienes hambre?— pregunté,
