Entré a mi habitación, saqué los libros de mi maleta y me concentré durante las siguientes horas en hacer las actividades pendientes. Al llegar la noche, le pedí a Tahis un poco de sus gotas naturales para los nervios, para así poder conciliar el sueño. Me hacía falta descansar bien, pues los días que venían serían duros: se acercaban los exámenes finales, y sabía que las citas con la psicóloga serían agotadoras. Alisté mis cosas, me lavé la cara, cepillé los dientes, tomé un té con las gotas y me acosté a descansar.
De repente, un calor abrasador se apoderó de mí. Estaba empapada en sudor, cada respiración era un esfuerzo, y sentía como si me estuviera ahogando. Abrí los ojos con dificultad, pero lo que vi me llenó de pavor: unas manos se aferraban a mi cuello, oprimiéndolo con una fuerza inhumana. Intenté gritar, pero el aire no llegaba a mis pulmones. No podía. Era como si mi voz se hubiera extinguido bajo la presión de esos dedos crueles.
Sentía su peso aplastando mi pecho, dificultando aún más cada jadeo que lograba dar. Mis manos temblorosas intentaban alcanzar su rostro, desesperada por saber quién era. Al tocarlo, noté una textura áspera y gruesa. Era una máscara de cuero, tosca, que cubría su cara, impidiendo cualquier atisbo de identidad. Traté de arrancarla, pero mis dedos no conseguían aferrarse a ella; parecía adherida a su piel, como si formara parte de él.
Cada segundo que pasaba sentía cómo la vida se me escapaba. La presión en mi cuello se intensificaba, y el mundo a mi alrededor se oscurecía. Ya no podía respirar. El miedo se transformó en una certeza aterradora: estaba muriendo. Justo cuando estaba a punto de perder el conocimiento, en medio de esa negrura que me envolvía, escuché una voz. Al principio lejana, pero clara. Era la voz de Tahis.
—Despierta, despierta —repetía, cada vez más fuerte—. Es una pesadilla, estás bien.
Sus palabras se colaron en mi mente como un rayo de luz, arrastrándome fuera del abismo sofocante. De golpe, me incorporé en la cama, jadeando, con el corazón desbocado. Mi cuerpo aún temblaba, y el miedo seguía impregnando mi piel, pero Tahis estaba ahí, a mi lado, su mano sobre mi hombro, recordándome que todo había sido un sueño. Solo una pesadilla.
No podía creer lo real que había sido aquel sueño. Mi corazón seguía acelerado y no lograba calmarme. Le pedí disculpas a Tahis por haberla asustado y por hacerla pasar por eso. Ella me abrazó contra su pecho y me dijo:
—Todo estará bien, niña. Has pasado por mucho, y es normal lo que estás sintiendo. Es solo estrés, tranquila.
Recordé que ese día tenía una cita con la psicóloga, así que decidí levantarme y alistarme para ir. En ese momento, comprendí que, quizás, mi madre tenía razón: Caleb realmente había fallecido, y todo lo que yo había sentido aquella noche era producto de mi imaginación. Las sensaciones, las cosas que viví, eran solo fantasías, y necesitaba ayuda profesional. Solo la psicóloga podía ayudarme a superar lo que estaba experimentando.
Alisté mis cosas y salí hacia la oficina de la Dra. Emma, mi psicóloga. Al entrar en su consultorio, sentí un ambiente acogedor.
—Sigue, Renata, te estaba esperando —me dijo—. Por favor, toma asiento y cuéntame todo desde el principio sobre tu exnovio Caleb y lo que ha sucedido.
Esa primera sesión duró un poco más de una hora. Lloré y sentí que me quitaba un gran peso de encima al ser escuchada por alguien ajeno a mi círculo. Ella me dio algunas tareas para realizar antes de nuestra próxima sesión. Salí del consultorio con la sensación de que, por fin, todo esto sería bueno para mi vida.