La incandescente luz del sol quemaba la espalda desnuda de Agnes. Era igual que un panqueque en una sartén. Las cortinas estaban corridas y el sol era tan invasivo, que quemaba su espalda, sus muslos traseros y sus pies. Agnes se removió. Dormía boca abajo, con los brazos sobre su cabeza. Su cabello enmarañado estaba sobre la almohada blanca y sus brazos dolían. Agnes apretó los párpados antes de separarlos. La luz se proyectaba a través de sus párpados cerrados. Su cabeza retumbaba. Dolía demasiado.
—Las cortinas —susurró—. Que alguien cierre las cortinas.
Agnes movió los ojos y despegó los párpados. Lo primero que vio fue un borrón de cosas. Pestañeó varias veces y volvió a cerrar los ojos con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, enfocó una mesa de madera junto a su cama y una lámpara de metal de la que colgaba la ropa interior que usaba la noche anterior. Agnes achinó los ojos y estiró el brazo para sujetarla, cuando un fuerte tirón en su cabeza la hizo desplomar el brazo por fuera de la cama.
—Me retumba la cabeza —dijo—. ¡Quien sea cierre las cortinas!
Nadie lo haría, ella estaba sola. Lo que no entendía era por qué su ropa estaba en la lámpara. Agnes bebía bastante, pero rara vez olvidaba lo sucedido las noches anteriores. Esa fue distinta. No sabía si fue la liga de alcohol, pero fuese lo que fuese, se sacó la ropa para meterse a la cama. Eso debió ser. Estaba sola, o eso pensaba, hasta que agudizó el oído y escuchó el ligero sonido de la pesada respiración de la persona a su lado en la cama.
Agnes, sin girar, amplió los ojos. No tenía idea de quién podía ser. Ella no dormía con extraños, o no en términos generales. Agnes bajó la mirada a su cuerpo. Una sábana casi transparente le cubría diez centímetros por debajo del ombligo. Estaba completamente desnuda. Tiró de la sábana hacia su pecho e intentó cubrirse antes de girar. Agnes deseó que fuese cualquier persona, menos la que pensaba. Hubiera deseado que fuese hasta el que lavaba los platos en el hotel, menos el cazador. Agnes tragó, movió la cabeza a un lado de su cuerpo y lo primero que encontró fueron los pectorales de un hombre que dormía plácidamente.
Agnes ascendió la mirada. Deslizó su enfoque por el pecho, los bíceps marcados, el cuello, la barba y llegó hasta sus ojos. El nudo que se apretó en su garganta, fue peor que la vez que se cayó del caballo. Agnes despegó los labios y elevó más su sábana.
—No. No, Dios. No —susurró no tantas veces, que parecía el coro de una iglesia—. Por favor, Dios. Esto es una pesadilla.
Agnes volvió a cerrar los ojos, esa vez con más fe. Dios la salvaría, era una pesadilla. Agnes se pellizcó el muslo y no lo sintió demasiado. Sí era una pesadilla, ella no podía dormir con el cazador. Cuando volvió a abrir los ojos, el hombre desnudo, apenas cubierto con un trozo de sábana que no llegaba a sus rodillas, continuaba calentando el lado derecho de la cama. Agnes no racionaba, así que para comprobar, se movió hasta la orilla de la cama. Se sujetó del espaldar de madera y usando sus piernas, empujó el cuerpo del cazador al suelo. El sonido seco, sonoro, despertó a Hunter de inmediato, elevándose como un resorte.
Estaba soñando, y no precisamente con ella. Hunter se elevó, desnudo. Agnes amplió los ojos al verlo. Era mejor de lo que sus compañeras le dijeron. Hunter se frotó la cabeza adolorida. Tenía los ojos cerrados, estaba parado junto a la ventana y los reflejos del sol tornaban su piel de un color amarillento. Agnes elevó más la sábana y se hizo un ovillo. Hunter abrió los ojos y aclaró su visión. No le importó estar desnudo. Casi todos los fines de semana lo estaba. El verdadero problema era que estaba con ella.
—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó Hunter.
—¿Qué haces tú en mi cama?
—¿Qué haces desnuda en mi cama? —replicó Hunter.
—No estoy desnuda.
Hunter señaló la parte baja de su cintura, donde la sábana que elevó no la cubría ni un poco. Su piel era rosada, casi idílica.
—Veo tu ombligo, por no decir más —dijo él—. ¡Fuera!
Agnes tiró de la sábana hacia arriba y se colocó de pie. Evitaba mirar de su ombligo hacia abajo. El cazador continuaba desnudo.
—¿Qué demonios te sucede, cazador? —indagó—. ¡Largo!
—¡Lárgate tú!
—Estás en mi habitación. —Agnes se detuvo un segundo cuando miró el ventanal detrás del cazador. Eso no se parecía al hotel donde estaban sus pertenencias—. ¿Dónde carajos estoy?
Hunter miró la tarjeta de la habitación en la mesa junto a la cama. Era una tarjeta dorada, con el nombre de la suite.
—Suite presidencial —le dijo al arrojar la tarjeta a la cama.
—¡Dios mío! —Agnes la sujetó entre sus dedos—. No quiero dejar mi collar de oro para pagar esta noche.
Hunter sentía el mismo dolor de cabeza que ella. Recordaba porciones de la noche anterior, como verla vestida de mesera y beber en la barra de la boda. Recordaba que ella robó un ramo, mismo ramo que estaba sobre la mesa del enorme televisor en la habitación. Hunter miró su cuerpo desnudo y luego a Agnes.
—¿Por qué estás desnuda? —le preguntó.
—¿Por qué tú lo estás? —replicó arrojándole una de las almohadas para que se cubriera—. Seguramente me drogaste.
Hunter se cubrió con la almohada.
—No te drogué. —Hunter buscaba su ropa—. No necesito drogar a una mujer. Se arrojan a mis brazos, como tú anoche.
—Eso no es lo que recuerdo.
Hunter se estiró para recoger su ropa interior.
—¿Recuerdas algo? —preguntó al arrojarle la almohada con la que se cubría, impactando el rostro asombrado de Agnes.
Agnes arrojó la almohada al suelo y tiró de la fina tanga negra que colgaba de la lámpara. No recordaba demasiado. Hunter alcanzó su pantalón en el suelo y le arrojó el corpiño a Agnes.
—¿Ves? —dijo él—. No te drogué.
—Recordaría algo, lo que mantiene la teoría de la droga.
Agnes se sentó en el borde de la cama para colocarse la ropa interior. Hunter fingió no mirarla, pero cuando Agnes se desprendió de su sábana para colocarse el pantalón corto, Hunter contempló su espalda libre de imperfecciones y los muslos tonificados. Hunter dejó de mirarla antes de que Agnes girara para mirarlo. Hunter se colocó la camisa sin abrocharla y se sentó para encajar los pies en los zapatos. Agnes no encontraba sus tacones. Cuando se agachó para buscar bajo la cama, notó algo en su dedo. Alcanzó uno de los tacones y le mostró el dedo anular a Hunter.
—¿Qué es esto en mi dedo?
Hunter vio la cinta que llevaba en el dedo.
—Basura —dijo sin importancia.
Agnes buscó en el suelo las medias que llevaba la noche anterior. Terminaban en un liguero con el mismo material de lo que llevaba en el dedo. Las encontró en el florero del recibidor y se acercó de nuevo a Hunter para mostrarle que se trataba del mismo.
—No parece basura.
Hunter le arrancó las medias y las arrojó por el balcón.
—Es basura.
Hunter caminó a su lado y le golpeó el hombro. Hunter quería creer que todo era parte de un malentendido. Ellos se odiaban, no podían dormir juntos, y menos pasar la noche juntos. Era un error que olvidarían, y si sucedió, terminaría ese mismo día.
—No encuentro mi teléfono —comentó Hunter hurgando en sus bolsillos—. ¿Has visto mi teléfono?
—¿En serio? —preguntó Agnes terminando de colocarse el corpiño—. ¿Te preocupa tu estúpido celular ahora? ¡Tuvimos sexo!
—No es cierto. —Hunter continuó buscando—. No lo hicimos.
—¡Lo hicimos!
Agnes se frotó el cabello con ambas manos.
—Por Dios, iré al infierno.
Hunter frunció el ceño.
—¿Por dormir conmigo?
—Sí —aseguró—. Dormir con tu enemigo es un pecado capital.
Hunter no estaba de humor para discutir por algo que finalmente olvidarían. Y mientras buscaba el teléfono, descubrió que en la grabadora en la parte baja del televisor estaba una luz encendida. Agnes arrojó los tacones sobre la cama y también vio la luz. Le dijo que pulsara el botón. Hunter no lo dudó. Retrocedió y se sentó en el borde de la cama, al otro extremo de ella. El video contaba con excelente resolución. En la imagen aparecieron ellos, Hunter cargó a Agnes y ella se quitó un velo rosa del cabello. Llevaba el ramo de rosas en su mano y cuando Hunter lo bajó, lo dejó en la mesa del televisor. Agnes miró a la cámara y le enseñó el dedo anular, donde llevaba la cinta negra. No era basura, estaban casados. Hunter la observó y buscó con la mirada algún documento. Mientras él hurgaba en los bolsillos de su chaqueta, Agnes introdujo los dedos en su cabello y se frotó la cabeza.
—Ay no. Dios no —imploró con los ojos cerrados—. Oh Dios.
Agnes cerró las piernas y mantuvo los ojos cerrados.
—No. No es cierto. —Los abrió para mirarlo—. ¿Nos casamos?
Hunter se tocó los bolsillos y no encontró ningún documento.
—No. Obviamente no. Esto es un juego. Una cámara escondida. —Hunter señaló el televisor—. No nos casamos. Dios no me quiere castigar. He sido una buena persona. Solo tengo sexo con mujeres solteras. No estamos casados. No es posible.
Agnes se frotó el rostro con ambas manos.
—El video dice lo contrario, y mi cuerpo también.
—¿Tu cuerpo? —indagó Hunter.
—Mi cuerpo sabe cuando tuvo sexo.
Agnes miró el televisor, justo cuando Hunter se inclinó para besarla. Ambos se quedaron mirando el televisor, lo que sus manos hacían, como sus bocas se movían. Hunter la arrojó contra la cama y se quitó la chaqueta. Ella se recostó de sus codos y lo observó arrojar la chaqueta al suelo, desprender los botones de su camisa y arrojarla al suelo, justo donde Hunter la encontró. Ver más sería demasiado, así que Hunter pulsó el botón de apagado.
—No tuvimos sexo —afirmó girando hacia ella.
—El video también dice lo contrario.
Agnes cerró los ojos y se dejó caer de espaldas a la cama.
—No, Dios, por favor no me castigues. Prometo ser buena cristiana. No robaré las galletas de la misa del domingo, ayudaré a los ancianos a cruzar la calle, recogeré un perro lleno de pulgas. Haré lo que sea, Señor —exclamó mirando al techo de luces de neón—. No me manches con el cazador. Dime que no tuvimos sexo.
—Gracias por eso —dijo jocoso—. No me ofendió nada.
—Eres un mujeriego. Estás tan sucio como un perro vagabundo.
Hunter, mientras caminaba, se tocó el pecho con ambas manos.
—Esta suciedad no te la quitará Dios, menos el jabón —replicó mirándola antes de detenerse, cerrar los ojos y alzar las cejas—. Dios no bajará a fregarte la espalda con una esponja rosa. Debes aceptar lo que sucedió anoche. Tuvimos sexo. No es el fin del mundo, y tampoco cambió nada. Ahora creo que te odio más.
Hunter se dejó caer en una silla acolchada que reposaba junto al televisor y ocultó el rostro en sus manos. El que tuvieran sexo no era lo realmente malo, sino lo que sufrirían si estaban casados.
—Es una boda falsa —dijo Hunter después de pensarlo un momento—. No estamos casados realmente. Esto sucede siempre.
Agnes se enderezó, colocó las manos en sus muslos y lo pensó.
—Cierto. Son Las Vegas. Todo es falso.
Hunter alzó las manos.
—Hay que olvidarlo. No estamos casados. No sucedió nada. —Se levantó de la silla—. Nos odiamos. Siempre nos odiaremos.
—Sí. —Agnes planchó su pantalón—. Ni me acuerdo de ti.
Hunter le mostró el rostro de decepción.
—Gracias —replicó—. Te lo agradezco.
Agnes se colocó los tacones, se peinó con los dedos y se quitó las manchas del rímel corrido con las sábanas de la cama.
—No tuvimos sexo. No me acuerdo de ti. No hicimos nada.
Hunter alzó el mentón y la miró a los ojos. A pesar de que estaba despeinada, con el maquillaje corrido y el labial cubriendo la mitad de su mentón, había algo que le agradaba. Hunter llevó su pulgar a su boca, lo mojó y le quitó el labial. Agnes lo empujó y Hunter rio. Siempre sería una bruja, pero desde esa noche, no solo fue una bruja ordinaria, sino la bruja a la que estaba unido.
—No te vanaglories —comentó ella mientras guardaba sus cosas en una pequeña bolsa de mano que llevaba—. De ser fenomenal, habría recordado el sexo con el cazador.
Hunter sacó la memoria donde estaba el video y la guardó en su bolsillo. No sabía cuándo la necesitaría.
—Estabas ebria anoche. —Hunter se peinó en el espejo de la cómoda—. Tienes suerte de no vomitar la cama.
Agnes se tambaleó un poco en sus tacones y Hunter volvió a sujetarla como la noche anterior. De la parte recóndita de su mente nacieron recuerdos, sonidos, aromas, una capilla cubierta de flores, el desgarre de su media y un hombre con una peluca.
—¿Cuántas veces tendré que recogerte? —preguntó él.
Agnes se zafó de sus brazos.
—No más. —Agnes se peinó—. Después de esta noche, no nos dirigiremos la palabra. Quiero odiarte mucho más.
—¿Por el sexo?
Agnes movió los dedos en sus ojos.
—No lo repitas. No sucedió. —Agnes respiró profundo—. No estamos casados. No es una película de Hollywood.
Hunter se inclinó sobre sus labios.
—Espero que no, porque si estamos casados, haré de tu vida un infierno —afirmó antes de enderezarse—. Feliz viaje a Seattle.