—¡Oh, Teresa! ¿Sólo un huevo?— exclamó con aire de reproche.
—Sabes bien, belle-mère, que he tenido que ensanchar tus vestidos casi una pulgada— contestó Teresa.
—Pero tengo hambre— dijo Lady Rothley con aire quejumbroso—, siempre tengo hambre.
—Comes demasiado en las reuniones a las que asistes— dijo Teresa con firmeza—, debes ponerte un poco a dieta cuando estás en casa… además, ello resulta más económico.
Lady Rothley no contestó.
Estaba comiendo con lentitud el huevo, proponiéndose cubrir las dos piezas de pan tostado que Teresa le permitía comer con gruesas capas de mantequilla y dos cucharadas de mermelada.
Le gustaba comer y, sin embargo, quería conservar su pequeña cintura, ya que sabía muy bien que era uno de sus grandes atractivos.
Pero era difícil, muy difícil, cuando todo sabía tan delicioso, pues la comida que servían en las reuniones a las que asistía era extraordinaria.
Ninguna de las anfitrionas eduardianas, se dejaba superar por las demás en lo que a hospitalidad se refería.
Pasaron unos minutos antes que Teresa volviera del estudio de su padre, donde guardaban todos los libros de referencia.
En su mayor parte estaban relacionados con el arte, pero, además, Teresa tenía siempre un ejemplar del libro de Debrett, porque era importante saber, cuando había que escribir cartas a los nobles que pedían consejos sobre arte a su padre, cómo dirigirse a ellos en forma correcta.
Al entrar en el dormitorio de su madrastra, Lady Rothley levantó la vista con expresión expectante.
—¿Y bien?— preguntó.
—Tiene treinta y nueve año contestó Teresa— posee una casa en Londres y otra en Somerset, pertenece a todos los mejores clubes y… — se detuvo consternada—, es casado y tiene cinco hijos.
Lady Rothley lanzó una exclamación de protesta.
—Todos los hombres casados debían llevar una marca en la frente, o una cadena alrededor de la muñeca— dijo irritada.
Teresa se había echado a reír.
—No te preocupes, belle-mère, tal vez él consiga que su esposa te invite a una fiesta elegante, donde podrías conocer solteros elegibles.
—Pero fue tan encantador anoche conmigo— dijo Alaine haciendo una monería—. Debí haber adivinado, ¿no crees?, que todo no iba a ser color de rosa.
—Como aquel hombre que conociste la semana pasada y que estaba al borde de la quiebra— contestó Teresa—, tuve mis sospechas respecto a él cuando vi que pertenecía sólo a un club, y no muy importante.
Mientras Teresa se dirigía a la Galería Nacional, en un transporte público tirado por caballos que la dejaría en la Plaza de Trafalgar, trató de no pensar en el hecho de que el último recuerdo de su padre tendría que ser sacrificado en aras de la moda.
Había estado conservando el dibujo de Durero, porque le gustaba mucho y también porque, como había dicho cuando tuvo que vender otro cuadro de aquel pintor:
—Debemos tener algo en reserva, para una emergencia.
Pensaba, al decir eso, en que ella o su madrastra podían enfermar, que el techo podía empezar a gotear o, lo que sería todavía un desastre mayor, que Agnes quisiera retirarse.
Nunca podrían adquirir una sirvienta tan barata como ella, y Teresa lo sabía demasiado bien. Además, como Agnes, había estado con su madre hasta que aquélla murió, Teresa le tenía especial afecto a la anciana y no podía imaginarse la casita de la calle Curzon sin ella, pero Agnes tenía setenta y siete años y no estaba lejano el día en que ya no podría realizar las tareas de tener limpias las habitaciones y preparar sus frugales comidas.
Teresa cocinaba siempre que se requería algo especial, pero tenía tanto que hacer por su madrastra, que le quedaba poco tiempo para otras cosas.
Aunque casi todos los vestidos de Lady Rothley, desde que abandonó el luto, habían sido comprados a las costureras, era Teresa quien adornaba sus hermosos sombreros, en una forma mucho más económica de lo que habría significado adquirirlos en una tienda.
Y era Teresa, también, quien planchaba, zurcía y lavaba, y ella quien conseguía que un vestido viejo se viera como nuevo, gracias al uso inteligente de nuevas cintas, volantes o flores.
Cuando regresó a casa eran más de las seis y comprendió que las tiendas debían haber cerrado ya. Por lo tanto, no le sorprendió encontrar a su madrastra acostada en el sofá del salón del primer piso.
Con los ojos cerrados, parecía una Venus en reposo. Pero cuando Teresa abrió la puerta, levantó la cabeza y preguntó a toda prisa:
—¿Cuánto te dieron?
—¡Setenta y cinco libras!— contestó Teresa.
Lady Rothley lanzó un pequeño grito de felicidad y se incorporó.
—¡Setenta y cinco libras! ¡Eso es maravilloso!
—No debemos gastarlo todo… de veras, no debemos hacerlo, belle-mère— sugirió Teresa.
Al ver la expresión del rostro de su madrastra, añadió:
—Estaba pensando, en el camino de regreso a casa, que podríamos guardar veinticinco libras para una emergencia, y tú puedes gastar el resto.
—¡Bueno, supongo que las cincuenta libras, es mejor que nada!— dijo Lady Rothley con un ligero gruñido.
—Puedo adornarte los sombreros que usaste el último verano, de modo que nadie los reconocerá— dijo Teresa—, y estaba pensando que si le ponemos un encaje blanco nuevo al vestido que usaste en Ascot, se verá muy diferente, y el color te sentará muy bien.
Mientras hablaba se dio cuenta de que su madrastra no la estaba escuchando.
Era tan poco usual que Alaine, no prestara atención cuando se hablaba de ropa que Teresa preguntó a toda prisa:
—¿Qué sucede? Hay algo que no me has dicho.
Lady Rothley pareció un poco inquieta. Entonces murmuró:
—El Duque, espera que lleve conmigo a una doncella. Teresa se quedó inmóvil un momento y luego se dejó caer en una silla.
—¿Te dijo eso él?
—¡Por supuesto! Me dijo: “Si tú y tu doncella están en la Estación Victoria a las diez de la mañana del viernes, el Coronel Anstruther se hará cargo de ustedes”.
—¿Es su administrador?— preguntó Teresa.
—Sí. Un hombre encantador, por cierto. Lo he visto varias veces en la Casa Chevingham. Es un caballero, por supuesto, y el Duque parece depender de él para todo.
Estaban evadiendo el problema y ambas lo sabían. Después de un pesado silencio, Teresa dijo:
—¿Es absolutamente… esencial que lleves una doncella?
—¿Pero cómo podría yo, pasármela sin una, de cualquier manera?— preguntó Lady Rothley—, sabes bien que no sé hacer nada sola, y todas las otras damas llevarán una doncella, como es natural.
—No va a ser fácil— contestó Teresa—, aparte de lo que cuesta una buena doncella en la actualidad, yo tendría que entrenarla y ya casi no queda tiempo para ello.
—Estoy segura de que podrás encontrar una buena doncella en la agencia doméstica de la Calle Mount— dijo Lady Rothley con voz llena de confianza.
—Podrías decir que tu doncella se enfermó, o que es demasiado vieja, como la pobre Agnes— sugirió Teresa—, entonces tal vez el Coronel Anstruther, te proporcione una doncella francesa, o una de las doncellas de la casa podría ayudarte.
—¡No una doncella francesa!— Lady Rothley lanzó un pequeño grito—, sabes lo mal que hablo francés. Nunca lograría que ella me entendiera y, además, me avergonzaría llegar con tanto equipaje, sin nadie que se hiciera cargo de él.
—Muy bien— aceptó Teresa—, pero eso significará un vestido menos, ¿Te das cuenta?
Lady Rothley hizo un despreocupado mohín.
—No puedo pasármela con menos vestidos de los que ya he ordenado. Estoy segura de que Dottie Barnard estará en el grupo y ya te he dicho lo elegante que es. Todas las noches estrena un vestido y usa joyas que eclipsan a los propios candelabros.
—Pero sir William es uno de los hombres más ricos de Inglaterra— replicó Teresa, con cierta frialdad.
—Lo que explica que tenga tanta amistad con el Rey y con todos los Rothschild. ¡Oh, Teresa, si sólo tuviéramos un poco de dinero!
—Si te casas con el Duque, tendrás todo el que quieras y mucho más— contestó Teresa.
—Entonces me niego, me niego terminantemente a ir al sur de Francia como una mendiga, sin tener una doncella que me acompañe. Aunque Dios sabe, Teresa, que no quiero una de esas mujeres estiradas y meticulosas, que se queje de tener que zurcir mi ropa porque se está cayendo a pedazos.
Lady Rothley se recostó en los cojines del sofá, con expresión exasperada.
—El problema, Teresa, es que quiero tener muchas cosas nuevas y sólo gracias a ti, puedo usar las pocas que tengo.
—Lo sé, pero debemos tratar de encontrar una doncella comprensiva, que sea también hábil con la aguja.
—Puedes estar segura de que va a gruñir y a quejarse— gimió Lady Rothley—, como esa desagradable doncella que tuve antes que tu padre muriera. “De verdad, milady„ su ropa interior parece un rompecabezas”, solía decirme. ¡Ah, cómo me disgustaba esa mujer!
Teresa se echó a reír.
—No permaneció mucho tiempo con nosotros, y después que se marchó, encontramos todas las cosas que se había negado a remendar en el fondo de uno de tus cajones.
—¡Por lo que más quieras, no me vayas a conseguir a alguien como ella!— suplicó Lady Rothley—, y tuvimos también a aquel otro horror de mujer… ¿cómo se llamaba?
—Me imagino que te refieres a Arnold— contestó Teresa.
—¡Eso es… Arnold! Siempre estaba tomando el té cuan do yo la necesitaba y se negaba a aparecer hasta que la “sagrada taza”, como ella la llamaba, estaba vacía.
Teresa se echó a reír de nuevo.
—Veré si puedo encontrar una doncella que no tenga debilidad por el té.
—Todas la tienen— le aseguró Lady Rothley—, es la “droga de los sirvientes”, pero cuando se lo dije una vez a tu padre, contestó que era preferible a la ginebra. La verdad, no comprendí qué quiso decir con eso.
—Supongo que papá estaba pensando en las grandes cantidades de ginebra que consumían los sirvientes en el Siglo XVIII, y desde luego, en todas las casas importantes todavía beben una enorme cantidad de cerveza.
—En lo que a mí respecta, los sirvientes pueden beber champaña si lo desean, con tal de que estén siempre disponibles cuando los necesito. Pero me aterra pensar en la doncella que podrás conseguirme.
Teresa no contestó.
Se estaba quitando el sencillo sombrero que se había puesto para ir a la Galería Nacional y alisando las ondas de su cabello rojizo oscuro.
Era muy esbelta y graciosa, pero se veía muy diferente de las elegantes damas con las que su madrastra alternaba.
Como para acentuar la diferencia, en lugar de dejar que su cabello cayera al frente, en ondas, se lo estiraba hacia atrás y se lo anudaba en un moño en la parte posterior de la cabeza.
A veces, sin proponérselo, algunos pequeños mechones rizados caían alrededor de su cara y suavizaban la severidad de su peinado, que tenía reminiscencias de las Madonnas que pintaban los viejos maestros italianos.
Teresa, que apenas si se fijó en su imagen reflejada en el espejo, apartó de su rostro algunos mechones. Estaba pensando en su madrastra y en el problema de encontrarle una doncella que fuera de su gusto.
Sólo ella estaba al tanto de las malas condiciones en que se encontraba la mayor parte de la ropa interior de su madrastra. Ella zurcía, una y otra vez las medias de Alaine, en lugar de tirarlas, como habría hecho cualquier otra dama elegante.
Lady Rothley parecía estar pensando lo mismo, pues dijo con un ligero gemido, desde el sofá:
—Oh, Teresa, si tú pudieras venir conmigo!
—Ojalá pudiera— contestó Teresa—, daría cualquier cosa por conocer el sur de Francia. Papá me lo describía con frecuencia, pues una vez estuvo ahí, hospedado en la Villa de Lord Salisbury, en Beaulieu, y visitó la Villa Victoria, que pertenece a la señorita Alice Rothschild. Me dijo que estaba atestada, literalmente, de objetos de arte. Tienes que ir a visitarla, belle-mère.
—No me interesan los tesoros artísticos— contestó Lady Rothley—. Sólo me interesa el Duque. Ojalá sepa de qué hablarle.
—A él le interesan mucho las pinturas. Tiene una magnífica colección de cuadros en la Casa Chevingham, como debes haber visto ya, y otros también muy notables en su casa de campo. Papá hablaba con frecuencia de la Colección Chevingham.
—Si el Duque me habla de ellos, ¿qué voy a contestarle? No sé bien lo que voy a decir— dijo Lady Rothley con disgusto—. Sabes bien que nunca puedo recordar los nombres de todos esos horribles pintores. Ignoro qué diferencia hay entre Rafael y Rubens. En realidad, todos me parecen iguales.
—Entonces, no digas nada— suplicó Teresa—, cuando papá daba conferencias para los estudiantes, les decía que todo lo que él deseaba que hicieran era “ver y oír”. Eso es todo lo que tendrás que hacer, belle-mère, ver y oír, nada más.
Sonrió y su voz se suavizó al decir: