El cirujano del regimiento dictaminó que el Coronel había muerto de un ataque al corazón y, salvo Sir Frederick y un oficial superior del regimiento, nadie más supo con exactitud lo que había sucedido; excepto, desde luego, Azalea.
—La absurda conducta de tu padre pudo haber hecho caer la desgracia sobre su familia, su regimiento y su país— había dicho el General a Azalea cuando la tuvo frente a él en su estudio—, por eso, jamás en tu vida hablarás de eso con nadie. ¿Está claro?
Se hizo el silencio por un momento y después Azalea había respondido en voz baja:
—Por supuesto que jamás hablaría de ello con un extraño, pero me imagino que un día, cuando me case, mi esposo querrá saber la verdad.
—¡Tú no te casarás nunca!— declaró él con firmeza.
Azalea había mirado a su tío con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué no voy a casarme?— preguntó.
—Porque, como tu tutor, jamás daré mi consentimiento para que lo hagas— contestó el General—, tienes que pagar el precio de los pecados de tu padre y te llevarás a la tumba el secreto de lo que sucedió en la India.
Por un momento, la mente de Azalea se negó a aceptar una cosa semejante, pero luego el General añadió con desprecio:
—Como eres muy poco atractiva, no me parece probable que algún hombre quiera casarse contigo. Sin embargo, si alguien fuera tan ciego como para pedir tu mano, perderá el tiempo.
Azalea había contenido el aliento y no supo qué contestar.
Eso era algo que no había previsto y que jamás creyó, que pudiera ocurrirle.
Tenía sólo dieciséis años y, por lo tanto, no había entregado aún a nadie el corazón; pero en el fondo de su alma tenía la esperanza de casarse algún día y tener hijos y quizá, ya casada, seguir formando parte del regimiento.
El regimiento era su hogar, una parte de su vida. «Un día…», se había dicho a sí misma al salir de la India, «volveré y estaré de nuevo con ellos».
Y en aquel momento su tío le estaba diciendo que todo lo que le deparaba el futuro era servir a su tía y ser reñida o insultada una docena de veces al día. No sólo el crimen de su padre pesaba sobre sus espaldas, sus tíos le habían hecho notar con toda claridad que les disgustaba sobremanera que su madre hubiera sido rusa.
—No mencionarás nunca el origen de tu madre a nadie— advirtió Sir Frederick a Azalea—, tu padre hizo una elección muy desafortunada y se lo hice notar cuando se casó.
—¿Por qué?— preguntó Azalea.
—Porque la mezcla de razas nunca es una cosa deseable. ¡Y los rusos no son siquiera europeos! Tu padre debió haberse casado con una muchacha inglesa decente.
—¿Está insinuando que mi madre no era una mujer decente?— preguntó Azalea furiosa.
Sir Frederick había apretado los labios.
—Como tu madre está muerta, no expresaré mi opinión acerca de ella, pero insisto en que guardes silencio respecto a su origen ruso.
La voz del General se hizo más aguda al continuar diciendo:
—En cualquier momento podemos estar de nuevo en guerra con Rusia, esta vez en la frontera noroeste, ya que los rusos inquietan a las tribus, se infiltran en nuestras líneas y sus espías andan por todas partes.
Miró airado el pálido rostro de Azalea y añadió con dureza:
—Me siento avergonzado de tener que dar casa y comida a alguien que trae en sus venas sangre traidora y venenosa. ¡Jamás mencionarás el nombre de tu madre mientras estés bajo mi protección!
Al principio Azalea se sentía demasiado desventurada para comprender k) que le estaba sucediendo; pero después de un año, cuando ya no le permitieron seguir estudiando, se encontró con que casi era una sirvienta más.
A los diecisiete años, cuando las gemelas, sus primas hermanas Violeta „y Margarita, se sentían emocionadas ante la perspectiva de hacer su debut en sociedad y empezar a asistir a bailes, se convirtió en doncella personal, costurera, secretaria y ama de llaves.
Ahora, a los dieciocho, pensaba que había pasado toda la vida como sirvienta y que no había nada que esperar del futuro más que atender a las mismas obligaciones, día tras día.
Entonces, como un milagro caído del cielo, llegó la noticia de que el General había sido relevado del cuartel que tenía a su cargo en Inglaterra y debía marchar a Hong Kong.
Azalea casi no podía creerlo. Al principio, estuvo segura de que la dejarían atrás a ella, pero después comprendió que les preocupaba la posibilidad de perderla de vista, debido al estigma de la muerte de su padre. Aquello era todavía para el General un secreto amenazador.
A Azalea jamás la presentaban a la gente de sociedad que acudía a la casa, y aunque el General y su esposa no podían negar que era su sobrina, decían a todos que era muy tímida e insociable.
—A Azalea no le interesan las fiestas ni los bailes— dijo una vez su tía a una amiga, quien había sugerido que la incluyeran a ella en una invitación que recibieron sus primas.
Azalea la escuchó y hubiera querido gritar que no era verdad, pero comprendió que sólo lograría provocar la cólera de su tío y que su posición no cambiaría.
Pero, cuando menos, en Hong Kong estaría más cerca de su amada India y allí, también, habría sol, flores, pájaros y personas que le sonreirían.
—Si tiene la bondad de llevar los emparedados a la biblioteca, le voy a pedir otro favor— dijo la señora Burrows interrumpiendo las reminiscencias de Azalea—, hay una botella de whisky en la alacena. El General dijo que no la sacáramos hasta que la fiesta terminara, o de lo contrario los invitados se la beberían. ¡Ya sabe que le gusta guardar el whisky para él!
—Sí, lo sé— asintió Azalea—, también me la llevaré para evitarle al señor Burrows el trabajo de hacerlo más tarde. Sé que su reumatismo lo ha estado molestando mucho.
—Es usted muy bondadosa, señorita Azalea. No sé qué habría hecho sin su ayuda para preparar la cena y el refrigerio de medianoche.
Era cierto. Ella había preparado casi todos los platillos principales, pues la práctica la había convertido en una cocinera experta.
—¡Bueno, me alegro que hayamos terminado!— exclamó en voz alta mientras tomaba el plato de emparedados adornados con ramitas de perejil—, tendré a tomar una taza de té con usted, señora Burrows, en cuanto deje esto.
—Bien merecida se la tiene, señorita Azalea— contestó la anciana.
El viejo Burrows ya había preparado una bandeja, con la botella de whisky del General y dos copas, y Azalea la tomó, poniendo en ella el plato de emparedados.
Al dirigirse a la biblioteca escuchó, en la distancia, el sonido de la música procedente del salón principal de la casa, el cual había sido despejado para servir de pista de baile.
Era una habitación grande y atractiva, iluminada con lámparas de gas, y provista de ventanales franceses que daban al jardín y que, por ser invierno, se mantenían cerrados. Pero Azalea podía imaginarse lo agradable que debía ser en el verano. Cuando hacía suficiente calor para salir hacia el fragante jardín, que a ella se le antojaba encaramado en lo alto de Londres.
Azalea sabía muy bien que su abuelo había tenido pasión por la jardinería. Al retirarse del ejército, se había dedicado a cultivar flores exóticas, haciendo traer flores de todo el mundo, algunas de las cuales jamás habían sido vistas antes en Inglaterra.
Fue su obsesión por las flores, la que había impulsado al Coronel Osmund a disponer que sus nietas debían ser bautizadas con el nombre de una flor.
—Fue típico de tu madre —había dicho Lady Osmund en una ocasión a Azalea—, haber escogido un nombre tan poco apropiado para ti.
A Azalea le parecía que los nombres de Violeta y Margarita no revelaban mucha imaginación, pero había aprendido, después de unos meses de convivir con su tía, que era mejor no contestarle.
Su tía, una mujer alta, robusta y autoritaria, tenía la costumbre de abofetearla y pellizcarla hasta dejarle la cara encendida y morada la piel de los brazos.
Ahora, mientras se dirigía a toda prisa a la biblioteca llevando consigo los emparedados y el whisky que el General buscaba todas las noches antes de irse a la cama, Azalea se preguntó cómo se sentiría si hubiera tenido un vestido nuevo y pudiera asistir a la fiesta de su tío.
Sabía, por las invitaciones que había hecho, que había muy poca gente joven entre los asistentes: sólo algunos oficiales e hijos de familias que su tía consideraba de importancia social.
Entró en el estudio, que estaba en el lado opuesto a los salones de recepción, y al ver el fuego que ardía alegremente en la chimenea se alegró, de que Burrows hubiera recordado encenderlo.
La luz de la lámpara de gas lanzaba un suave resplandor que disimulaba el descolorido tapiz de los sillones y alfombra gastada por el uso.
Pero había libros en los anaqueles que rodeaban la habitación y Azalea, aunque disponía de poco tiempo, ya había subido algunos de ellos a su dormitorio y los había leído con placer.
En aquella casa, sin embargo, era difícil leer hasta muy tarde, porque su habitación era muy fría.
Violeta y Margarita, lo mismo que su madre, tenían chimeneas en sus dormitorios, que una doncella se encargaba de encender temprano por la mañana y que permanecían encendidas durante todo el día.
Pero a Azalea no le concedían ese privilegio, y todas las frazadas que se ponía encima no impedían que temblara de frío y que la nariz se le pusiera azulada, aun con las ventanas cerradas.
Puso el whisky y los emparedados en una mesa lateral y se volvió hacia la chimenea, para extender las manos hacia el fuego.
Al hacerlo, vio reflejada su imagen en el espejo que colgaba por encima de la repisa.
Su apariencia había cambiado en los últimos dos años. Sus senos eran todavía un poco inmaduros, pero sus huesos no eran ya tan prominentes.
Su rostro tenía forma de corazón, muy parecido al de su madre, y los ojos se le habían vuelto tan grandes que con frecuencia llamaban la atención de quien los veía.
Estaba muy pálida, pero eso se debía a que trabajaba con exceso y casi nunca salía de casa. Se examinó con cuidado. No sabía si su cabello oscuro y sus grandes ojos preocupados eran o no atractivos, pero le hubiera gustado que su padre estuviera allí para darle su opinión. Luego, bajó la vista hacia el amplio delantal que se había puesto para cocinar.
Bajo el delantal traía puesto un vestido que había pertenecido a una de sus primas. Las gemelas se vestían siempre con ropa idéntica y Azalea comprendía que, aunque los tonos pastel de sus trajes las favorecían a ellas, no eran los adecuados para su piel y cuando se los daban para que los usara ya estaban descoloridos y maltratados.
—Bueno, ¿quién va a verme, de cualquier modo?— preguntó en voz alta a su imagen, y en ese momento oyó pisadas que se acercaban a la puerta.
Comprendió que no era probable que fuera su tío, quien estaba atendiendo a sus invitados y, como no deseaba encontrarse con desconocidos, se deslizó a toda prisa tras las pesadas cortinas de terciopelo que cubrían las ventanas.
Apenas tuvo tiempo de esconderse antes que la puerta se abriera.
—No hay nadie aquí— dijo un hombre con voz profunda—, sentémonos por un momento, George. ¡Creo que hemos cumplido ya con nuestro deber!
—El deber era sólo tuyo, Laurence— contestó otra voz masculina.
Como ella había enviado las invitaciones, Azalea supo quiénes eran los dos hombres. Había sólo un invitado en la lista con el nombre de Laurence y ése era Lord Sheldon, quien, al aceptar la invitación, había podido traer con él a un amigo, el Capitán George Widcombe, que se hospedaba con él en esos momentos.