Capítulo 4: El juego del poder.

1375 Words
★ Nicolás —¿No has recibido ninguna noticia sobre Andrea, verdad? —pregunté con ansiedad al investigador a cargo de localizar a mi prometida, apretando los puños con fuerza. —Lamento informarle que aún no hemos obtenido ningún indicio sobre el paradero de la señorita Collins. Sin embargo, hemos descubierto que se reunió con su padre hace unos días —respondió el investigador con voz monótona, ajustando los lentes sobre su nariz. Lo observé con desprecio, conteniendo mi impaciencia mientras seguía hablando de trivialidades irrelevantes sobre Andrea, con gestos exagerados. Me preguntaba cómo alguien podía estar tan inmerso en asuntos que no me interesaban en absoluto. Después de unos minutos, finalmente se retiró y entró Gerald, mi asistente personal, con su habitual expresión amable. —Hemos hecho lo que pediste, Evans —anunció con una sonrisa, manteniendo la cabeza inclinada en señal de sumisión. Su manía de usar mi apellido junto con el término «joven» siempre me había irritado profundamente. ¿No entendía mi superioridad? —Si vuelves a llamarme joven Evans, te aseguro que este abrecartas atravesará tu cráneo —lo interrumpí, lanzándole el abrecartas con desprecio y gesto de desdén. Mi intento fallido solo dejó un agujero en la pared, rozando apenas su cabeza. —Lo siento, señor Nick —balbuceó, evitando mi mirada. —La deuda del señor Rubalcaba ha sido cobrada, tal como solicitaste. Lo hemos eliminado. Sus palabras me llenaron de satisfacción. Por fin me había librado de él y su molesta deuda. —¿Y quién se hará cargo de la deuda de ese hombre? —pregunté, notando un atisbo de ansiedad en mi voz, con los ojos entrecerrados en una expresión de intriga. Gerald se puso de pie y me siguió mientras salíamos de mi opulenta empresa, con paso apresurado y una mirada nerviosa. Subimos a mi automóvil y él se acomodó en el asiento del copiloto, con la carpeta entre sus manos. Encendí el motor y comencé a conducir con imprudencia, despreciando las normas de tránsito y arrollando todos los autos que se atrevían a interponerse en mi camino. La velocidad era mi mayor adicción y sabía que la ley no podía detenerme. Después de todo, en esta vida, todo se puede conseguir con dinero. Nos dirigimos hacia otro de mis negocios, uno de los casinos más grandes y lujosos de la ciudad. No solo lo dirigía, sino que lo había fundado yo mismo. Aquel lugar era un festín para los sentidos, donde se respiraba el aroma a éxito y riqueza. Las mujeres hermosas y las apuestas legales e ilegales llenaban cada rincón del casino, creando una atmósfera de euforia y deseo. Bajé al sótano, donde se llevaban a cabo las peleas clandestinas y las apuestas más arriesgadas. Allí, dos hombres se enfrentaban en una lucha encarnizada para demostrar quién era el mejor. Gerald me entregó una carpeta con información sobre la familia Rubalcaba. —La deuda será saldada por su hija, Eva Rubalcaba. Me encargué de intimidarla, pero ahora tenemos un problema —me informó con frialdad, añadiendo un matiz de intriga al asunto. Gerald abrió la carpeta y me mostró las primeras páginas, llenas de información aburrida acerca de esa familia disfuncional. Un abuelo paralítico, una esposa despreciable y una hija insignificante que apenas había superado la mayoría de edad. —Mátalos a todos. No voy a esperar a que una niñita me pague millones de dólares que ni siquiera un adicto a las apuestas pudo pagar. Necesito que lo hagas —ordené con arrogancia y superioridad, dejando claro mi desprecio por la vida de los demás. Gerald bajó la mirada y susurró: —Sí, señor. Una cosa más: el hombre que se hace pasar por oficial, el encargado de escoltar a la joven al prado, quiere más dinero. Si no se lo damos, amenaza con hablar con las altas esferas. Una oleada de ira recorrió mi cuerpo. ¿Acaso no se suponía que ya le había pagado lo suficiente? La traición me irritaba más que cualquier otra cosa. Pero sabía cómo lidiar con los traidores. —La pelea es decepcionante. Necesito encontrar peleadores más talentosos. Esto se vuelve tedioso —mascullé con desprecio, notando la falta de emoción en el combate. Gerald intervino rápidamente para tratar de solucionar el problema: —Sí, pero quiere más dinero. Está encerrado aquí abajo. Una sonrisa siniestra se dibujó en mi rostro. —Sube a ese hombre a la arena de peleas. Me ocuparé de entregarle su pago personalmente —anuncié con malicia, anticipando el placer de enfrentarme cara a cara con aquel que osaba desafiarme. Gerald asintió con sumisión y se retiró para cumplir con mi encargo. Después de todo, nadie se atreve a desobedecerme. Soy el dueño de este mundo y todos están a mi merced. Unos minutos después, ingresó el imponente oficial Lewis a la arena de pelea. Su corpulenta figura contrastaba con mi apariencia elegante. Me despojé de mi saco con paciencia, mostrando mi impecable camisa desabotonada. La dejé colgada entre las cuerdas del ring, mientras ascendía con seguridad hacia la plataforma del combate. El ruido ensordecedor de la multitud creaba una atmósfera vibrante y expectante. Observé a Lewis, quien me dedicó una sonrisa altanera antes de lanzar su primer golpe. Sin esfuerzo, esquivé su desesperado intento de alcanzar mi rostro. Con arrogancia, mostré mi puño cerrado y lo estrellé contra su mandíbula, haciendo que cayera de espaldas al suelo. —¿Tan débiles hacen a los policías hoy en día? —burlé mientras me reía a carcajadas, alimentando mi ego narcisista. Mi satisfacción creció al escuchar sus gemidos de dolor. —Hice lo que me pediste, quiero que me paguen como es debido o todo el mundo se va a enterar de qué clase de persona eres, ¡un criminal! —proclamó con aire despiadado. El poder de mi posición en el submundo criminal me permitía amenazar a cualquiera sin temor a represalias. Siguiendo mi impulso destructivo, llevé al oficial contra las cuerdas del ring y apoyé su cabeza con fuerza descendente sobre ellas. El hombre luchaba desesperadamente por respirar, su rostro estaba contraído de angustia. Sin pensarlo dos veces, bajé aún más su cabeza con violencia, hasta que finalmente me soltó. Era la señal inequívoca de su muerte. Una muerte rápida y sin sentido alguno, tan aburrida que incluso a mí, un ser despiadado, me resultaba inaguantable la tediosa falta de desafío. Descendí del ring con paso decidido y me dirigí al último piso del lujoso casino donde se encontraba mi oficina. Desde allí, disfrutaba de una vista panorámica del lugar, un recordatorio constante de mi poder y dominio sobre el mundo criminal en el que me desenvolvía. Mientras observaba impasible el escenario a mi alrededor, mis ojos escudriñaron cada rincón en busca de algo que captara mi atención. Fue entonces que divisé una figura intrigante que me resultó familiar. —¡Andrea! —pronuncié su nombre, dejando escapar un susurro cargado de emoción y curiosidad. La idea de encontrarla y de enfrentarla despertó un torbellino que apenas podía contener. Salí corriendo de mi oficina, decidido a descubrir qué papel jugaba ella en este juego que parecía desafiar mi control. Sin embargo, por más que buscaba incansablemente, la figura de esa maldita mujer se esfumaba ante mis ojos, como una sombra esquiva que se burlaba de mis intentos por atraparla. Desesperado, revisé incluso las grabaciones de las cámaras de vigilancia, pero solo obtuve la frustrante certeza de que mi mente jugaba maliciosamente conmigo, alimentando mi paranoia y delirios de grandeza. Regresé a mi oficina, frustrado y confundido. Mi cabeza era un hervidero de pensamientos que rebotaban sin cesar en mi mente, cada uno de ellos una punzada de duda y obsesión. Las palabras del investigador resonaban en mis oídos, recordándome que Andrea había cruzado su camino con el de mi padre. Aquella revelación me atormentaba, despertando la necesidad de confrontar personalmente al idiota irresponsable que era mi progenitor. Después de un intenso debate interno, finalmente tomé la decisión de emprender un viaje a la búsqueda del hombre que, por diez largos años, había evitado confrontar. Sería una demostración más de mi poder y dominio, una oportunidad para recordarle al mundo y a mí mismo quién era el verdadero dueño de todo.
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