Al girar mi pesado cuerpo sobre la cama e intentar abrir los ojos, noté sobre el escritorio de madera una minúscula tanga roja, colgando de uno de los trofeos ganados en los últimos rodeos. Me estallaba la cabeza al mover los brazos para estirarme y mi estómago ardía de dolor. Sentía que la habitación se encogía, la madera del techo se caía y el planeta entero giraba dentro de una mano gigante que buscaba extraer mi vómito.
Froté mis ojos con fuerza y observé con mayor claridad la desnuda piel a mi lado. La cama seguía tibia por su cuerpo, el cabello rubio reposaba en la almohada y su respiración apenas se escuchaba. Me quedé dormido con ella todavía en mi cama, después de subir tambaleante las escaleras del rancho y tener sexo por más de una hora. De mis conquistas, era la única que amanecía conmigo y era normal en la mañana.
Shelby Caldwell era la predilecta hija del veterinario y reverendo del condado. Era la típica mujer que se encendía con una caricia sucia, y no medía con quien iba a la cama. No le importaba si el hombre era casado, soltero o un recién llegado al condado, siempre y cuando mutilara sus insaciables libidos. Lo nuestro inició como algo temporal. Al paso de los años entendimos que estábamos hechos el uno para el otro. A ninguno nos gustaban las relaciones formales, las citas, ni los peluches.
Tenía su rostro contra la almohada y el cuerpo desnudo. Dejaba poco a la imaginación, aun cuando la mayoría de los hombres del condado tenían una historia con la despampanante rubia. Miré hacia otro lugar, uno donde su cuerpo no fuera lo único en mi campo de visión. Tenía mucho dolor de cabeza y el alcohol subía por mi garganta como una estampida. Ella seguía inerte sobre la cama, al enderezarme como un resorte y ahogar las ganas de vomitar que se unían a los estallidos en mi cabeza.
En ocasiones terminaba como esa noche: borracho hasta los tuétanos y con una banda ganadora pegada a los dedos del pie. La cinta tenía un borde escarchado, un número uno timbrado en la zona superior y dos tirantes del mismo azul. Cuando me emborrachaba, era poco lo que lograba recordar a la mañana siguiente. Por suerte, en esa ocasión, retuve más de lo normal. En los múltiples intentos por recordar, encontré sucesos de la noche anterior, entre un mar de alcohol que atestaba mi sangre.
Volví a jurar sobre la ciénaga de mi vómito jamás volver a beber así.
Recordé asistir a un rodeo en la manga del Álamo poco antes de las seis. Steven me contactó esa misma mañana, y me ofreció quinientos por vencer a un pueblerino del condado vecino. El muchacho era prepotente y altanero, lo que causó un bullicio de carcajadas al caerse del toro tres segundos después de subirse. El premio final fue una maldita cinta de un material perecedero, cinco billetes en mi bolsillo y emborracharme en la barra hasta perder los pocos sentidos que aún conservaba.
Froté mis sienes con la punta de los dedos e intenté recordar más detalles. El mareo era insoportable. No toleraba ningún tipo de ruido y mi cuerpo entero ardía como brazas de la chimenea. La resaca retumbaba en mi cabeza. Era asqueroso sentirme así. ¡Los malditos efectos secundarios de unas horas de diversión durarían el día entero! Cuando sentí la bilis subir por mi garganta, me levanté y corrí al baño. Arrojé el licor en la letrina y me aferré a la blancuzca cerámica del inodoro.
Mi boca soltó hasta la última gota del jodido alcohol ingerido. Me deshidraté por completo y necesité de inmediato un vaso de agua. Me enderecé y sostuve de la pared del lavado, hasta que el malestar cesó. Al levantarme, retuve gárgaras de enjuague bucal para aminorar el mal sabor de boca y el gustillo de Shelby. No quería nada que me recordara a ella, aunque seguía dormida en mi cama y las sábanas tendrían su olor.
Tras buscar en la despensa de medicamentos una pastilla que mitigara el dolor, ingerí un asqueroso analgésico e imploré que el molesto estallido cesara por completo. Prometí nunca volver a beber así. Sabía que no lo cumpliría; hice la misma promesa el fin de semana anterior. Me deshice de los escalofríos y coloqué un pie en la baldosa de la ducha. Esperé que las paredes del baño dejaran de contraerse, y me sujeté de la llave de la ducha para no caer al suelo como el tambaleante borracho que era.
Cuando mi mundo regresó a su lugar, abrí el grifo y permanecí una eternidad bajo el agua caliente. Diluí cada minúsculo residuo pegado a mi piel tras la borrachera.
Al salir de la ducha, envolver mi cuerpo en la toalla e ingerir un vaso de agua, entré a la habitación y observé a la bella durmiente levantarse de la cama. Odiaba despertar junto a ellas después del sexo. Solía ser incómodo decirles que no volvería a llamarlas. Lo que más amaba de estar con Shelby, era que con ella no sucedía; regresaría sin necesidad de llamarla y me haría vibrar con cada excitante posición practicada.
Shelby era una belleza singular, de esas pocas mujeres que aún quedaban al natural. No necesitaba colocarse nada especial para lucir como una mujer, mas no llegaba al estatus de dama. Era perfecta, lo sabía. La mala administración de su preciosidad la opacaba entre la multitud, y las personas con las que dormía la convertían en una más del montón, sin importancia para un hombre que buscara algo sólido o una relación duradera. En nuestro caso funcionaba su promiscuidad y mi falta de voluntad.
La observé colocarse mi camisa de cuadros, —la utilizada la noche anterior―, para cubrir la parte superior del cuerpo, mientras buscaba su ropa en el piso. Lucía tan sugestiva como siempre, con su larga melena platinada y los hermosos ojos añiles. Me detuve en la puerta del baño, cruzado de brazos y con una sonrisa en los labios. Ella no se percató de mi presencia, lo que facilitó sorprenderla por la espalda.
—¿Te vas? —inquirí en su oído.
Giró sobre sus talones y dibujó una coqueta sonrisa en sus labios. Acortó los centímetros que nos separaban, al recorrer con la gélida punta de sus dedos mi endurecido abdomen y aferrar sus pequeñas manos al nudo de la toalla. Al aparecer en sus ojos el mismo brillo percibido la noche anterior, supe qué quería. Lanzó sus brazos a mi espalda y dejó un sutil piquete en el centro de mis labios.
—Si quieres me quedo —susurró sobre mi boca.
Su aliento exhalaba el alcohol ingerido la noche anterior, y sus manos creaban una estela de huellas por mi torso. Durante una introspectiva personal, consideré que de esos estábamos hechos: de whisky y malas decisiones. Ella era una pieza más del rompecabezas que componía mi vida, mas no pertenecía a la parte que me convertiría en una mejor persona o el hombre que alguien más cambió.
Apreté su muslo izquierdo y elevé con fuerza el resto de su pierna. Logré que rodeara mi cintura y se aprisionara a mi erección. Fue una colisión s****l, al apoderarse de mi entreabierta boca y besarme con una fuerza descomunal. Con la sensualidad que la caracterizaba, mordió fugaz mi labio inferior y susurró palabras sobre mi enrojecida piel. Me gustaba de una forma ordinaria y satisfacía cada una de mis erecciones.
Sujeté su cabello y arranqué mi camisa de su blancuzca piel. Shelby lanzó sus manos a mis omoplatos y clavó las uñas en mi espalda, en un roce incesante de nuestros cuerpos. Al culminar la tentación número dos de mi lista de pecados, Shelby se alejó de mis brazos y recogió su ropa. Se vistió frente a mí, sin pudor. La vi desnuda tantas veces, que la vergüenza se marchó años atrás y dejó un deseo carnal de posesión.
Ella era una maldita tentación.
Al desprenderse de mi cuerpo, arrojó el cabello sobre su espalda e insertó la ropa interior por sus piernas. La observé desde mi lugar en la habitación. Como un extraño fetiche, me encantaba ver a una mujer desnuda, en la plenitud de su anatomía. Me gustaba que cubrieran el lugar donde caía su largo cabello, del resto, desnudez total.
Siguiendo sus pasos, busqué un pantalón en el armario y enterré las piernas dentro de los orificios. Observé como la señorita de su padre recogía la ropa del piso de uno de los más grandes pecadores del pueblo. Todavía recordaba cuando su padre hablaba de mis hazañas sexuales los domingos en la iglesia, y al salir de ese tormentoso lugar, penetraba a su hija como si el mundo se acabase al siguiente día.
Shelby sujetó la manija de la puerta y lanzó de nuevo mi camisa sobre su cuerpo. No era la clase de hombre que les permitía llevarse mi ropa. ¿Se imaginan si les dejaba llevarse cada prenda de la que se enamoraban? Al final terminaría más desnudo que Adán en el huerto. No podía darme ese lujo. No era rico para comprar más.
—¡Oye! ¿Qué te pasa con mi ropa? —protesté—. ¡Devuélvela!
Se encontraba recostada a la puerta de la habitación, con un pie en la pared y las manos sobre su cuerpo, recorriendo sus muslos con excitación. No entendía cómo mantenía esa hormona alborotada. Era una especie de vampira s****l insaciable que buscaba las presas en alguna parte del condado y tenía reserva de sangre en el sótano.
—Ven por ella —musitó al morder con sensualidad su labio inferior.
Sonreí tentativo y me acerqué lo suficiente para desabotonar uno a uno los pedazos de tela, sin apartar la mirada de los añiles ojos que me impedían alejarme de ella. Cuando el último botón fue desprendido, noté que no llevaba nada más bajo la fina camisa. No era extraño que Shelby usara sus gemelas para salir de más de un problema. La última vez se salvó de una multa por enseñarlas en la salida de Charleston.
—¿Permitirás que me vean desnuda? —preguntó inocente.
—¡Cómo si fuera el único que las ha visto! —bromeé.
Formé una pelota con la tela, la arrojé sobre la cama y observé como Shelby mantenía sus ojos sobre mí. Me veía con fuego e innumerables ganas de repetir. Su aroma característico desapareció entre el sudor, la tierra del Álamo, las horas en la cama y el olor del alcohol que revolvía mi estómago por las mañanas. Recorrí su cabello con mis palmas y enrosqué algunos mechones entre los dedos.
Nos miramos, indecisos sobre el siguiente movimiento. No me encontraba de humor para ser su juguete s****l. Ella se acercó un poco. Dejó un húmedo y caliente beso en mi cuello, junto a una estela de piquetes por mi torso. Regresó por el mismo sendero hasta detenerse en mis labios e introducir su lengua en mi boca. Se desprendió de mis labios al tirar del inferior y palmear mi trasero con su mano izquierda.
—Te veré luego, vaquero.
—Adiós, Shelby.
Recogió su franela del suelo, lanzó un beso al aire y abandonó la habitación. Solté el aire comprimido en mis pulmones y quité las sábanas. Las cambié por limpias; unas que no tuvieran rastros de alcohol u olor a ella. Con un inmenso esfuerzo para no vomitar, recogí lo esparcido en el piso, reacomodé cada cosa en su lugar y sacudí mis manos en la parte delantera del pantalón antes de bajar a desayunar.
Descendí de dos en dos los peldaños que daban a la sala principal. Me sujeté de los pasamanos para no caer de bruces al suelo, cuando el olor a tocino y pan caliente inundó mis fosas nasales. Aún no estaba lo bastante cerca de la cocina para escuchar los pasos de mi padre resonar en la crujiente madera del piso, cuando percibí el aroma de su desayuno bailar en el aire como el oxígeno que respirábamos.
Él nunca fue un hombre que cocinaba por placer. Al quedarnos solos, John fue el responsable de mi educación, nutrición y comportamiento, sin quejarse ni un día por enderezar el camino de su hijo. Él me convirtió en la persona que era, y estaba orgulloso de llamarlo papá. No sabía qué sería de mi vida sin los consejos y el cuidado de John. Sin él no sería nada, y por ello me esforzaba en cambiar su opinión de la vida.
Terminé de bajar los escalones, caminé con sutileza hasta la entrada de la cocina y robé una de las tiras de tocino. La introduje en mi boca y disfruté el pecaminoso sabor de la grasa derritiéndose en las paredes de mi boca. Mi padre, al notar la travesura de su vástago, sonrió y comentó que debíamos crear nuevas tradiciones. Le robaba el tocino cada día en la mañana, la carne al mediodía y el café en la tarde.
—Presencié la orgullosa marcha de la jovencita —pronunció como saludo.
—Ya lo hemos hablado —articulé al sonreír, mover la cabeza y buscar las tazas del café en la despensa. Siempre le decía lo que sucedía con ella, y él no entendía que Shelby era mi premio de consolación—. Es Shelby, papá. Sabes que es ella.
Revolvió huevos en la cacerola e indicó las mismas palabras, que cada vez que veía a una de las mujeres salir del rancho, decía. Cada semana, una mujer diferente dejaba las huellas de sus zapatos en el rancho. Al principio era incómodo, luego rutinario.
—Siempre es ella, Nicholas. ¿Cuándo traerás alguien que valga la pena?
—Cuando la encuentre —afirmé con un movimiento de cabeza—. Cuando descubra a la mujer de mi vida, la traeré a desayunar, te la presentaré y podrás avergonzarme lo que quieras. Mientras tanto, déjame disfrutar del tocino, el café y tu compañía.
Soltó un bufido al secar el sudor de su frente. Cambié la mirada de dirección. Busqué platos y cubiertos para colocarlos sobre la mesa, no sin antes planchar el mantel que se elevaba al rozar la tela de mi pantalón. La franela que elegí esa mañana no encajaba con el calor tan infernal que la brisa arreciaba contra nosotros. Tendría que cambiarme cuando la resaca pasara y regresara al cercado. Tenía trabajo que hacer.
—Papá, hay que revisar el cercado del este —comenté a la ligera—. El ganado vecino quiere pasarse a nuestras tierras. Conociendo como es el viejo Bobby, no lo podemos permitir. Hoy fortaleceré los pilares, arreglaré el boquete en la cerca y revisaré los animales que estén lastimados. ¿Tú tienes algo mejor que hacer?
—Hoy vendrá al pueblo el comprador que llevo meses esperando. Traerá la oferta final después de tantos contratiempos —emitió con la mirada en la cacerola—. Iré a hablar con él. Espero que salga bien esta vez. Debe salir bien, Nicholas.
—Tranquilo, papá. Así será.
Mi padre llevaba meses esperando ese comprador de Carolina del Norte. Cada día me recordaba que al vender el ganado a un precio justo, después de tantos altibajos económicos, podríamos despreocuparnos de las cuentas algunos meses y liberarnos de Hacienda. Era imperativo que alguien nos tendiera una mano amiga, aun cuando el costo de esa ayuda fuera más alto que las montañas del Everest.
John se acercó a la mesa y colocó un plato rebosante de tocino en el centro de la madera, junto a las cargadas tazas de café servidas minutos atrás. Noté como el tocino destilaba grasa sobre el plato de cerámica. Me debatí entre seguir la corriente o comentar algo que dañaría el desayuno. No quería molestarlo con mis indicaciones médicas. Debía regañarlo por la enfermiza grasa del tocino en un hombre que debía cuidar su corazón, y conociéndolo como lo hacía, diría que no me metiera en su vida.
—Papá, debes cuidarte el colesterol —solté al no soportar como introducía las tiras de tocino en su boca—. Sabes lo que dijo el cardiólogo la última vez.
—Lo recuerdo, Nicholas. ¡Me vio cara de caballo para estar comiendo pasto!
—Es por tú salud.
Hizo caso omiso a mis consejos de hijo protector, se levantó de la silla y extrajo jugo del refrigerador. Lo ayudé a vaciarlo en dos alargados vasos de cristal, cortesía de un admirador de mamá. No le prestó la más mínima atención a mi consejo. Cuando el escarmiento continuó, refutó en tono molesto que no podía gobernarlo.
—Si esta fuera mi última comida, Nicholas, me gustaría morir comiéndome la deliciosa carne de cerdo hasta el último minuto —expresó al introducir algunas tiras en su boca y masticarlas de forma sonora—. No puedes quitarle el último deseo a un moribundo, o este podría visitarte en las noches y jalarte los pies.
Era un viejo terco, con diversas manías que lo volvían insoportable. Aunque me hacía enojar, era imposible odiar a la persona que me dio la vida de una forma que nadie más lo hizo, me enseñó lo que sabía y me ayudó a superar una de mis más grandes tragedias. A pesar de sus casi sesenta años y de sufrir tantas pérdidas a lo largo de su vida, John era un hombre fuerte y con un espíritu salvaje que solo mi madre domó. Ella con cada cosita que hizo, lo convirtió en ese padre que tenía el privilegio de tener.
El cuidado que mantenía, se debía al incidente sucedido cuatro años atrás, cuando a mitad de mañana comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho. Lo llevé de inmediato al médico familiar. Él nos comentó que se trataba de una amenaza de infarto. Le informó a John que debía cuidar lo que consumía, seguir una dieta estricta, tomar su medicina al pie de la letra y ejercitarse todos los días. Nos explicó que si mantenía la prescripción y seguía lo recomendado, no presentaría ninguna anomalía.
Como todo vaquero de caballo y sombrero, se rehusaba a dejar la grasa, incluyendo el delicioso tocino mañanero. En cierta parte lo entendía. Ninguna persona debería dejar de comer lo que ama por algo tan banal como la muerte. Morirnos era lo único que teníamos seguro, así que por qué no disfrutar la vida a plenitud. Esa mañana no comenté nada más. Mastiqué trozos de tocino, ingerí el pan recién horneado y sorbí una buena dosis de café. Comíamos en silencio, lo que aumentaba la tensión entre ambos.
Sabía que algo en su cabeza resonaba una y otra vez hasta liberarlo.
—¿Qué? —pregunté sin soportarlo.
—Proponle que sea tu novia.
—¿A quién?
—Shelby —concluyó como lo más normal del mundo.
Reí con tanta fuerza que derramé pequeñas y marrones gotas de café sobre la mesa. Gracias a él manché el fino mantel que mi madre eligió algunos años atrás, cuando apenas era un niño que jugaba en el piso con un carrito de madera. Mi padre enloqueció con la vida que llevaba, y no solo él, mi amigo iba por el mismo camino.
—Debe ser una jodida broma, papá —protesté entre risas el anticuado proceso del noviazgo que él manejó—. Sabes muy bien que Shelby se acuesta con medio condado y no es mujer de un hombre, menos de uno que tampoco tiene una sola mujer.
Mi padre observó el cubierto sobre el plato.
—Papá, sé que soy un mujeriego, lo admitiré hasta que cambie. No pienso pasar el resto de mi vida al lado de una mujer que vivirá engañándome con cuanto hombre quiera. —Relamí mis labios y coloqué los codos en la mesa—. Si esto es una jodida sugerencia para que siente cabeza, hablas con el hombre equivocado.
Tomó un sorbo de café, tragó el tocino de su boca y añadió con seriedad:
—Eso no evitó lo ocurrido en tu habitación.
—Es sexo sin sentimiento ni compromiso —aseguré.
Desaprobó la forma despectiva que usé para referirme a una mujer. Dejó la servilleta sobre la mesa, se levantó y buscó toronjas en la canasta del mesón, después de comer unas cuantas tiras más de tocino. Él no hacía caso cuando le hablaba, y al final obedecía; era como un niño terco que tras un regaño cumplía. John quería que fuese un hombre como él, y enamorara a Shelby como lo hizo con mamá.
—Sabes que es hija de alguien, ¿verdad? —inquirió de nuevo.
—Claro que sí. Es hija del único reverendo de este pueblo.
—¿Eso no te importa, Nicholas?
—No voy a matarla ni a presentarme con su padre —articulé al tragar el tocino en mi boca—. ¿Hasta cuándo te digo que es algo sin importancia?
Ese anciano no entendía que los tiempos cambiaron desde que era un muchacho. No era igual que durante los años en los que cortejó a mi madre, le llevó flores, la invitó a tomar un café o paseó con ella sujetos de la mano hasta que sus palmas sudaran. Eso no era lo mío, aunque me forzaran a serlo. Nunca nacería de mi propia voluntad. No era un hombre romántico o con intenciones serias hacia una mujer en esa etapa de mi vida.
—¿Y qué tal si fuera tu hija? —pulsó en la dirección correcta.
—Mi hija no andará desnudándose por ahí con cuanto hombre conozca. Antes la sujeto de las piernas y la cubro como árabe. No permitiré que se denigre en las calles como esas otras mujeres —contesté como un troglodita—. Si no funciona, le pondré a su padre de ejemplo. Cuando le cuente lo que hice cuando era un muchacho, se dará cuenta de cuanta basura existe en el mundo al que pertenece.
Siempre fui sincero con lo que esperaba en una hija, así me sacara canas verdes. Durante años mantuve la ilusión de tener una hija. Quería enseñarle a otra persona lo que mis padres me inculcaron a mí. Deseaba tener una bonita familia, aunque no sería con cualquier mujer. Hasta ese instante no conocí a alguien que valiera la pena o me indicara que sería tan buena madre como lo fue la mía. Mi hija o hijo merecía una madre con las letras bien puestas, no alguien como Shelby Caldwell.
—No tienes que preocuparte por eso, papá —continué—. Si algún día llego a tener una hija, serás tú quien la cuide y enseñe los mismos valores que me inculcaste a mí.
—Eso no me convence. ¡Mira como saliste tú! —apeló al señalarme.
—Soy educado y trabajador. Algo bueno tuviste que hacer.
Nos reímos y seguimos la corriente sobre un posible futuro. En segundos, por arte de magia, la mirada de mi padre cambió. Suavizó el contorno de sus ojos y opacó la intermitente luz de su mirada. Sabía qué pensaba, aunque no comentó nada al respecto. Mi madre, la mujer que me trajo a ese mundo, siempre quiso tener nietos. Recordé que al tocar el tema, mamá decía que al ser abuela cuidaría de ellos. Era impresionante como los años cambiaban los deseos de las personas. Parte de mis ilusiones dependían de mi madre, y al dejarnos como lo hizo, cada parte de esa ilusión murió con ella.
—Espero verte educar a tu hija —murmuró—. Serás un excelente padre.
—Aprendí del mejor —afirmé.
Hablamos un poco más hasta terminar de comer, limpiar la cocina y tomar diferentes caminos. Él se dirigió a su habitación por los medicamentos y yo busqué mi yegua en el establo. Saludé a la única chica que siempre estuvo allí para mí.
Recordé que siendo aún muy pequeño, mi padre le compró varios caballos a un granjero de Mississippi. Siendo un niño, me enamoré de uno de ellos, aunque no me lo entregaron cuando lo pedí. Era por completa negra, brillante, con una cresta risada y tan alta como mi padre. Mis ojos se maravillaron al verla; fue como amor a primera vista.
Algunos años después, cuando tuve sentido de la consciencia, responsabilidad y razonamiento propio, —o eso alegó mi madre—, John me lo regaló e indicó que le colocara un nombre acorde a su personalidad. Al principio lo creí loco por no entender sus palabras, hasta que una noche de tormenta, cuando los rayos atravesaban el horizonte, vi el caballo relinchar. Después de varios días pensando qué apodo le quedaría bien, terminó respondiendo al nombre de Centella.