Después de la fatídica muerte de mamá, nuestras vidas fueron un desastre. Tras apoyarnos salimos adelante. Con los años aprendimos a punta de rejo, que la luz de nuestros días fue apagada por la oscuridad de la muerte. Durante meses nuestras vidas fueron altibajos, suponía que en todas las familias sucedían dificultades como esas. No existieron situaciones que no resolviéramos o problemas inconclusos. Fuimos pilares el uno con el otro, sin olvidar el pasado, vivir el presente y pensar en el futuro. John no consiguió trabajo en meses, vivíamos el día a día y nos limitamos demasiadas cosas. Meses después conseguimos estabilidad económica al buscar mejores opciones.
Subsistíamos de lo que producía el rancho. Dentro de él teníamos sembradíos de hortalizas, verduras y algunas frutas bastante comerciales en las afueras del pueblo. Después del periodo de siembra, cosechábamos y salíamos a venderlas al condado. Las compraban en diversos sitios que se encargaban de distribuirlas a zonas aledañas. Así ganábamos el dinero para comer, comprar lo necesario y darnos uno que otro lujo.
Lo más importante era adquirir el tratamiento de John y mis botellas de licor; ambos igual de infaltables. Para adquirir mi vicio, competía algunos fines de semana en una manga del condado, bastante popular entre los lugareños.
El Álamo era el bar donde conseguía mis conquistas y un par de copas gratis que me obsequiaban algunas mujeres. Asistía los fines de semana y vencía a cualquier oponente que quisiera perder un poco de dinero fácil. Steven me llamaba y se encargaba de la logística. Al final de la noche terminaba encendido por el alcohol y con el bolsillo lleno de dinero. Era un lugar para divertirse, conquistar mujeres solitarias o sorprenderse con sus turistas. Allí la conocí a ella: la mujer de mi vida y mi más terrible maldición.
Obtuve cierta reputación por mi encanto inherente. Me conocían por esos lares como un buen vaquero, domador de toros y mujeriego empedernido que no dejaba a ninguna mujer escaparse sin descubrir lo que ocultaban entre las piernas. No me sentía orgulloso de la última parte, tampoco me quejaba de conseguir mujeres con tanta facilidad.
Galopé como el hijo de un antiguo jinete hasta el cercado del este. Descendí y verifiqué el tamaño de la abertura que los animales se forzaban en abrir. El cercado medía un aproximado de metro y medio de altura, con tablones de madera y alambre de púas. Después de la fiesta de los animales, las tablas cedieron y el alambre se dobló, convirtiéndola en una enorme abertura, bastante costosa de cerrar.
No contaba con las herramientas necesarias, así que regresé al rancho y busqué la camioneta en la parte trasera del establo, la encendí y conduje hasta el granero. Cargué madera nueva y un rollo de alambre de púas que reposaba en la esquina norte del establo. En pocos minutos regresé al cercado, justo cuando el calor se tornó insoportable dentro de la camioneta. Me detuve bajo el jabillo y descendí del auto. Me quité la camisa, coloqué el sombrero de paja sobre mi cabeza e inicié la faena.
Era asqueroso llenarme de sudor, aun cuando era mío. Recordé que mi madre batalló mucho conmigo cuando era niño y quería bañarme diez veces al día en verano. Transcurrieron horas bajo el inclemente sol, alcanzando la cúspide del mediodía sin más que un poco del cercado arreglado y heridas en mis manos. Cuando el calor se tornó insoportable, comenzó a sofocar mi respiración y quemar mi piel al punto de arder.
Soporté lo que un humano promedio puede, hasta llegar a un punto en el que fue imposible resistir un minuto más. Tuve que refugiarme bajo la frescura del árbol. Busqué en la camioneta una botella de agua, ingerí un poco y observé el horizonte que se alzaba en la distancia. Aprecié kilómetros de sembradíos, la cantidad de ganado pastando y el poco dinero viandante que se esparcía en la tierra. Ingerí un poco más de agua, sequé el sudor de mi frente y relajé la espalda en el incómodo árbol.
Entre la demencia que provocaba el sol y el entumecimiento de mis extremidades, escuché el repicar de un teléfono en el bolsillo de mi pantalón. No observé la pantalla ni visualicé el nombre. Me limité a responder la llamada sin tanto protocolo.
—Nicholas —contesté.
—¿Vendrás esta noche? —preguntó ella.
La persona que llamaba era Tatiana Stanciu. La morenaza confirmaba nuestra cita, estipulada algunas noches atrás en el Álamo, después de un juego previo, insinuaciones y un par de tragos. Las conocía a todas; por la voz, las formas de iniciar una conversación o el número, aun cuando no me gustaba guardarlos. Gracias al cielo tenía memoria fotográfica para ello, lo que ayudaba a mi galbana. Cada número que veía quedaba grabado en mi cabeza. Poseía una estupenda memoria de elefante.
Con el paso de las mujeres lo llegué a considerar uno de mis súper poderes, junto al inherente encanto para conquistar. Lo que ninguna de esas mujeres entendía, aunque les abriera el cráneo y lo escribiera en sus cerebros, era que Nicholas Eastwood no tenía citas. Eso nunca cambiaría, menos por alguien como ellas: mujeres que conocí sumidas en el licor y que no les importaba acostarse con quien fuera.
—¿Qué me ofreces? —pregunté en tono varonil.
Pronunció algunas tentativas oraciones, seguidas de movimientos, sensaciones, posiciones, e incluso vocabulario muy intenso para una mujer de boca pequeña. Otra cosa de la que no me sentía orgulloso, era mi elección de mujeres. Por naturaleza las conseguía en bares, rodeos o cuando asistía a la tienda. Faltaría como hombre si dejaba a alguna de ellas deseosa de mi espectacular cuerpo de jinete.
Después de lo indicado por Tatiana con palabras subliminales, estuve tentado en correr hacia ella y apagar su necesidad de afecto viril. Lo pensé mejor y concluí que mi intachable reputación no iba a mancharse por no aguantar algunas horas más en la calidez del rancho, terminar la tarea del día y cobrar la bronceada recompensa.
—Te espero, vaquero —susurró al confirmar que iría al anochecer.
Al terminar por ese día, comer y hablar algunas horas con papá, subí a la habitación y busqué la ropa ideal para esa noche. No podía ser elegante, ―no iría a una entrega de premios―, tampoco luciría como un vagabundo. Me detuve en el armario, con las manos en las puertas de madera. No sabía qué camisa elegir para que la bella mujer la quitara de mi cuerpo. Quizá lo mejor era llegar desnudo y así restábamos trabajo.
Una vez elegida la ropa, observé lo bronceado que quedó mi cuerpo después de trabajar en el cercado. Era un poco extraño el nuevo color que resaltaba mi piel, aunque acentuaba muy bien con el hermoso color de mis ojos, los músculos de mis brazos y el matiz de la camisa que usé. ¡Por Dios, era aún más deseable en ese momento!
A las seis en punto estuve preparado para la cita, que en el lenguaje de Nicholas Eastwood significaba: una cerveza en la barra de un bar y sexo salvaje con alguna mujer de rasgos hermosos que conseguiría sumida en el tequila o cualquier otro licor quita bragas. Era un lema que nadie logró quitarme, desde que un amigo de la infancia lo comentó. Me aferré a él con la misma fuerza que sujetaba la soga del toro.
Bajando las escaleras, analicé algunas cosas que noté al caminar por el centro del pueblo o en las películas que mi padre adoraba ver cuando se deprimía. En muchas de esas empalagosas películas tocaban el mismo tema: citas. Siempre pensé que tenerlas era para hombres delicados: los que compraban flores, besaban mejillas y caminaban de manito sudada. La realidad era que los hombres utilizaban esa simple ocasión para ganarse el cuerpo de una mujer. Les compran flores, chocolates o las invitan a cenar, para abrirlas de piernas. Esa era la única razón para invitarlas al cine.
Por triste o cruel que llegara a sonar, no nací el día del romance. Era alguien directo, que iba al grano y no andaba con ambages cuando deseaba a alguien. Si me gustaba una mujer la lanzaba contra mi cama y acababa de una vez con eso.
Busqué las llaves del auto en la argolla junto a la puerta. Encontré a mi padre en el enorme sofá, cruzado de piernas, leyendo un libro que tenía un aproximado de tres meses y jamás terminaba. No entendía cómo tardaba tanto leyendo algo tan simple. Tal vez porque al iniciar se quedaba dormido, y no deducía por qué leía si le causaba sueño.
—¿Cómo terminó el negocio? —pregunté al acercarme.
—No lo haremos, Nicholas —respondió al bajar el libro—. El hombre quería pagarnos el precio mínimo por cada cabeza de ganado. No vale la pena venderlos y quedarnos en el limbo. Además, no le daré el gusto al desgraciado. Él piensa que conseguirá mejores reses en otra parte. Ya lo veré, cuando venga arrodillado ante mí.
Mi padre no era alguien rencoroso, a menos que buscaran su lado malo, el que los jinetes temían. Cuando lo hacían, conseguían los puntos que nadie debería encontrar en una persona como él. Era cruel, vil y maquiavélico; un horror de persona. Me acerqué al sofá y toqué la tela de su camisa al apretar su hombro.
—Tranquilo, buscaremos a alguien más.
Él sabía que podía contar conmigo en las buenas y en las malas. Soportamos suficiente a lo largo de los años, como para aprender a lidiar con las dificultades del día a día. Papá quería quitarme un peso de encima con relación a las cuentas y los gastos. Él asintió ante mis palabras, frunció el ceño y escaneó mi ropa.
—¿Saldrás?
Asentí y rodé las llaves en el dedo.
—¿Con quién?
Cada noche debía responder las mismas preguntas. Era un cuestionario policial pegado a la pared que debía contestar al cometer el crimen de salir. Me fastidiaba rendirle explicaciones a mi padre de mi vida privada, cuando era evidente que no era un niño que debía proteger. Siempre era la misma cantaleta y palabrería.
—¡Papá, no tengo doce años! —protesté.
—Mientras vivas en mi casa, me dirás a dónde y con quién vas a salir.
Cerré los ojos y exhalé la molestia que sentía hacia él. Seguía atrapado entre mi padre y la edad que marcaba mi identificación, acorralado entre la espada y la pared, ambas igual de filosas. Si no le decía con quién iba, lo encontraría en la sala del rancho, con un rejo en la mano. No era la primera vez que preguntaba y desafiaba su autoridad, aunque tenía edad suficiente para valerme por mí mismo y no rendir explicaciones.
—Iré a tomar una cerveza en el Álamo, con una mujer que conocí hace días.
—¿La joven del bar?
—Sí —articulé al salir—. No me esperes
—Siempre lo hago —respondió.
Recorrí el camino arbolado que conducía a uno de los bares más concurridos del pueblo, donde hermosas meseras se asqueaban al atender repugnantes viejos verdes. La mayoría asistía al lugar por el placer de ver carne fresca atrapada en pequeños shorts y sexys camisas. Siempre concurrían esa clase de hombres, ―ancianos decrépitos―, con intenciones de meterse entre sus piernas, y en ocasiones atendían hombres como yo: lugareños que asistíamos a conquistarlas y beber cerveza barata.
Tatiana era una de las tantas meseras del Álamo, portadora de una larga melena negra, ojos oscuros como la tierra de la manga y gruesas piernas. Tardé más de lo normal en llevarla a la cama, considerando que siempre tuvimos química, no siendo más que atracción física acabada tras un buen revolcón. Esa noche mi enfática recompensa lucía una sugestiva ropa ajustada que dejaba poco a la imaginación.
Entré al concurrido lugar, ojeé los presentes y caminé hasta la barra. Me senté sobre uno de los taburetes de la única fila. Mujeres bailaban al son de la música country, hombres hacían pulso en varias mesas y los grupos de estudiantes buscaban sexo fácil. Desvié la mirada a la mujer que vertía una dosis de cerveza de barril en una jarra.
—¿Me das una cerveza? —inquirí al elevar la voz.
Tatiana me escaneó de arriba abajo y destapó una cerveza extraída del refrigerador con un sensual movimiento de manos. Mi mente de pervertido y excitado pensó: ¿qué otras cosas hará con esos dedos? La mirada que ella depositó sobre mí, me recordó por qué era hombre de las mujeres del condado que quisieran divertirse un rato. No existía persona que se opusieran a esos encantos, ni hombres que pudieran estar con una sola teniendo tantas a disposición. Era ilógico. Y aunque lo fácil casi siempre era lo mejor, lo difícil inyectaba una dosis de adrenalina que era imposible resistir.
—¿Quieres algo más? —preguntó al dejar la cerveza.
Asentí al deslizar uno de mis dedos entre su fina blusa, tocar la expuesta piel de su pecho y encender en su interior la sensación de estremecimiento que le indicaba el inicio. Con temor en su voz, le indicó a otra mesera, Bárbara, por favor cubrir su turno algunos minutos, antes de dirigirse a un lugar del bar. Observé cuando entraba al baño de damas, lanzaba una última mirada atrás y cerraba la puerta.
No pretendía levantar sospechas sobre nuestro trato. Esperé algunos segundos en el taburete y bebí mi cerveza con lentitud. Quedaban poco menos de tres dedos de licor, cuando tomé un largo trago y dejé la botella sobre barra, poco antes de seguir las pisadas de la morena. Entré al lugar, rodé la mirada y encontré su ropa dispersa en el suelo, junto a un goteo del techo. Elevé la mirada y observé un trazado bronceado.
Me cercioré que nadie nos interrumpiría al asegurar la oxidada puerta. Me acerqué con sigilo a la vibrante presa. Las parpadeantes luces del techo titilaban a su antojo y arrojaban sobre nosotros una amarillenta luz artificial. No soporté la carnal tentación de tocarla a centímetros de su piel, siendo un festín de carne para un perro hambriento. Mis dedos rozaron con ligereza, y tocaron cada una de las partes expuestas.
Levanté su pierna y toqué sus labios inferiores. Mi boca se acercó a la suya de forma tentativa, mas no le permití besarme. Poco a poco mis dedos comenzaron a penetrar la parte íntima de su ser. Leves sollozos brotaban de sus labios al cerrar los ojos y lanzar la cabeza hacia atrás. Mis labios recorrieron su cuello y la barba raspó su piel. Su boca exhaló leves quejidos y fuertes espiraciones.
Sus manos llegaron a mi pantalón. Lo abrió de un tirón y deslizó junto a mi bóxer, no sin antes extraer el preservativo y romperlo con evidente desesperación. Ella sujetó mi trasero con ambas manos, me apretó a su tonificado cuerpo y acercó un poco más su boca a la mía. Sujetándola más fuerte, besé sus labios una vez más. Inmovilicé su cintura y la senté de un tirón sobre el mesón de cerámica. Sin prolongar lo que estaba a punto de suceder, la morena abrió sus piernas y la presión se introdujo en su intimidad.
La urgencia y necesidad que dejaba en cada rasguño, me impulsó a moverme con rapidez. Las estocadas se volvieron continuas cuando sus manos sujetaron mi espalda y arañaron mi camisa. Sus labios rozando mi oído me excitaba aún más. Aumenté la energía y fuerza de cada embestida en su interior. Su flexible cuerpo permitió manejarlo a mi antojo, como plastilina entre mis dedos; moldeable, suave y pegajoso.
El sudor corría por su perfecto cuerpo y empapaba la parte frontal de mi camisa de modo desagradable. La velocidad no disminuía, tampoco sus rasguños bajo mi camisa. Sus gemidos me fascinaban. Cuando el clímax explotó intrínseco, se mantuvo en el látex. Un beso de pre despedida fue depositado sobre mis entreabiertos labios. Pegamos las frentes, nos traspasamos el sudor, respiramos en nuestras bocas y la observé sonreír.
La sensación de su piel en mis manos, el sudor en nuestros cuerpos o el sonido del agua cayendo en un balde, me incentivaba a culminar lo más pronto posible. Tatiana me besó con energía suficiente para comenzar de nuevo, algunos minutos después. El vaivén de nuestros cuerpos nos sacó de área y la enloqueció como yegua sin dueño. Cuando la velocidad comenzaba a aumentar, alguien tocó la puerta y disminuyó la ansiedad. Ambos nos miramos, con más desilusión en su mirada que en la mía.
—¡Tatiana, Alfred te necesita en la barra! —Escuchamos.
Quité con suavidad la mano de sus labios. La ayudé a arreglar su cabello y recuperar parte del oxígeno perdido. Ella, cabizbaja, reacomodó su cuerpo y maldijo la inoportuna petición de su jefe. Contestó con desánimo, y ahogó un quejido al morder su cuello. Me separé de su cuerpo y la ayudé a bajar del mesón de cerámica, no sin antes visualizar su cuerpo desnudo una vez más. Al final cubrió su sudoroso cuerpo, caminó hasta mí y me proporcionó otro par de besos. Vi su desilusión por culminar tan pronto.
Me quité el condón y lancé a la basura. Lavé mis manos con abundante agua y jabón. Tatiana se miró una última vez en el espejo, sujetó la manija y me observó con una enorme sonrisa en sus labios. Me fascinaba hacerlas sentir de ese modo.
—¿Vamos a terminarlo? —preguntó.
—En otra ocasión.
Regresó, atrapó mis labios entre los suyos y dejó un último beso.
—Adiós —murmuró.
No fue necesaria una cena costosa, velas que se derretían en un par de horas o una salida a la luz de la luna, para tener un poco de sexo salvaje con una hermosa mujer. Nunca lo necesité para disfrutar un cuerpo, con deseos de posesión y una hambrienta necesidad viril. Tatiana fue a mi récord de mujeres conquistadas con facilidad.
De regreso al rancho, recordé que durante años conocí un hombre que llamé amigo. Era el mejor en muchos sentidos, excepto cuando se trataba de mujeres. Al paso de los años y de ser rechazado por parte de las féminas, adquirió un lema que se volvió su mantra. Él decía que las citas eran un retraso a la parte divertida y sensual de la noche.
Ese amigo seguía casado con una espantosa mujer y no era un ejemplo de promiscuidad, pero años atrás me cedió su lema. Siendo mío, lo cuidé como un cachorrito pequeño. Lo acaricié, mimé y alimenté, incluso le permití acostarse sobre mis piernas. Lo consentí durante años, que se volvió un fiel amigo que moriría por mí.
No hubo nada ni nadie que me hiciera cambiar mi mantra, ―o eso me repetí a mí mismo―, hasta que alguien rompió los prototipos y me condujo a creer en algo distinto; algo que cambió por completo mi perspectiva de la vida cuando ella arribó.
Mi devoción y destrucción.
La hermosa taheña de Nueva York.