Nicholas era lo opuesto a lo que imaginé conformaba un vaquero. Él irradiaba pasiones varoniles, con sutiles toques de sentimientos ocultos, junto a un embriagador olor a masculinidad que brotaba de cada poro de su piel. Su cálida sonrisa, el estentóreo de su voz, la dulzura de su mirada y la idiosincrasia de su personalidad, lo convertían en un estereotipo difícil de encontrar en una atestada ciudad como Nueva York; aún más si usaba sombrero de paja. Me fascinaba mirarlo y me embobaba en sus ojos. Ese hombre era diferente, aunque no la clase de diferencia que enamora como idiota. Hablamos durante horas. Conversamos sobre nuestras monótonas vidas. Copas tras copas de licor danzaban entre nuestros dedos, electrizaban las mejillas de Nicholas y bajaban por mi garganta como agua de un peñas