—¡Maldita impresora! —gruñí al golpearla por un costado.
La máquina era antiquísima, de las primeras en el universo oficinista. Protestaba cada vez que le introducían hojas o se llenaba de tinta nueva. Arrojaba las copias con lástima, manchadas y con líneas oscuras que cubrían los escritos. La prehistórica máquina emitía un ruido espantoso cuando plasmaba las letras en las hojas. Suplicaba a gritos una renovación urgente, o terminaría en la misma morgue que nosotros.
La mayoría de los periodistas, redactores, editores, incluso el que se encargaba de limpiar los pisos, hablaron innumerables veces con nuestro jefe, Patrick, con relación a eso. Él alegaba que no necesitábamos otra, y si en un caso extremo llegaba a comprar una nueva, sería para vigilarla en su oficina, impidiendo que cualquiera la usara o inclusive se aprovechara de su majestuosa calidad. Era la estulticia más grande del mundo, y se le permitía cuanta locura se le ocurriera en su diminuto cerebro.
—¿De nuevo atorada? —preguntó Brian.
Uno de los redactores se detuvo detrás de mí, silencioso y meticuloso, igual que siempre. Brian apareció como el vil fantasma que rondaba los pasillos los viernes en la noche, sin evocar ruido y con el aspecto de un asesino serial. El hombre era lo que una mujer cuerda rechazaría, comenzando por su nauseabundo perfume. Usaba un aroma que era igual a remojar un perro callejero en la orina de un vagabundo.
—Sí. La impresora esta en contra de mis copias —respondí al omitir en lo posible el contacto visual. No soportaba olfatear el perfume pachulí que impregnaba el aire a su alrededor y me provocaba unas asquerosas náuseas—. Lo usual.
Él se detuvo a mi lado, con las manos sobre una carpeta. Lucía el mismo suéter de cachemir que una de las empleadas le regaló en el intercambio navideño. El color y modelo del suéter era de mal gusto, pero al ser un regalo, tenía la obligación social de usarlo. A mí me regalaron lencería de prostituta. ¡Vivan los intercambios!
Lo conocí al año anterior, después de tener un desliz con él en la fiesta navideña de algunos meses atrás. Fue muy raro suponer que el alcohol y las malas decisiones me condujeron a verlo agraciado. Y aunque no era un hombre de rasgos deformes, no era el tipo de persona con la cual me habría besado en un lugar de trabajo. Desde ese día intenté esquivarlo, y él siempre aparecía con deseos de revivir el pasado.
Sabía que era de cobardes huir después de lo errores. Lo que más deseaba desde navidad era lanzarme desde la azotea del edificio, con tal de no verlo nunca más. Recordaba anhelar cavar un hoyo, envolverme y enterrarme como momia. Sin embargo, por el hecho de trabajar juntos, respondí agradable a sus preguntas. Sabía que no me dejaría en paz hasta que tuviésemos esa charla, aunque la evadía a toda costa.
—La moví con fuerza y no conseguí resultados —continué la conversación—. Creo que ahora no funciona, lo cual es buena señal. Presionaremos a Patrick para que compre una nueva. Le diremos que esta chatarra no tiene solución.
—Todo tiene solución en esta vida, Andrea.
Brian comenzó a moverla de lado a lado, siendo un poco difícil al considerar la altura y peso de la misma. Cansado de escuchar el ensordecedor sonido de la máquina, le propinó una patada karateca en la parte baja, tan fuerte y precisa, que la regresó a la vida en un santiamén. Funcionó por arte de agresión. Era la primera vez que ese cuerpo raquítico y con poca masa muscular, soltaba una patada de esa magnitud.
Quedé por completo impactada. Brian comenzó a evocar miedo en mí, al recordar una historia antes mencionada. Meses atrás, cuando era nuevo en el periódico, circularon un rumor. Al parecer era el acosador anónimo. Lo que la mayoría comentaba era que cuando algo le atraía no veía obstáculos hasta obtenerlo. Por ser la nueva en ese mundo, no creí en los perjuicios de mis compañeros. Sin embargo, al verlo patear la máquina, supe que era violento. Me sorprendió en demasía.
—Gracias.
—De nada —pronunció y sonrió—. Escuché que irás a México. ¿Es cierto?
—Se lo planteé a Patrick y no accedió. Prefiere que cubra cualquier noticia local que llegue al periódico —emití molesta por tocar de nuevo el tema—. ¿Te has dado cuenta que estamos llenos de delincuencia juvenil? ¿Sabías que la semana pasada un estudiante intentó asesinar a un profesor con un cuchillo de mantequilla? Fue una noticia en las r************* . —Golpeé su hombro y musité—: Adivina quién lo cubrió. ¡Yo!
Dibujó una diminuta sonrisa que desapareció al notar cómo lo veía. Brian no era la clase de hombre que le gustaba mostrar debilidad ante las mujeres o ser ese chico lindo que sonríe y acaricia la mejilla de su dama. Él siempre fue un personaje dentro del periódico, y era de los pocos que entendía mi inadecuado sarcasmo a la perfección.
Bajé la mirada a sus manos y observé varios documentos dentro de una carpeta. Lo poco que podía notarse bajo la traslúcida superficie, denotaba que se trataban de recortes viejos de nuestro mismo diario. Desvié la mirada e introduje los míos en la antiquísima fotocopiadora. Por la apremiante necesidad, no me importó que lanzara las copias sin color, con rayas en los bordes y letras casi ilegibles.
Al otro lado de la máquina, Brian intentaba mantener una unilateral conversación. El problema era que no quería hablar con él ni con nadie más. Me cansada de entablar conversaciones vacías con mis histriónicos compañeros de trabajo. Ellie las detestaba tanto como yo, y llegaba un poco más lejos con su sarcasmo.
—Habla con Patrick —expulsó Brian al retomar la forzada conversación.
—Ya lo hice tres veces esta semana —exhalé cansada de la misma situación—. Creo que me despedirá por acoso laboral antes de obtener una respuesta.
Extraje el último documento y le permití sus gloriosos minutos con la impresora. Él franqueó a mi lado y quitó su penetrante mirada de mi rostro, en especial la parte que se unió a sus labios en ese fatídico error navideño. Nunca lo superaría, aunque pasaran docenas de eclipses. Para Brian, era la excusa perfecta. Para mí, una maldición. Al fijar de nuevo la mirada en mi rostro, después de unos segundos, emitió una torcida sonrisa.
—Inténtalo de nuevo. Quizá la cuarta sea la vencida —finiquitó al guiñarme.
Lo observé alejarse por el pasillo principal, con una mano en su amplio bolsillo y la carpeta en su mano izquierda. Era delgado, blanco y de cabello desordenado. Su escritorio era inmaculado. No permitía que nadie colocara tazas de café sobre el metal, colgaran hojas en su pared, utilizaran sus bolígrafos o le quitaran la computadora.
Giré con rapidez y troté a mi cubículo a la velocidad de un lince. Intenté desaparecer tras la enorme montaña de documentos y noticas que arreglaría para la edición del siguiente día. Lancé mi espalda a la silla y cerré los ojos, repitiéndome a mí misma que después de ese acontecimiento en la fiesta navideña jamás volvería a ser como antes.
Lancé mi cabeza hacia atrás y froté los ojos con el talón de las manos. Me senté erguida al tronar los huesos del cuello. Seguía cansada después de varios días en la calle. Llevaba poco menos de un año esperando un titular que impactara y expresara mi pasión por el periodismo; una que sentí en la Universidad de Nueva York.
Mi bellísima amiga rubia, se acercó a esa pequeña parte de la industria con un suave movimiento de caderas, la gruesa melena platinada y los ojos avellana. Lucía un bordado corpiño n***o, pantalón ajustado y tacones de aguja, aunado a un nuevo bronceado. No por nada era la encargada de la sección de moda y farándula. No existía mujer mejor arreglada en ese edifico que Ellie Smart, y nadie nunca podría suplirla.
Siempre fue la chica con la que podía contar sin esperar que me juzgara o tuviera prejuicios sobre mi pasado. Me escuchaba como nadie más lo hacía, y estuvo conmigo en la peor etapa de mi vida. Era mi amiga de años, la única a la que podía confiarle mi vida a ojos cerrados. Tenía un millón de cosas por las cuales arrepentirme, y el final de Ellie fue la peor de ellas. Era algo que nunca en mi miserable vida me perdonaría.
—¿Almorzaremos juntas? —preguntó en tono demandante.
—No puedo —murmuré al juntar varios recortes de entre tantos dispersos—. Debo buscar algo lo bastante bueno para que Patrick me deje salir de este maldito edificio en el que he estado por un año. Estoy volviéndome loca atrapada aquí.
—No te vuelvas loca, Andrea. Si lo haces, tendré que comer popó de perro contigo, o lanzarme de la azotea del edificio —comentó al sujetar su bolso y bajar a sosegar la famélica necesidad—. Buena suerte, compañera.
La vi marcharse con unos lentes oscuros y un abrigo colgando de su codo. Iría a almorzar a la cafetería de Jack, una cuadra al norte del edificio. Éramos clientas fijas desde que entré al periódico y las mejores amigas desde los años en la universidad. Ellie era la cómplice que muy a menudo necesitaba en cada paso de mi vida, la hermana que no tuve el privilegio de tener y la amiga que nunca me faltó.
Ella conocía mejor que nadie mis planes futuros y lo que no deseaba recordar del pasado. Cada paso que daba lo consultaba con ella, y decidíamos si seguirlo o no. Aunque no la conocía desde pequeña, le conté mi pasado, tanto las cosas buenas como las malas. Lo mejor de ese año fue que gracias a esa alocada mujer de veintisiete años, logré entrar a trabajar en el famosísimo New York News.
Ese mediodía, al omitir el almuerzo, comencé a buscar lo necesario. Ajusté mis lentes de lectura y tecleé en Google algún titular concerniente a cualquier categoría. A esas alturas me conformaba con lo que fuera. Cargó algunos segundos antes de aparecer miles de resultados, destacándose: fugas de gas metano, asesinatos con arma blanca, aumentos en comida y gasolina, nuevas leyes penales, atletismo, récord Guinness y algunas innovaciones tecnológicas que llegarían a nuestras manos en algunos años.
El internet se atestaba de falsas noticias, el área cincuenta y uno, conspiraciones gubernamentales, y un sinfín de sitios que eran catalogados como los peores del mundo según la tasa criminal. Entre las guerras en los países islámicos, las extradiciones de criminales, el aumento de las drogas, las nuevas enfermedades o los acuerdos entre países para acabar con el calentamiento global, se rebosaban las páginas de las prensas.
Eran las mismas noticias que inundaban los periódicos de esos días; frías, calculadoras y con una escasa gramática. Ya nadie se tomaba la molestia de escribir con el corazón o infundirle pasión a sus letras. No quería revolucionar el mundo periodístico ni nada similar.
Mi dedo no dejó de rodar el centro del mouse, mis ojos escanearon hasta la mínima línea en el buscador y mis manos no cesaron de teclear diferentes palabras claves en la web. Entre el mar de noticias, encontré una invitación para una fiesta en casa de un artista famoso que pintaba al óleo. Decía que uno de sus más célebres invitados era un jinete de toros profesional que se lisió en uno de sus eventos y abandonó su carrera.
Sentí curiosidad por ese mundo al que pertenecía dicho invitado, por la que introduje en el buscador la palabra jinetes de toros. En segundos la página principal se llenó de enlaces web que daban a eventos que patrocinaban empresas bastante famosas. El buscador de imágenes se atestó de jinetes sobre toros, accidentes en los rodeos, las heridas que provocaban las cornadas y una noticia que cambió mi mundo por completo.
Franqueé la página con la mirada, línea por línea, hipnotizada ante una noticia de cinco años atrás. Lo cargaron a una página clandestina, sin firma legible, sin fotos disponibles y con el título de sangriento rodeo. Con esa chispa que siempre se mantuvo encendida en mi pecho, amplié la noticia al bajar la rueda del mousse hasta la supuesta descripción, donde se leía el año de la publicación y la hora del mismo.
Mayo 5, 2010. 08:10 am. Monroe, Tennessee, Estados Unidos.
“Muere famosa cantante country al ser embestida por un toro en rodeo local.
Durante el Big Furious Rodeo, llevado a cabo en Monroe, una mujer de cincuenta años fue atacada por un toro salvaje, durante el intermedio de la función. La famosa cantante de Tennessee, murió a los pocos minutos de ser agredida por el furioso animal, sin permitirle a los paramédicos salvarle la vida.
Las profundas heridas provocaron un sangrado acelerado, muriendo en cuestión de minutos. Su esposo, un jinete de toros profesional retirado algunos años atrás, se encontraba en el lugar. El jinete, entre llantos, suplicó ayuda que no fue recibida. El hombre de cincuenta y cinco años y su hijo de veinte, quedaron abandonados esa tarde de mayo, cuando el sol se ocultaba detrás de las nubes y la noticia de una devastadora pérdida retumbaba en sus oídos, tras escuchar los gritos de los presentes.
La cantante asistió al lugar a homenajear la extensa carrera de algunos jinetes retirados, siendo su esposo uno de ellos. Se encontraba sentada, cuando el suelo bajo sus pies comenzó a moverse. La multitud, junto al pánico de los animales, provocó la fatídica y sanguinaria tragedia final. Cabe destacar que la cantante se encontraba retirada de los escenarios para pasar tiempo de calidad con su familia.
Nuestras fuentes quisieron entrevistar al jinete para recabar mayor información, sin embargo, tanto él como su hijo se negaron a declarar. Fueron custodiados por la policía al ser víctimas de una extensa horda de periodistas frenéticos que buscaban la exclusiva sobre la muerte de la cantante. Esta muerte fue un duro golpe para la música country y los rodeos, siendo una víctima más de la furia salvaje.
Un quebranto inesperado y doloroso para los presentes, fue presenciar como la sangre teñía la tierra de la manga el día de ayer. Desde lo profundo de nuestros corazones, deseamos el descanso eterno de una grandiosa mujer.
Que en paz descanses, Sherry.”
Descansé el mentón en la mano izquierda al culminar de leer. Era un hecho irrefutable que la naturaleza siempre sería más fuerte que la mano humana. Resultaba irónico que la esposa de un jinete terminara muriendo en los cuernos de un furioso toro. Seguí la lectura y busqué noticias relacionadas. Cada vez que introducía accidentes en rodeos, la misma noticia aparecía en los periódicos de esa fecha.
Encontré buen material para esquematizar una excelente entrevista. Indagué en una extensa cantidad de sitios. Lo que más me cautivó, fue que la familia se negó a dar declaraciones o permitir que tomaran una foto de alguno de ellos. Era la excusa perfecta para entrevistarlos. Cinco años era suficiente para cauterizar una herida como esa. Entendía que quizá no querrían hablar de lo sucedido. No obstante, si conseguía una entrevista con la familia afectada, lograría lo que muchos deseaban.
Yo no buscaba fotos o una grabación; deseaba mostrarle al mundo como afectó la tragedia sus ordinarias vidas. Quería iluminar a las personas con respecto a los rodeos y lo inseguros que eran. Para los periodistas todo era mentira hasta asistir al lugar y verificar nosotros mismos la escena del crimen, y era exacto lo que haría con esa noticia. Era vieja, lo sabía, sin embargo tenía claras mis intenciones. Nada me impediría lograr entrevistarlos, aun cuando el peso de una década se mantuvo en mi contra.
Imprimí lo necesario antes de caminar a la oficina de Patrick, embriagada con la emoción de mostrarle algo novedoso que sabía le encantaría. Esperaba que al final me dejara salir de las redes de metal que arrojó sobre mí el primer día de trabajo. Caminé con el pecho erguido, como un militar al volver de la guerra. La simple idea de ser la única que lograría algo como eso, le inyectaba adrenalina a mi cuerpo.
Al llegar a su oficina, evité tocar la puerta que no tenía. Según Patrick y sus ideologías del maestro de yoga, las puertas eran un impedimento para que sus empleados notaran la verdadera personalidad de los altos mandos del periódico. Eso comentó en la reunión propiciada antes de quitar las puertas de sus empleados.
Creíamos que jugaba al comentarlo de forma hilarante. Luego entendimos que era en serio. Decía que repudiaba las filfas, y las puertas eran ventanas a su alma y corazón. En pocas palabras: sin puertas no había secretos. Él nunca entendió que los secretos no tocaban puertas.
Al ingresar noté que escribía en su predilecta computadora. No era de extrañarse. La mayor parte del día tecleaba diversas noticias, actualizaba el sitio web del periódico y se informaba con algunos medios de comunicación. Sus teclas ya no tenían letras. El año anterior les quitó el bono navideño a los empleados para comprarse una nueva.
—Tengo algo para ti —anuncié al entrar—. Estoy segura que te encantará.
—Espero que sea mi almuerzo. ¡Muero de hambre!
—Es mucho mejor, te lo aseguro —indiqué al lanzar los documentos contra el escritorio y verlos aterrizar sobre el teclado de su laptop—. Es una historia inédita. Nadie ha hablado con ellos. Quiero la exclusiva en cuanto sea posible. Con esto te estoy diciendo que quiero tu aprobación de imprenta, no tu jodido permiso para salir.
A Patrick le gustaba que fuera violenta cuando deseaba algo. Él siempre decía que las personas sumisas y penosas no lograban triunfar en nuestro mundo. Él quitó los dedos del teclado, encaró mis ojos, ajustó los lentes sobre el puente de su nariz y comenzó a leer. Ni siquiera llegó al primer párrafo cuando hizo la primera pregunta, con un toque de ironía en sus palabras. Ya sabía que no me lo haría sencillo.
—¿Rodeos?
—Termínalo —demandé.
Bajó la mirada y prosiguió la lectura. Devoró cada una de las palabras, igual que siempre, cuando necesitábamos su aprobación para bajar a imprenta. Escudriñaba hasta la mínima coma. ¡Meticuloso al mil! Engulló cada oración, sin detenerse a observar las malas puntuaciones o la escasa gramática de la periodista que subió la noticia. Lo que menos le importaba era la ortografía. Coloqué mis ilusiones en esa noticia.
Lo único que debía hacer era recabar mayor información, desde qué tan famosa era la cantante, hasta el lugar donde vivían antes de su muerte. Logré resolver algunas de mis múltiples inquietudes, aunque la mayoría eran hoyos negros en el infinito de la web. Tenía que entrevistar a cada persona que estuvo ligado al suceso o la familia. Si Patrick permitía que la realizara, sería la persona más feliz del planeta tierra. Cada propuesta que llevaba era lanzada a la basura sin siquiera meditarlo. Lo hizo conmigo una y otra vez, al punto de rendirme por algunas semanas y dejarlo tomar la batuta de mi trabajo.
Terminó en un santiamén de leer por ambas caras. Se quitó los lentes y frotó sus cansados ojos. Traqueó los huesos de su cuello al mover su cabeza de derecha a izquierda y acomodar su trasero en la silla reclinable. Mi jefe extrajo una serie de preguntas que acabaron con mis sólidos argumentos, comenzando por una superficial.
—Dime, querida Andrea. ¿Cómo conseguirás una entrevista después de tanto?
—Aún no lo sé, Patrick —respondí sincera—. Lo conseguiré.
—Han pasado cinco años, Andrea —refutó al fruncir el ceño—. No creo que esa familia desee ser molestada por una periodista ambiciosa. Quizá se suicidaron en algún lugar del condado y tú no lo sabes. ¿Por qué no buscas algo menos mordaz y maquiavélico? Estoy comenzando a formularme bizarras ideas sobre ti.
—Porque quiero esa noticia, Patrick, a como dé lugar —afirmé—. Deberías ver la historia desde mi punto vista. Yo consigo la entrevista, y ellos sacan ese dolor que los carcome por dentro. Tarde o temprano alguien irá y tendrá la exclusiva. ¡Qué mejor que el New York News y la reportera que necesita con desesperación el aumento!
Los rayos del sol entraban por los ventanales en su espalda. La amarillenta luz resaltaba la calvicie, los efímeros vellos en su barbilla y los lamparones bajo los ojos. Estaba igual de cansado que el resto de nosotros, no obstante, jamás fue capaz de admitirlo en voz alta. Era lo bastante engreído para decir que su mente no se cansaba, y que el dolor eran reflejos de cuerpos malformados que nunca debieron existir.
Enrolló las mangas de su camisa hasta el codo. Usaba uno de los chalecos que su esposa adoraba tejer. Él mantenía siempre una fotografía de su familia sobre el amplio escritorio de caoba. Su oficina era la mejor, incluso el vicepresidente del periódico tenía una oficina más pequeña que el hombre que decía ser su socio.
—¡Esta no es noticia para una mujer! —gruñó al lanzar el documento sobre la mesa.
—No seas misógino.
Asintió y sonrió, con su singular mueca de todopoderoso. Patrick se quitó los lentes y frotó sus ojos. Tenía enormes lamparones y arrugas al contorno de sus ojos. El cansancio se desbordaba por su semblante a una estrepitosa velocidad. Se veía más viejo de la edad que tenía. Estaba exhausto, como cada uno de nosotros, después de trabajar sin cesar durante días.
—Así no funciona el mundo, Andrea. Estás viviendo en una maldita burbuja de irrealidad y creas una patética utopía en tu pequeña cabeza. —Frotó sus ojos con fuerza e inspiró profundo—. Hagamos algo. Consigue su teléfono y llama para la entrevista, o busca su dirección en Google. Si eres bien recibida podrás ir a Monroe. Si no, llama y pregunta, con mucha cortesía, si puedes grabar la conversación.
—Me adelanté y busqué direcciones. No viven en Monroe.
—No me interesa dónde viven, vivieron o vivirán —amplificó, molesto por mi insistencia—. Recaba la información pertinente y luego hablamos. Por ahora puedes retirarte. Tengo demasiados pendientes y no eres más que una empleada hostil.
Apreté mis dientes para no gritarle en ese preciso instante lo desgraciado que era por tratarme de esa forma. Sabía que lo único que le impedía dejarme salir de ese edificio era tener que pagarme por viajar y ser una turista más. Después de argumentar que él no tenía tiempo para debatir conmigo el tema, desvió la mirada y regresó su atención a la computadora. Culminamos cuando desvió la mirada y se encargó de dejar claro que era tema cerrado. No había nada más que hacer allí.
Recogí los documentos con desdeño y regresé a mi escritorio. Lancé mi exhausto cuerpo a la silla y dejé que la rabia brotara por mis poros. Nada de lo que hacía conformaba a Patrick. Esa era una excelente noticia que no pasaría desapercibida, aunque él se negara durante días. Era una entrevista que valía la pena. Necesitaba con urgencia el dinero que él me ofreció, y haría lo que fuera para conseguirlo.
La siguiente hora busqué sin cesar una dirección o algún local que perteneciera a esa familia. Al parecer, después de la tragedia, desaparecieron por completo de internet. No encontré nada. Desconocía sus nombres de pila, la dirección no era correcta y existían innumerables impedimentos que limitaban mi búsqueda a dos o tres páginas. Me estallaría la cabeza si no bajaba a almorzar algo o ingería un poco de cafeína.
Ellie subió con una grasosa hamburguesa y una soda de dieta. Arrastró la silla de su cubículo y se sentó a mi lado. Cuatro ojos eran mejor que dos. Me ayudó a anotar en mi libreta de apuntes algunas pistas que tenían varios de los periodistas. Le pedimos ayuda a un amigo en la policía para encontrar antecedentes penales; la cantante no tenía.
Lo único que encontramos fue una fotografía de la familia. En ella, los tres miembros posaban en uno de los eventos de la cantante. Ella tenía el cabello oscuro, ojos verdes y una figura envidiable. Su esposo era corpulento, de barba fina, sombrero de cuero y una camisa unicolor con el emblema de una empresa famosa. Por último, en el centro de ambos, estaba su hijo de unos diez años. Era un niño de rostro adorable.
Le pedí a Ellie que activara el programa de reconocimiento facial que uno de sus amigos del bajo mundo le instaló en la laptop. Escaneamos la fotografía del jinete y nos adelantamos doce años en el futuro, transformando sus rostros en lo que podían llegar a ser. El hombre lucía más cansado, con el cabello encanecido y arrugas en su rostro. Por otra parte, el niño lucía bastante bien. Los rasgos faciales denotaban que sería un rompe corazones, con los hermosos ojos de su madre y la preciosa sonrisa de su padre.
Me quedé observando a ese hombre algunos minutos, como si fuera una persona real. Ni siquiera sabía si seguían vivos, lo que aumentaba la curiosidad por conocer más sobre ellos. Imprimimos la fotografía retocada y seguimos la búsqueda. Lo único que aún no localizábamos era la dirección y los nombres reales. Tanto el jinete como la cantante se escondieron los años de su carrera bajo seudónimos que nunca aclararon.
—Tengo un amigo —murmuró Ellie al tomarse mi soda—. Puede conseguirte lo que quieras en menos de lo que dices tú nombre. Eso sí, es un poco ilegal.
—No quiero nada ilegal, Ellie —refuté—. Ni siquiera sé dónde viven en la actualidad. Busqué durante horas algún indicio y no encontré nada. Es tan frustrante no tener las respuestas a las preguntas en mi cabeza. Ellie, es increíble que no estén ni en el directorio. Esa familia se volvió un fantasma. Algo que hace una noticia así no desaparece por completo. Deja una estela que los mejores logran olfatear.
Ellie tragó la soda y unió las cejas. Lo pronunciado le causó una gracia inherente. No era una persona muy graciosa, pero Ellie se reía de cada cosa que decíamos, aunque fuesen idioteces que a ninguna persona le causaría gracia.
—¿Te estás diciendo a ti misma perro?
—Eso creo —admití entre risas.
Ellie mordió la punta del lapicero, giró los ojos y cruzó las piernas sobre mi escritorio. Estaba muy relajada, mientras mi ser se consumía por la desesperación de un posible aumento que requería. Por esos billetes tendría el valor de ir hasta Tennessee, Charleston, Bradley, Monroe o lo que fuera, porque la persona que lo precisaba era lo más importante en mi vida.
—Hablando de otras cosas —continuó—. ¿Iremos este fin de semana a Texas?
—Tengo trabajo, Ellie —me excusé—. Además, sabes muy bien que no quiero alejarme de ella. Quiero permanecer cerca por si me necesita.
—Andrea, sé que en cierta forma la recuperaste y me alegra que así sea, pero siento que no notas, que de la misma manera que te necesita a ti, lo necesita a él. Ambos son igual de importantes en su vida, los ama a los dos, y lo demostró en estos años transcurridos. —Me sonrió—. Te aseguro que esta en buenas manos.
Aunque Ellie tenía razón, no podía confiar en un hombre como él. Mis males tenían su nombre como título. Sabía muy bien que no descansaría hasta quitarme los derechos que tenía sobre ella, aunque tuviera que recurrir a las más bajas artimañas. Él tenía la ponzoña; era cuestión de instantes inyectarlo en mi cuello y acabar conmigo. Esa persona de la que dependía, podía desaparecerme con un simple chasquido de dedos.
Ellie siempre me alentó a luchar contra la marea y nadar hasta la orilla, sin ella no habría tenido el valor de hacer muchas cosas. Ellie tenía un solo defecto: confiaba ciegamente en personas que no debía. Su novio, Leonard, era uno de ellos. El tipo la engañaba cada vez que podía y ella seguía perdonándolo. Me causaba una ira tremenda enterarme de la calaña de hombre que era. Nunca mereció su perdón, ni nada de ella.
Ellie confiaba en el hombre que acabó con mi mundo. Y aunque en cierta parte yo estaba obligada a confiar en él, no lo hacía por los motivos de Ellie.
—No te entiendo —continuó Ellie con las manos en sus muslos—.Confiaste en él durante años. ¿Por qué no hacerlo ahora? ¿Cuál es la diferencia?
—Tengo miedo de que me olvide.
En sus ojos noté lo mucho que me entendía. Ellie no pasaba por una situación como la mía, y aun así lograba colocarse en mis zapatos.
—No hay de qué preocuparse —añadió con una sonrisa—. ¡Anímate, vamos! Será divertido. Por los viejas generaciones. ¿Recuerdas que nos fugábamos para ir de compras o a la feria de la ciudad? ¡Éramos nosotras! Ahora somos viejas gruñonas.
Golpeé su hombro y provoqué una risa más fuerte. Ellie tenía razón. Debíamos despejarnos un poco, aunque la idea de diversión sería asistir a un lugar que no catalogaba como sitio genial. La idea era olvidarnos del trabajo y divertirnos, como cuando el peso de la adultez y las responsabilidades aún no se posaban sobre nosotras.
Tampoco creí que el mundo se acabaría en un fin de semana, ni que mi vida daría un vuelco tan espantoso en tan pocos días. Esperaba que nada malo sucediera en un viaje inocente como ese. La dura realidad fue que terminé estampándome contra la gruesa pared de la vida. Fui una completa ilusa que no tocó tierra hasta teñir sus manos de sangre, sudar sobre el cuerpo de un desconocido y provocar un ataque al corazón.
—Solo esta vez —articulé con una sonrisa de complicidad.
—Hablaré con Leonard. Será un fin de semana que no olvidarás. ¡Lo prometo!
Fue una semana que marcó por completo mi vida.
Después de conocerlo a él.
El jodido jinete de Charleston.