Al regresar al rancho y abrir la puerta principal, observé a papá desplomarse al suelo, cuando llevaba un tobo en su mano derecha. Noté cómo su rodilla impactaba el suelo, el tobo caía de su mano y con la mano libre apretaba su frente. Mi mundo entero se enfrascó en esa escena que transcurría en cámara lenta. No sentí que toqué el suelo con mis pies, al volar hacia él y sujetar su brazo para que no cayera de bruces. —¡Papá! —llamé al sujetar su codo—. ¿Estás bien? Él cerró los ojos y mi mundo se fisuró. Creí por un instante que mi padre tendría otro infarto, el definitivo, por culpa de sus estúpidas ambiciones de morir tan pronto. Sujeté su brazo y le pregunté si lo colocaba de pie. Era capaz de cargarlo hasta la camioneta y llevarlo al hospital, cuando él me aseguró que fue un repentino