En la lujosa habitación de Saleema, o Sally como ella misma se llamaba, se había quitado aquella bata de hotel húmeda y se puso aquella familiar bata médica, la misma que usaba para esas humillantes rutinas mensuales. Aquello la hacía sentir tan vulnerable como cuando era una niña asustada en su primera consulta. Con una mirada cargada de rabia y frustración contenida, se dirigió a la doctora que la conocía desde hacía tanto tiempo:
―Estoy harta de esto, doctora―su voz temblaba con una mezcla de indignación y resignación, con cada palabra un testimonio de su dignidad herida.
La ginecóloga la miró con la misma compasión maternal que había mostrado años atrás, cuando una Saleema de doce años llegó asustada por su primer período menstrual. Mientras se colocaba los guantes de látex con ese sonido que Sally había aprendido a odiar, suspiró:
―Lo siento, son órdenes de tu padre, Sally ―respondió con voz suave.
La doctora no quería involucrarse demasiado en ese asunto, aunque le revolviera el estómago. Al final, se repetía a sí misma, que ella solo hacía su trabajo. A su vez, Ismael tenía poder en la ciudad y gracias a él, ella disfrutaba de un lujoso consultorio en la mejor zona, pero ese privilegio venía con un precio: estar disponible a cualquier hora del día o de la noche para atender los caprichos del poderoso hombre, sin importar cuán cuestionables fueran sus demandas.
En eso, los grandes ojos café de Saleema, heredados de su padre, brillaron con una mezcla de dolor y desprecio. Y las palabras que siguieron fueron como veneno destilado:
―Claro, como recibes un buen cheque, por eso sigues las órdenes de mi padre.
―Hagamos lo de siempre ―dijo la doctora, intentando mantener un tono profesional que enmascarara su propia vergüenza.
A Saleema no le quedó más remedio que acostarse en aquella cama que tanto despreciaba, abriendo las piernas mientras clavaba su mirada en el techo, como hacía cada mes. La doctora procedió con el examen ginecológico estándar, introduciendo sus dedos en su zona intima. En eso, la joven se tensó visiblemente durante la exploración.
―Auch ―exclamó, porque sintió los dedos de la doctora.
La doctora, trabajando con la eficiencia nacida de años de experiencia, confirmó rápidamente lo que ya sabía que encontraría: el himen intacto.
―Pues, le diré a tu padre que todo está... bajo control ―dijo la doctora, quitándose los guantes con un chasquido que resonó en la habitación como una sentencia. Su tono profesional apenas ocultaba su desaprobación por estas verificaciones arcaicas―. Sally, has sido mi paciente desde que eras una niña. Sabes que puedes confiar en mí si necesitas…hablar tu sabes, de cosas de mujeres.
―No gracias―respondió ella molesta, mirando hacia el techo, con sus brazos cruzados―Ahora lárguese ―escupió con desprecio.
La doctora suspiró pesadamente antes de abandonar la habitación.
―Que duermas bien.
Se fue de la habitación y el sonido de sus tacones se escuchaba alejándose por el pasillo. Sola por fin, Saleema se quedó mirando fijamente el techo blanco de su habitación. La imagen de Absalón se coló en sus pensamientos, haciendo que su mandíbula se tensara con renovada rabia. Sus dedos se crisparon sobre la tela de la bata médica mientras los recuerdos de la noche la asaltaban.
―Ah, ese idiota, todo fue por culpa de él ―murmuró con amargura hacia el techo, como si este pudiera ofrecerle algún consuelo―. Tal vez, si no hubiera bajado a comer, habría podido escapar de los hombres de mi padre, pero todo fue por ese animal. ―Luego, una sonrisa satisfecha cruzó brevemente su rostro―. Suerte que le pegué una gran cachetada, seguro le dejé la mejilla bien roja, se lo merecía. Se debió haber retorcido del dolor jajaja.
Mientras tanto, en la sala...
La doctora, Giselle se presentó ante Ismael Habitt, quien la esperaba con una ansiedad apenas contenida en su corpulento cuerpo. Sus ojos, acostumbrados a intimidar a otros, ahora revelaban una preocupación paternal distorsionada por años de control obsesivo.
―Doctora... ¿todo bien? ―preguntó, con sus manos en forma de plegaria, y su voz traicionaba su inquietud.
―Sí señor, todo bien. Es virgen aún ―confirmó la doctora, manteniendo su tono profesional.
El viejo barrigón soltó un gran suspiro de alivio, con su cuerpo voluminoso relajándose visiblemente en su sillón de cuero. Con movimientos calculados, extrajo su chequera y comenzó a escribir.
―Tome, muchas gracias y perdón por la hora ―dijo, extendiendo un cheque por 4000 dólares con la casualidad de quien está acostumbrado a comprar silencios y lealtades.
La doctora tomó el cheque y no inmiscuyéndose en la vida personal de su cliente, le dijo:
―Gracias, que pase... buenas noches ―respondió antes de retirarse, con sus pasos apresurados revelando su deseo de escapar de aquella casa y sus secretos.
Una vez que la doctora se fue, Ismael miró a sus hijos con una sonrisa calculadora, y sus ojos brillando con nuevos planes.
―Que bueno, falsa alarma ―declaró, con su mente ya trabajando en nuevas estrategias agarrándose su bigote―. Ahora... hay que encontrar a otro hombre muy millonario para que nos dé una buena dote. Si no, pues no le daré a mi hija. Mi tesoro.―Su rostro se iluminó con una idea repentina―. ¡Voy a hacer una fiesta!
―¿Otra padre? ―preguntó Rubén, el que le seguía a Omar, sin poder ocultar su fastidio.
―Sí, otra. Esta vez, tu hermana no se negará. ―Miró a sus dos hijos con sus ojos brillando en una mezcla de codicia y cálculo―. Hay que buscar a otro millonario. ―Hizo una pausa, acariciándose el bigote mientras sus planes tomaban forma―. De todas maneras, mañana saldré con Saleema a dar una vuelta al club, le diré que se vista bien bonito a ver si cae alguien antes y se enamora de ella nuevamente. ―Su tono se endureció ligeramente―. Le diré que tenga una buena actitud o si no, un castigo peor le vendrá.
Farid, cuyo resentimiento hacia su hermana era tan evidente, no podía contener la amargura que le carcomía por dentro. La desigualdad era descarada: mientras su padre trataba a sus hijos varones con mano dura, castigándolos por la menor falta, Saleema podía desafiarlo abiertamente sin consecuencias graves. Ellos, los varones, pagaban cada error con dolor y humillación, mientras que su hermana podía escupir su veneno sin repercusiones reales.
Por lo tanto, intervino con veneno en su voz, cada palabra destilando años de resentimiento acumulado:
―Padre, pero dijiste que la ibas a castigar ―sus palabras salieron como dagas, cargadas con el peso de innumerables injusticias pasadas.
―Sí, pero hay que mantenerla contenta ―respondió Ismael con una lógica retorcida―. Si está amargada se le puede arrugar la cara a mi tesoro. Mañana la sacaré de compras. Lo que a ella le gusta. Le compraré nueva ropa para que me acompañe al club.
Los dos hermanos se miraron y apretaron sus mandíbulas.
Mientras tanto, Sally…
La pelinegra, aún tendida en la cama, tomó su teléfono una vez más. Las llamadas a Omar seguían sin respuesta, y cada tono sin contestar era como una puñalada en su corazón. Omar se había refugiado en su apartamento, estando golpeado por la impotencia de ver cómo funcionaba su familia. Omar odiaba a su padre y a sus hermanos, y él le había advertido y se había arriesgado tanto, diciéndole que se escapara y huyera lejos lo antes posible, para que fuera libre y feliz, pero ella no le hizo caso y ahora tenía que afrontar las consecuencias.
Seguidamente, con un suspiro de derrota, Saleema se quitó aquella humillante bata médica. Se desnudó mientras caminaba hacia su lujoso baño, un espacio que, como todo en esa casa, era una extensión más de su prisión dorada; su jaula de oro.
―Ah, Omar debe estar muy molesto conmigo seguramente ―murmuró, con su voz quebrándose ligeramente.
Se metió a la ducha y el agua caliente comenzó a caer sobre su cuerpo desnudo, de senos grandes y zona intima depilada. Ella cerró los ojos, dejando que las gotas lavaran la humillación de aquel examen forzado. Pero incluso en ese momento de aparente paz, la imagen de aquel hombre alto e impresionante invadió sus pensamientos sin permiso. Esos ojos penetrantes, el cabello largo, los tatuajes que cubrían su piel... era el tipo de hombre con quien jamás se metería, y que hasta su mismo padre rechazaria, pero sin saber porque, su imagen se negaba a abandonar su mente.
―Ah, ese idiota ―murmuró, intentando convencerse de que el calor que sentía era solo por el agua caliente―. Espero no verte nunca más animal. Por tu culpa... estoy aquí ―pero incluso mientras lo decía, el recuerdo de la mirada penetrante de Absalón la asaltaba sin saber por qué.
Era innegable que aquel hombre tenía algo, un magnetismo salvaje que hacía que cualquier mujer volteara a mirarlo o lo recordara. Era peligrosamente sexy, con ese aire de depredador que emanaba de él. Aquella mandíbula fuerte y ese cuerpo imponente lo convertían en el tipo de hombre que no pasaría desapercibido. A pesar de su rostro serio que rayaba en lo intimidante, había algo en él, en su presencia dominante, y grosera resultaba irresistiblemente atractivo.
Luego, Sally, echándose shampoo en una de sus manos, con el aroma a rosas llenando el espacio, añadió:
―Espero que esa cara de demonio no viva aquí en Miami―aunque la idea de encontrárselo de nuevo provocaba en ella una mezcla confusa de rechazo y una inexplicable emoción y miedo que se negaba a reconocer. ―. Ah y…perra tu madre, imbécil, si te llegara a encontrar, te daría una patada en las bolas, así como hago con mis hermanos. ―escupió las palabras, intentando contrarrestar con insultos la pequeña... atracción que no quería admitir hacia aquel demonio tentador.
Mientras tanto, el demonio tentador…
Absalón en su segunda faena de la noche, se había quitado el preservativo y estaba de pie con las mujeres arrodilladas mientras él les eyaculaba una gran cantidad de semen sobre sus caras.
―Así... ―murmuró con voz ronca frotándose su gran virilidad con una mano y las miraba con esos ojos azules pervertidos, sádicos y maliciosos―Abran la boca.
Las mujeres, complacientes y sumisas, estando aun amarradas siguieron cada una de sus indicaciones con devoción abriendo la boca, recibiendo aquella gran cantidad de semen en sus bocas y cara. Sin embargo, como una jugarreta del destino, en ese preciso instante, llegó una intrusa en su mente... la imagen de Saleema, la cual se coló en sus pensamientos mirando a aquellas mujeres recibir su semen. Aquellos ojos desafiantes, esa boca que lo había insultado, la manera en que lo había mirado con desprecio. La cachetada que le había dado aún le quemaba en la mejilla, y por alguna razón que no podía explicar, el recuerdo de esa pequeña fiera lo perseguía incluso en sus momentos más íntimos.
―Maldita mocosa ―gruñó entre dientes intentando alejar la imagen de aquella mujer que se atrevió a desafiarlo, pero su mente lo traicionó mientras eyaculaba, ya que, en el fondo, queria verla de nuevo.
Continuará...