Capítulo 11. La virgen rebelde

1851 Words
Aquellos nudos, auténticas obras de arte del experto pelinegro, sometían tanto los cuerpos como las mentes de las mujeres, sumiéndolas en total vulnerabilidad y sumisión. Seguidamente, con precisión calculada, introdujo unas bolas silenciadoras en sus bocas, asegurándolas con tiras de cuero azabache que ajustó firmemente y de manera brusca sobre sus rostros, forzándolas a un silencio absoluto. Finalmente, al verlas listas, su mirada oscilaba entre lujuria y dominio mientras contemplaba a ambas mujeres sometidas. Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro cuando, con voz baja e intensa, y con ese sexy acento pronunció: —Ahora sí, comencemos —arrodillado en la cama se dirigió hacia una de ellas tomando su enorme virilidad con una de sus manos y ordenó a la otra con tono dominante—: Mírala bien. Otros...minutos más tarde… Los gritos ahogados de la mujer resonaban como ecos lejanos en la penumbra de aquella habitación. ―¡Aaaah! Absalón, imponente en la oscuridad, permanecía arrodillado ante ella, con su cuerpo musculoso proyectando una sombra amenazante sobre su presa. Sus ojos, brillaban con una intensidad depredadora. La frialdad de su mirada contrastaba con el calor animal que emanaba de su cuerpo mientras embestía a la mujer con un ritmo implacable, en donde cada movimiento era calculado para demostrar su dominio absoluto. Las cuerdas de nylon trenzado, ásperas y firmes, marcaban su carne con sumisión. Con cada sacudida, sus gritos, mezcla de éxtasis y desesperación, quedaban parcialmente silenciados, convirtiéndose en una sinfonía entrecortada de gemidos y súplicas inarticuladas. En un momento de cruel intimidad, Absalón extendió una de sus manos, grandes y callosas, para aferrar el rostro de la mujer. Sus dedos, como garras posesivas, la obligaron a enfrentar su mirada. El movimiento de sus caderas se volvió más salvaje, más brutal, mientras una sonrisa torcida se dibujaba en sus labios, revelando el placer perverso que le producía el control total sobre su víctima voluntaria. —Sientelo—susurró con voz ronca y profunda, y las palabras salían entre jadeos pesados. Luego, sus ojos azules, fríos como el hielo, se desviaron por un instante hacia la otra mujer que observaba la escena inmóvil testigo silenciosa de aquel ritual de dominación. La intensidad de su mirada le hizo entender que pronto sería su turno. Mientras tanto, afuera… Cerca de la puerta, los gemelos serbios montaban guardia. Leví y Franko, idénticos en apariencia, pero distintos en actitud, escuchaban los gemidos distantes que se filtraban a través de la puerta. Franko dejó escapar un bostezo prolongado, estirando sus músculos tensionados porque ya tenía sueño. Miró a su hermano con expresión cansada antes de prepararse para su descanso programado para turnarse con la guardia. Y en su idioma natal serbio le dijo: —Mañana tenemos que buscar a esa mujer virgen para nuestro jefe —comentó con cierto fastidio—. Creo que es más difícil buscar a una virgen a estas alturas que buscar al padre. Leví, absorto en la pantalla de su teléfono mientras investigaba información sobre Sally, apenas murmuró: —Sí. Franko observó con curiosidad a su hermano, notando su intensa concentración. —¿A quién buscas? ¿A la virgen? ¿Encontraste una página o algo? —preguntó, acercándose más. —No, busco a la chica que le pegó la cachetada al jefe —respondió sin apartar la mirada del dispositivo. —Aaah, esa mujer ya está muerta —declaró Franko con una sonrisa torcida—. Pero como te dije, me da algo de lástima porque era bonita. Qué desperdicio —sus ojos brillaron con una perversión apenas contenida—. Lo estuve pensando y… ¿no te gustaría una novia así para los dos? Más baja que nosotros, de cabello largo, cara bonita, así como latina, no estaba nada mal, yo la recuerdo cuando el jefe le lanzó el aderezo. Si que fue valiente, luego le dio una cachetada jajaja. Ah, pero me gustaría una novia así, que luzca como ella. —Sí, debemos buscar novia. Sheryl se nos fue —murmuró Leví, sin despegar los ojos de la pantalla. Leví y Franko, aquellos dos grandes gemelos idénticos que rozaban el metro noventa, eran tan unidos que su retorcida conexión los llevaba a compartirlo todo, incluso el amor. Sheryl había sido su última conquista compartida, una mujer que sucumbió inicialmente a la tentadora idea de estar con dos hombres tan imponentes y atractivos. La intensidad s£xual de aquellos gemelos idénticos, dotados de una gran virilidad, había resultado ser demasiado para ella. No pudo soportar la vorágine de pasión desenfrenada que le ofrecían, y al final, agotada física y mentalmente, decidió huir de aquella relación que la consumía. De repente, las cejas de Leví, el gemelo serio, se arquearon con interés, mirando el celular, atrayendo la atención inmediata de su hermano Franko, quien se inclinó sobre el hombro de su hermano y le preguntó con curiosidad: —¿Conseguiste algo de esa mujer? Leví con su típica seriedad le dijo: —Mmmm, parece que sí, uno de esos hombres me pareció conocido. Según las fotos que me mandaron los de la cuadrilla “B”, ellos pertenecen a…Ismael Habitt. Franko quien era más expresivo y abierto que Leví abrió sus ojos con renovado interés: —¿Será que la bonita es su hija? —especuló. —No lo sé, me lo dirán más tarde —respondió Leví, con su rostro imperturbable y tono de voz serio mientras continuaba su investigación digital. De pronto, otros gritos lejanos atravesaron la puerta. Esta vez eran diferentes, más agudos, más desesperados, señalando que Absalón había cambiado de presa. Los gemelos intercambiaron miradas cómplices en la penumbra del pasillo, y una sonrisa perversa se dibujó en el rostro de Franko. —Parece que el jefe se está divirtiendo, hicimos un buen trabajo, nos dará mucho dinero. Podremos comprarnos el Ferrari que queriamos —susurró Franko con un brillo malicioso en los ojos, con su sonrisa ensanchándose al escuchar otro gemido lejano. Leví con su rostro serio esta vez, si correspondió a la sonrisa de su hermano con un gesto idéntico, compartiendo ese entendimiento silencioso que solo los gemelos poseían. Ambos conocían bien los gustos de su jefe, sus rituales nocturnos, la forma en que sometía a sus amantes una tras otra hasta el amanecer. Era un espectáculo al que estaban más que acostumbrados, un recordatorio constante del poder y la dominación que ejercía Absalón no solo en los negocios, sino también en la intimidad más cruda del sexo. Luego, el sonido de una notificación interrumpió el momento. Leví se puso serio de nuevo, miró su teléfono y sus ojos se clavaron en las nuevas imágenes que acababan de llegarle. ―Oh, más fotos. Eran fotografías de un evento social: Ismael Habitt rodeado de empresarios y, a su lado, una figura que reconoció al instante. Era ella, "la mujer de la cachetada", pero lucía diferente, más refinada, con un vestido de gala y una sonrisa educada y muy hermosa. —Mira —dijo Leví, con su rostro serio y su voz tensándose con el descubrimiento mientras le mostraba la pantalla a su hermano—. Se llama…Saleema Habitt. Franko se inclinó sobre el teléfono, con sus ojos brillando con un interés renovado al reconocer a la mujer que horas atrás había desafiado a su jefe. ―Si, es ella. Y… que bonita.—añadió con un tono que mezclaba admiración y un destello de algo más, mientras su mente ya fantaseaba con la posibilidad de que ella fuera la próxima Sheryl, imaginándola compartida entre su hermano y él. Mientras tanto, Saleema Habitt, o Sally… En la elegante mansión de los Habitt, Saleema permanecía de pie en medio del lujoso salón, con su baño mojada, y su cabello mojado, recordatorio de su reciente escape por la piscina. Discutía con su padre, con los hombres de seguridad alrededor, y sus brazos cruzados en gesto de rebeldía contrastaban con la autoridad imponente de su padre. —¡Si te vuelves a escapar, esta vez sí te voy a golpear, Saleema! —la voz de Ismael Habitt resonó en el salón, cargada de una amenaza apenas contenida. Los ojos de Sally brillaron con desafío mientras enfrentaba a su padre. —¡Pues hazlo, no me importa! ¡Pégame, azótame, padre. Hazme marcas! —su voz temblaba con una mezcla de rabia y dolor contenido. La ausencia de Omar era notable, y el vacío de su presencia parecía amplificar la tensión del momento. Los otros hermanos de Saleema observaban la escena con una mezcla de frustración e impotencia, incapaces de comprender la pasividad de su padre ante tal desafío. —Padre, ¿vas a permitir que ella te hable así? —uno de ellos intervino, con su voz cargada de indignación—. Dejó que el viejo se fuera. Ismael ajustó su postura, irguiéndose con toda su autoridad patriarcal. —Si y por eso, estás castigada, Saleema. Ahora no vas a salir de tu habitación por dos días. He puesto más seguridad —declaró con firmeza. —Sigue así, padre —respondió ella con rebeldía—. Un día de estos me encontrarás muerta, ya verás. ¡Me mataré! En un rincón del salón, la sirvienta personal de Saleema permanecía con la cabeza baja, con sus manos entrelazadas nerviosamente, esperando instrucciones, mientras sostenía una toalla. Luego, el tenso momento fue interrumpido por la llegada de una doctora, cuya presencia añadió un nuevo nivel de humillación a la situación. —Buenas, aquí estoy, señor —anunció la profesional con voz neutral. Ismael se giró hacia la recién llegada, con su rostro endurecido por la determinación. —Doctora, sé que es tarde, pero revísela. Revísela si aún es virgen. El rostro de Saleema se encendió de indignación y vergüenza, mientras un escalofrío recorría su cuerpo mojado. —¡Te dije que no me acosté con nadie, padre! —protestó. —No me interesa, quiero asegurarme —la respuesta de Ismael fue cortante, definitiva. La virginidad de su hija era un tesoro invaluable. Saleema clavó su mirada en su padre, con su mandíbula tan tensa que parecía que podría romperse en cualquier momento. Las palabras que siguieron estaban cargadas de veneno y promesa. —¡Te odio, padre! ¡Un día de estos sí me escaparé y nunca más sabrás de mí! ¡Me acostaré con el primero que vea! —Ajá, sí, sí, llévensela —ordenó Ismael con un gesto desdeñoso de su mano. —Padre, ¿en serio no le vas a pegar? Es una grosera —insistió uno de sus hermanos, con la frustración evidente en su voz. Sus puños se cerraban y abrían, revelando una rabia contenida ante la insolencia de su hermana menor. Ismael Habitt permaneció en silencio por un momento, sus ojos fijos en la dirección por donde se habían llevado a Sally. Su rostro, marcado por años de decisiones difíciles y poder, reflejó una mezcla de preocupación y cálculo. ―No. Ya ella está aquí —respondió con voz grave, pasando una mano por su rostro cansado. Luego, con un tono que mezclaba amenaza y esperanza, añadió—: Esperemos... que siga virgen. Continuará...
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