Los enormes rottweilers, Brutus y Zivko al ser liberados, se lanzaron hacia adelante con ferocidad desatada. Sus poderosas mandíbulas comenzaron a desgarrar la carne de sus víctimas, mientras los gritos de agonía resonaban por todo el edificio. Absalón, desde su asiento, contemplaba la escena con una sonrisa sádica y sus ojos azules brillaban de placer ante el espectáculo macabro y los gritos desesperados de terror en las paredes del edificio abandonado.
Sin inmutarse, el mafioso observaba la masacre como quien contempla una obra de arte, su largo cabello negr0 enmarcaba aquella sonrisa que no hacía más que acentuar su naturaleza despiadada.
Minutos más tarde…
Absalón sostenía su teléfono con una mano mientras observaba a sus hombres limpiar meticulosamente la escena. A sus pies, Brutus y Zivko, descansaban ahora más calmados, lamiendo sus hocicos ensangrentados. Con su mano libre, Absalón acariciaba sus cabezas masivas con un gesto casi afectuoso, y ellos se mostraban dóciles bajo el toque de su amo.
―Claro que mañana te entregaré ese lote de armas, no te preocupes ―su voz ronca y su acento eslavo fluían con la suavidad del vodka caro―. Sabes que mi palabra es ley.
Terminó la llamada con un movimiento elegante y guardó el teléfono en el bolsillo de su traje impecable.
Leví y Franko, los gemelos inseparables, se acercaron a su líder con sus rostros idénticos y apuestos que mantenían esa misma expresión de fría lealtad mientras se detenían frente a Absalón, que seguía sentado con aquella elegancia peligrosa en su silla metálica.
―Señor, ya el restaurant está listo ―dijeron al unísono, con sus voces idénticas resonando como un eco siniestro.
―Y las bailarinas irán a su habitación después―dijo Franko, el gemelo más alegre con una sonrisa.
Absalón pasó una mano por su cabello n£gro con sus anillos destellando con el movimiento.
―Quiero que me bailen la danza del vientre ―ordenó, con una sonrisa pervertida curvando sus labios carnosos mientras sus ojos azules brillaban con deseo― Y luego... me las follaré a las dos. Quiero un trío.
―Claro que sí, señor, le bailarán ―respondieron los gemelos con una reverencia sincronizada, y sus rostros atractivos se mantenían impasibles, entendiendo perfectamente la intención de su jefe.
Cabe resaltar, que aquella gran organización de mafia de drogas y armas había pertenecido a su padre, Nicolai Kravchenko, un hombre de mediana edad que ahora huía de su propio hijo y heredero. Desde joven, Absalón había comenzado a formar su propia facción dentro del imperio familiar, reclutando hombres leales que veían en él un líder más prometedor que su padre. Sus métodos eran diferentes: mientras Nicolai gobernaba con puño de hierro y pagaba lo mínimo, Absalón recompensaba generosamente la lealtad.
Los hombres de Nicolai observaban con envidia cómo los subordinados de Absalón conducían autos de lujo, vestían trajes caros y recibían bonificaciones sustanciales por cada trabajo. No solo era el dinero: mientras el padre trataba a sus hombres como peones desechables, el hijo los hacía sentir parte de una hermandad, protegía a sus familias y les mostraba un respeto que Nicolai nunca había considerado necesario.
Poco a poco, los más leales a Nicolai fueron cambiando su lealtad al hijo. Primero fueron los más jóvenes, luego los mandos medios, y finalmente hasta los más veteranos se rindieron ante la promesa de una vida mejor bajo el mando de Absalón. El viejo imperio de casi 1000 hombres terminó cayendo en manos del hijo sin necesidad de disparar una sola bala.
Pero detrás de esta usurpación de poder se escondía algo más oscuro, un secreto que solo él y su madre, Anastasia, conocían, una verdad enterrada tan profunda que hacía que los ojos de Absalón brillaran con un odio visceral cada vez que se mencionaba el nombre de su padre. Luego, uno de sus hombres se acercó con cautela, haciendo una reverencia respetuosa antes de hablar sobre el paradero de Nicolai:
―Señor, unos contactos me dijeron que, posiblemente... su padre Nicolai, esté en la zona desmilitarizada en Chipre, en la parte grecochipriota.
El rostro de Absalón se tensó visiblemente, y su mandíbula se apretó haciendo que los músculos de su rostro se marcaran bajo su piel blanca. Sus ojos azules destellaron con un brillo peligroso mientras permanecía sentado, con su largo cabello azabache enmarcando aquella expresión que había pasado de satisfacción a furia contenida. Los tatuajes en su cuello parecían oscurecerse, con el ángel caído pulsando con cada latido de ira.
―Páguenles a los militares para que ustedes puedan hacer búsquedas ahí. Hablen con, Pablo y díganles que yo di la orden para que les diera dinero ―ordenó con voz áspera y cortante, con su acento eslavo más pronunciado por la tensión―. Pero recuerden, no lo maten, lo quiero vivo para matarlo yo con mis propias manos. Que les quede claro.
Sus últimas palabras llevaban el peso de años de odio contenido, de un secreto que ardía en sus entrañas como ácido.
―Claro que sí señor ―dijo uno de sus súbditos con la cabeza agachada, reconociendo en el tono de su jefe aquella furia antigua que todos habían aprendido a temer.
Después de un momento, Absalón recuperó su compostura habitual y curvó sus labios en una sonrisa satisfecha. Leví, distinguible de su hermano gemelo Franko por una fina cicatriz que cruzaba su ceja derecha, recuerdo de una pelea en su adolescencia, se acercó con paso elegante:
―Señor, ya su auto está listo.
―Ok.
Absalón se acercó al borde del noveno piso del edificio abandonado, donde los ventanales sin cristales le ofrecían una vista perfecta del espectáculo macabro que se desarrollaba abajo. Desde esa altura privilegiada, observaba como sus hombres, enfundados en trajes especiales de protección, trabajaban metódicamente vertiendo los cuerpos en los contenedores de ácido. Los vapores tóxicos se elevaban en espirales verdosas bajo la luz de la luna.
Luego, el sexy pelinegro, con movimientos pausados y elegantes, sacó un habano cubano de su chaqueta de diseñador y con sus dedos encendía el puro con su mechero de oro. Sus ojos azules brillaban con satisfacción sádica mientras contemplaba la escena, y su cabello se mecía suavemente con la brisa nocturna.
―Cuando terminen... comeremos carne, tengo hambre ―añadió con voz ronca, exhalando otra bocanada de humo que se perdió en la noche, mientras Brutus y Zivko, los rottweilers letales, se habían parado y se acomodaban a sus pies, tan satisfechos como su amo después de la cacería.
Luego, uno de los gemelos, Franko quien era un poco más alegre que Leví el de la cicatriz gritó desde ahí desde el noveno piso:
―¡Comeremos carne!
Los hombres, que en ese momento terminaban de disponer de los restos en el ácido, alzaron desde abajo sus voces al unísono con entusiasmo, como si momentos antes no hubieran sido testigos de una masacre:
―¡Sí!
Absalón sonrió brevemente, pero su expresión se endureció de repente, con sus ojos azules tornándose fríos como el hielo.
―¡Apúrense, se están tardando mucho, solo fueron dos cuerpos… mierda! ―espetó con voz cortante y su acento eslavo más marcado por la irritación.
Los hombres, al notar el cambio en el humor de su jefe, inmediatamente aceleraron su trabajo, conscientes de que el temperamento de Absalón podía cambiar tan rápido como el clima en una tormenta.
―Bueno, vamos al hotel ―ordenó, manteniendo su postura dominante, mientras sus ojos azules brillaban con emoción por la noche que le esperaba.
Mientras tanto, en el hotel Ritz…
Eran las diez de la noche, y en la habitación de hotel, Sally Habitt finalmente había podido relajarse. Se quitó la peluca Bob que había sido su disfraz, liberando una cascada de cabello azabache que caía como seda hasta su espalda baja. Con movimientos perezosos, se deshizo de la ropa que había usado para su escape y se puso una bata de seda color champagne que acariciaba suavemente sus senos voluptuosos y erguidos.
Tendida boca abajo sobre la cama king size, con sus pies balanceándose juguetonamente en el aire, la hija del mafioso iraní Ismael Habitt, sonreía mientras miraba un video de un grupo coreano de K-pop llamados los: G-kids en su nuevo celular, uno que había comprado específicamente para no ser rastreada.
―Ah, qué lástima que no podré ver a los G-kids de nuevo para mi cumpleaños, porque me escapé ―suspiró con una mezcla de nostalgia y satisfacción, y sus grandes ojos oscuros brillaban mientras veía a sus ídolos bailar en la pantalla.
Mientras tarareaba aquella canción en coreano, el estómago de la joven rugió suavemente, recordándole que no había comido en horas, porque estaba demasiado concentrada en su plan de escape.
―Mmmm, veré que hay aquí en el minibar ―murmuró para sí misma.
Se levantó con gracia de la cama, con su figura exquisita moviéndose con elegancia natural. Su rostro fino de rasgos delicados y su piel color canela, casi bronceada, brillaba suavemente bajo la luz tenue de la habitación, mientras sus grandes ojos marrones, bordeados de largas pestañas, reflejaban una mezcla de inocencia y picardía.
Sus generosos senos se balanceaban suavemente bajo la tela de seda que susurraba con cada movimiento, y sus caderas se contoneaban con una gracia natural mientras caminaba, con su figura curvilínea realzada por la bata que se adhería a su silueta.
A sus veinte años, tenía esa belleza exótica y sensual que su padre había intentado usar como moneda de cambio en sus negocios. Caminó hacia el minibar, encontrando una selección de chocolates que le hicieron sonreír con deleite infantil, un gesto que iluminaba sus facciones perfectas y hacía brillar sus ojos almendrados.
―¡Oh, Snickers!―exclamó viendo su marca favorita de chocolates.
Los tomó todos y corrió de vuelta a la cama, saltando sobre ella con la alegría de quien acaba de escapar de una jaula dorada. Pero por un momento, su sonrisa se suavizó mientras un destello de nostalgia cruzaba sus grandes ojos marrones.
―Ah, gracias, Omar por ayudarme... ―susurró con voz suave, recordando a su hermano mayor, el único que la había apoyado en su escape porque ella era la menor y la única hembra en tres hermanos varones―. Te extrañaré mucho hermanito.
Omar Habitt un apuesto iraní de 33 años, había sido diferente a sus hermanos, más comprensivo, más humano. Mientras el resto de la familia la veía como una mercancía para negociar, él había sido su cómplice silencioso, ayudándola a planear su escape, dándole el dinero que ahora le permitía estar allí.
Mientras desenvolvía uno de los chocolates, una sonrisa de triunfo volvió a iluminar su rostro delicado. Por fin era libre, lejos de su padre y sus hermanos mayores autoritarios, lejos de ese matrimonio arreglado con un hombre de cuarenta y cinco años que a ella le asqueaba. Su largo cabello se derramó sobre la almohada mientras se recostaba, pensando en que algún día, cuando fuera seguro, encontraría la manera de contactar a Omar nuevamente.
Dos horas más tarde…
El estómago de Sally rugía demandando comida de verdad. A pesar de haberse terminado todos los chocolates del minibar, su cuerpo esbelto pero amante de la buena comida le pedía algo más sustancioso.
―Ah, creo que tengo que bajar, tengo mucha hambre ―murmuró, frotándose el estómago.
Sintiendo que moría de hambre, se puso la gabardina beige sobre su bata de seda, tomó algo de dinero y bajó hacia el restaurante. Eran las doce de la noche, y pensó que a esa hora habría poca gente, por lo que decidió no ponerse la peluca.
―Tengo demasiada hambre, además, aún mi padre no ha descubierto que me he ido ―se dijo a sí misma mientras bajaba en el ascensor―. Vi las cámaras de mi habitación y todavía está el montón de sábanas en la cama creyendo que soy yo dormida.
Al llegar al restaurante, su corazón dio un vuelco cuando vio a quince hombres vestidos de negr0 bebiendo en una mesa alejada, con sus risas resonando en el espacio casi vacío.
―Mmmm comeré mejor en la habitación ―susurró, dirigiéndose rápidamente hacia el área de banquetes.
Se sirvió una abundante porción de sopa roja de granada y cordero, una especialidad del chef que desprendía un aroma especiado y exótico.
―Esto se ve super delicioso.
Mientras, Sally se dirigía a la caja, con sus pasos ligeros resonando suavemente en el piso de mármol. Su largo cabello se mecía con cada movimiento mientras intentaba mantener el equilibrio del plato lleno.
―Muchas gracias ―dijo ella viendo como terminaban de empacarle su sopa en aquel envase.
Se la dieron y ella se despidió. Sin embargo, en ese preciso momento, la puerta del restaurante se abrió y una figura imponente emergió. Sally, distraída admirando su compra, no se percató del hombre que se cruzaba en su camino.
¡SPLASH!
El tiempo pareció detenerse cuando la sopa carmesí se salió del envase y dibujó un arco perfecto en el aire antes de impactar. El líquido rojo se derramó como una cascada sobre el traje n£gro de diseñador, creando un patrón que parecía una obra de arte macabra sobre la tela inmaculada.
Las gotas salpicaron los zapatos hechos a mano que probablemente costaban más que un auto común, transformando el cuero en un lienzo carmesí y grasoso.
―¡Oh, perdón señor!
Sally había chocado con lo que parecía una pared viviente: un hombre imponente que se alzaba ante ella de casi dos metros de altura, con su figura bloqueando por completo la luz que venía desde atrás.
Levantó la mirada lentamente, siguiendo el camino de manchas rojas que ahora decoraban el traje n£gro impecable, hasta encontrarse con un rostro que le robó el aliento.
«Sexy»―pensó traicioneramente su mente, y un rubor involuntario coloreó sus mejillas al darse cuenta de que encontraba atractivo al hombre que probablemente querría matarla por arruinar su traje.
Un habano cubano colgaba de unos labios carnosos que ahora se torcían en una mueca de disgusto. Aquel hombre era nada más y nada menos que Absalón Kravchenko, quien estaba molesto porque un cliente no le tenía su dinero completo, un error que nadie cometía dos veces con aquel infame líder. Entonces, Sally le dijo:
―S-señor perdone. Yo... ―las palabras murieron en su garganta al encontrarse con aquella mirada gélida.
En ese momento, los ojos azules y letales de Absalón la paralizaron, ya que, la miraban con una mezcla de sorpresa e ira contenida que hizo que su sangre se helara. El aura de poder y peligro que emanaba de él era intimidante para cualquiera, y más para una joven veinteañera de 1.60 cm de estatura.
―¡Mierda! ―espetó Absalón muy amenazante. El líquido rojo goteaba por su pantalón y sus zapatos, creando un charco carmesí a sus pies. Sus nudillos se tornaron blancos al apretar los puños, conteniendo apenas su legendario temperamento.
Sally se quedó inmóvil, su corazón latiendo con fuerza mientras la realización la golpeaba: acababa de manchar el traje de aquel hombre quien, por su rostro y la tensión que ahora invadía el ambiente, no era alguien que perdonara fácilmente los errores.
―Tienes que ver por dónde caminas, pequeña perra―gruñó Absalón, con su voz profunda vibrando con una advertencia apenas contenida mientras sacudía algunas gotas de sopa de su manga.
Aquella palabra "perra" hizo que Sally, se enfureciera y respondiera sin pensar:
―Já, tú también fíjate por donde caminas idiota, estúpido animal―las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas.
Un silencio sepulcral cayó sobre el restaurante. Los quince hombres de n£gro que bebían en la mesa del fondo contuvieron el aliento al mismo tiempo, con sus rostros palideciendo ante la impensable falta de respeto hacia su líder. El tintineo de los vasos cesó, y hasta el aire pareció congelarse.
Los ojos maliciosos de Absalón se estrecharon peligrosamente, con su mandíbula tensándose mientras daba un paso hacia ella. Cuando habló, su voz era un susurro letal que prometía consecuencias:
―¿Cómo? ―cada palabra salió como fragmentos de hielo, afilados y mortales.
Continuará...