☢️Advertencia.☢️
Esta novela es +21 y contiene:
-Descripciones explícitas y fuertes de naturaleza s£xual.
- Lenguaje inapropiado.
- Escenas de violencia gráficas.
LEERÁS BAJO TU PROPIO RIESGO 🤫
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«¡Descansaré y mi padre no me encontrará aquí! ¡Mañana... me iré lejos! ¡Agarraré cualquier vuelo a cualquier país!»
El vestíbulo del Ritz-Carlton de Miami resplandecía con lujos cuando una joven elegante y menuda atravesó sus puertas. Su figura delgada y pequeña, apenas alcanzando el metro sesenta, se movía con gracia contenida bajo una gabardina beige de diseñador. Su piel color canela, suave y aterciopelada, brillaba con una fina capa de sudor bajo las luces, mientras sus dedos delicados jugaban inquietos con el borde de su bolso de marca.
«¡Vamos Sally, ninguno de los guardias de mi padre ni mis hermanos te vio salir, así que estas bien!»
A sus veinte años, la joven Sally Habitt tenía un aire sofisticado que intentaba mantener a pesar de su evidente nerviosismo. Una peluca n£gra de corte bob enmarcaba perfectamente su rostro fino y delicado, mientras que tras unos costosos lentes de sol Gucci, sus ojos no dejaban de moverse, escaneando cada rincón del lobby.
―Una… habitación, la que sea por favor ―su voz, aunque intentaba sonar casual, tenía un leve temblor que delataba su ansiedad.
El recepcionista, un hombre de mediana edad con un impecable traje azul marino, estudió la identificación con ojo crítico antes de hablar.
―Señorita… Tracy, son 500 dólares la noche ―dijo mientras tecleaba en su computadora―. ¿Me permite su tarjeta?
Pero ella estaba perdida en sus pensamientos, con sus dedos tamborileando nerviosamente sobre el mostrador de mármol. Su mente vagaba entre recuerdos y planes de escape, apenas registrando las palabras del hombre.
―¿Señorita? ―insistió el recepcionista, alzando ligeramente una ceja.
―¡Oh, disculpe! ―saltó ella, volviendo bruscamente a la realidad―. Tome... pagaré en efectivo.
En su mente, una voz de alarma resonaba con fuerza:
«¡Ah, Sally, recuerda que te llamas Tracy!»―Sus labios se curvaron en una sonrisa forzada mientras extraía cinco billetes de cien dólares de su cartera, intentando que sus manos no temblaran demasiado al entregarlos.
―Aquí tiene ―dijo, consciente de que cada segundo que pasaba en el lobby la hacía más vulnerable.
«Mi padre dará el grito al cielo cuando sepa que no esté en casa. Le dará un infarto a ese viejo»
―Tome señorita, Tracy... Chapman ―dijo el recepcionista entregándole la llave, deteniéndose un instante al pronunciar el apellido mientras la observaba por encima de sus gafas de medialuna.
―Muchas gracias ―respondió ella con una sonrisa radiante que iluminó su rostro delicado, aunque su mano tembló ligeramente al tomar la llave.
Por dentro, su corazón latía acelerado mientras un pensamiento esperanzador cruzaba su mente:
«Esta es tu primera noche libre, Sally. ¡Serás feliz por fin!»
―El botones la acompañará, señorita ―indicó el recepcionista, haciendo un gesto hacia un joven uniformado que ya se acercaba para tomar su equipaje.
―Oh, muchas gracias, señor ―respondió ella, ajustándose nerviosamente los lentes de sol y asegurándose de que su peluca bob estuviera perfectamente en su lugar antes de seguir al botones hacia los elevadores.
Mientras tanto en las afueras de Miami…
Un edificio abandonado a medio construir se alzaba contra el cielo nocturno de Miami. Sus vigas de acero oxidado se proyectaban hacia las estrellas como dedos retorcidos, mientras montones de material de construcción olvidado, sacos de cemento petrificados por el tiempo y varillas corroídas, evidenciaban años de abandono. El proyecto, detenido abruptamente, había dejado pisos incompletos y pasillos que terminaban en el vacío, como bocas hambrientas abiertas a la oscuridad.
―Jefe, aquí está la sangre de res y... dormirá en el hotel Ritz-Carlton. Ya contraté a las bailarinas que pidió ―resonó una voz gruesa y sexy, rebotando entre los pilares de concreto desnudo como un eco en una cripta.
―Mmmm ―fue un sonido gutural de satisfacción que reverberó en el espacio vacío.
En medio de la que debería haber sido la habitación principal, iluminada débilmente por lámparas de batería estratégicamente colocadas entre los andamios abandonados, un grupo de hombres vestidos con impecables trajes negr0s formaban un círculo perfecto. Junto a ellos, dos perros rottweilers de aspecto feroz permanecían sentados pero alertas, con sus ojos brillando en la penumbra y sus músculos tensos bajo el pelaje n£gro.
En el centro, dos hombres de mediana edad, desnudos y algo ensangrentados se arrodillaban sobre el suelo áspero de hormigón sin pulir. Sus cuerpos estaban cubiertos de hematomas y cortes que relataban una historia de violencia reciente. Los perros mantenían su mirada fija en las víctimas, gruñendo ocasionalmente, lo que aumentaba el terror en los rostros de los hombres arrodillados.
―¡Absalón, por favor, te-ten misericordia, te vimos crecer! ―suplicó uno de los hombres, con su voz quebrada por el terror y el dolor. Las lágrimas corrían por su rostro hinchado, mezclándose con la sangre seca de sus heridas.
Al fondo de la habitación, sentado en una silla metálica corroída por el tiempo, se encontraba el ucraniano: Absalón Kravchenko. Su postura emanaba una mezcla letal de elegancia y amenaza, con sus codos apoyados sobre las rodillas separadas mientras se inclinaba ligeramente hacia adelante, una posición que resaltaba su cuerpo atlético bajo el traje n£gro impecablemente cortado.
Los tatuajes en su cuello se entrelazaban en una obra de arte siniestra: letras cirílicas antiguas serpenteaban por el lado izquierdo contando historias de venganza, mientras un ángel caído de alas rotas se extendía por el lado derecho hasta su mandíbula. Los santos ortodoxos y demonios que decoraban sus brazos se asomaban por debajo de las mangas arremangadas de su camisa, mezclándose con símbolos eslavos de poder y protección.
En sus manos, que descansaban con estudiada calma, brillaban pesados anillos de oro con piedras preciosas, un rubí sangre en el índice derecho, un diamante n£gro en forma de calavera en el anular, y antiguos sellos rusos en los otros dedos. Dos gruesas pulseras de oro con grabados ortodoxos adornaban sus muñecas, tintineando suavemente con cada movimiento. Su figura emanaba un aura de poder y peligro que saturaba el espacio a su alrededor, como si cada uno de sus tatuajes irradiara una energía oscura propia.
―Já ―exclamó, y el sonido resonaba como el gruñido de un depredador satisfecho.
Su cabello color azabache y largo caía como una cortina de seda oscura sobre sus hombros anchos, con algunos mechones rebeldes enmarcando su rostro de rasgos afilados, contrastando dramáticamente con una piel tan blanca que parecía brillar con luz propia en la penumbra. A sus 37 años, cada uno de sus movimientos destilaba la gracia letal de un depredador, mezclada con un magnetismo innegable que hacía aún más aterradora su presencia. Sus ojos azules, fríos como el invierno ruso, observaban la escena con un destello de diversión sádica.
―¡Por favor, Absalón, tú sabes que tenemos familia! ―gimió el segundo hombre, con sus palabras apenas audibles entre sollozos ahogados, mientras se arrastraba sobre el suelo sucio, dejando un rastro de sangre en el concreto.
Absalón se levantó de su asiento con la elegancia de una pantera. Sus 1.95 metros de estatura se desplegaron como una sombra amenazante sobre sus víctimas. Sus ojos azules, con un destello de locura contenida, se clavaron en los hombres arrodillados. Cada paso que daba hacia ellos resonaba en el silencio, como el tictac de un reloj marcando los últimos momentos de vida.
―Jajaja ―su risa grave y burlona resonó en la habitación, haciendo que incluso sus propios hombres se tensaran ligeramente.
Una sonrisa sádica se dibujó en sus labios carnosos, torciendo sus facciones en una máscara de cruel diversión que, paradójicamente, acentuaba su atractivo perturbador. Luego, se inclinó hacia sus víctimas y con su voz, profunda y ronca, con aquel marcado acento eslavo que la hacía aún más intimidante, cortó el aire como una navaja pronunciando:
―¿Qué familia? ―guiñó un ojo en un gesto que heló la sangre de los presentes. Sus anillos destellaron cuando movió la mano en un gesto desdeñoso.
El horror se reflejó en los rostros de los cautivos, que comprendieron el significado oculto tras aquellas palabras. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, con el pánico transformándose en una realización devastadora al entender que Absalón no solo acabaría con ellos, sino que ya había sellado el destino de sus seres queridos.
―¡Noo, mis hijos! ―el grito desgarrador del primer hombre resonó en las paredes, cargado de una agonía que trascendía el dolor físico.
―¡Por favor, con nuestros hijos no! ―suplicó el otro, su voz quebrándose en un sollozo desesperado.
Los hombres más leales de Absalón, quienes eran unos 15 permanecían inmóviles, con sus rostros impasibles como máscaras de cera, mientras su líder se aproximaba a las víctimas. Su cuerpo atlético proyectaba una sombra amenazante sobre los hombres arrodillados, que temblaban incontrolablemente.
―Debieron pensarlo ―su voz adoptó un tono casi conversacional, pero cargado de veneno―. Ustedes fueron los que ayudaron a mi padre a escapar. Escondieron la evidencia, hasta que llegaron a mí las grabaciones de cuando lo metieron en ese auto. Fueron los soplones que lo dejaron escapar.
La sonrisa sarcástica se desvaneció de su rostro como si hubiera sido borrada, reemplazada por una máscara de odio puro. Sus siguientes palabras fueron un rugido que hizo temblar las ventanas:
―¡Por culpa de ustedes no pude matar a la maldita mierda de mi padre y lleva un año desaparecido, malditos!
Los hombres desnudos se encogieron ante la explosión de furia, cerrando los ojos con fuerza como si pudieran así escapar de su destino. Absalón los observó en silencio, con sus ojos azules ardiendo con un odio ancestral. Con un gesto que parecía fuera de lugar en medio de tanta violencia, se pasó una mano por su larga cabellera oscura en un intento de recobrar la compostura.
Cuando volvió a hablar, su voz se había convertido en un susurro amenazante que resultaba aún más aterrador que sus gritos:
―Pero ahora por eso me las van a pagar ―hizo una pausa dramática―. Traigan la sangre.
―Sí, señor ―respondieron al unísono Leví y Franko.
Aquellos eran unos gemelos serbios identicos de 30 años, y eran la viva imagen de la elegancia letal. Tenian el cabello n£gro perfectamente peinado, ojos verdes penetrantes, algo malvados, de rostros afilados y atractivos. Se diferenciaban solo por una cicatriz que cruzaba la ceja derecha de Leví, el gemelo mayor y más serio. Su cara siempre se mostraba enojada, mientras que Franko era como un poco más alegre.
Sus trajes n£gros ajustados resaltaban sus cuerpos atléticos, y sus movimientos coordinados tenían la gracia de depredadores. Siempre hablaban al mismo tiempo, como si fueran una sola entidad dividida en dos cuerpos, y adoraban al gran Absalón como si fuera un dios.
Sin embargo, antes de que procedieran con el macabro ritual, un silencio espeso descendió sobre la habitación. Absalón, imponente frente a sus víctimas arrodilladas, los miró con sus ojos azules los cuales adquirieron un brillo asesino, mientras observaba a los hombres temblorosos a sus pies.
Sus labios se entreabrieron para pronunciar aquella palabra que sus hombres habían aprendido a temer, la que siempre precedía a la muerte:
―Gori―susurró con reverencia casi religiosa, cerrando sus ojos y dejando caer su cabeza hacia atrás, provocando que su cabello negr0 liso se meciera suavemente, enmarcando su rostro peligrosamente atractivo e irresistiblemente intimidante.
Aquella palabra, antigua y cargada de poder, resonó en el aire con olor a concreto mojado del hotel abandonado. Era la misma palabra que su padre solía pronunciar, ahora convertida en su propia marca de muerte.
Seguidamente, como un coro de almas condenadas, sus hombres comenzaron el cántico que él les había impuesto desde el primer día. La frase, repetida como un mantra oscuro, creció en intensidad con cada repetición:
―¡Otros matan a mil, pero Absalón mata a diez mil!―la primera vez sonó como un susurro amenazante.
―¡Otros matan a mil, pero Absalón mata a diez mil! ―la segunda, más fuerte, cargada de una devoción perversa.
Absalón, con sus ojos aún cerrados y su cabeza hacia atrás, gritó con voz ronca y dominante:
―¡Más fuerte! ―su orden resonó por toda la habitación, haciendo que incluso los perros se agitaran.
―¡OTROS MATAN A MIL, PERO ABSALÓN MATA A DIEZ MIL!
Los hombres de traje negr0 gritaban con tal intensidad que las venas de sus cuellos se marcaban, mientras sus víctimas temblaban incontrolablemente ante aquella demostración de poder y devoción hacia su líder.
Los perros, excitados por el cántico, comenzaron a aullar, mezclando sus voces con las de los hombres en una sinfonía macabra, mientras Absalón permanecía erguido como una estatua de mármol.
Entonces, el sexy pelinegro deslizó su mano dentro de su chaqueta, extrayendo una navaja que brilló siniestramente bajo la tenue luz. No era un arma cualquiera, el mango estaba labrado con intrincados diseños de serpientes y la hoja, perfectamente afilada, tenía inscripciones en cirílico antiguo. Los hombres arrodillados comenzaron a temblar al reconocerla, era el instrumento que Absalón usaba para su macabra colección.
Con la elegancia de un cirujano y la frialdad de un verdugo, Absalón se movió rápidamente y cortó primero la oreja de uno de los hombres y luego la oreja del otro. Los gritos resonaron por el edificio abandonado mientras los gemelos, Leví y Franko, guardaban cuidadosamente los nuevos trofeos de su líder en un pañuelo de seda n£gra.
Luego, regresó a su asiento con movimientos fluidos, como si acabara de realizar una tarea rutinaria. Cruzó las piernas con elegancia y se dirigió a los gemelos:
―Rocíenles la sangre de res. Ahora si.
―Sí, señor ―respondieron Leví y Franko al unísono.
Mientras observaba la escena, un destello de memoria cruzó por sus ojos azules. Desde los cinco años había presenciado actos similares, criado en las entrañas de la mafia, donde la muerte era una compañera constante. Los gritos de las víctimas parecían casi música familiar para él.
Con una sonrisa sutil en sus labios, pronunció las palabras que sus hombres esperaban:
―Suelten a Brutus y a Zivko, los niños... tienen...hambre.
Continuará...