Mientras tanto, Saleema…
A esa hora a las 9:00 am, la morena de piel canela, con su largo cabello negr0 liso cayendo sobre su bata de seda rosada, permanecía quieta frente al espejo de su habitación, apretando su mandíbula con rabia. La suave tela se movía con cada respiración tensa mientras su padre Ismael ajustaba alrededor de su cuello un collar de oro entretejido con titanio-carbonita, un raro metal desarrollado en laboratorios militares rusos, conocido por su extrema dureza y resistencia.
―Cada día te odio más padre.
―Ajá ―decía su padre poniéndole el collar, con su indiferencia más hiriente que cualquier respuesta.
El collar, aparentemente delicado pero imposible de romper, contenía un chip rastreador en su cierre reforzado.
Luego, al ya casi terminar, Ismael murmuró:
―Es por tu seguridad, tesoro mío ―aseguró el mecanismo con un clic que sonó como una sentencia―, así no te vas a escapar de nuevo cuando vayas de compras hoy.
―No quiero ir. De hecho, no voy a salir a ninguna parte ―su voz sonaba firme, pero dentro de ella resonaba el eco de su hermano Omar diciendo:
"Paciencia, pequeña rosa del desierto, algún día serás feliz"
Su padre enseguida la volteó, poniendo sus manos sobre sus hombros con los anillos de oro bien brillantes.
―Agradece que no te castigue peor, hija mía. He sido muy paciente contigo, si no haces lo que te pido ―sus ojos se desviaron hacia Rita, quien doblaba ropa en silencio, como siempre pretendiendo ser invisible―, haré que a Rita la metan presa por robo. Tú decides.
Rita, una muchacha guatemalteca de apenas veinte años, como ella, levantó la mirada. Sus manos morenas se detuvieron sobre el chal de cachemira que sostenía. El miedo en sus ojos era el mismo que Saleema había visto en tantas personas alrededor de su padre.
―¡No, no le hagas daño a Rita! ―la respuesta salió automática, una rendición más en la larga lista de batallas perdidas contra su padre.
―Entonces, no me hagas enojar más, Saleema. Ahora tengo que buscarte un esposo ―el tono de Ismael se suavizó, como siempre lo hacía cuando hablaba de sus planes para ella.
El desafío encendió los ojos de Saleema, tan parecidos irónicamente a los de su padre.
―Sí, búscalo. Le haré la vida imposible a ese hombre. Ya verás ―en su voz vibraba aquella rebeldía que la caracterizaba.
Uno de los guardaespaldas de su padre, un hombre silencioso de traje oscuro, apareció en la puerta:
―Señor, ya el auto lo espera.
―Está bien ―Ismael se giró hacia su hija una última vez―. Pues ve a comprarte ropa, niña. Necesito que escojas un lindo vestido para la fiesta que daré y otro casual para ir al club. O si no, ya sabes lo que haré ―tomó el rostro de la joven y le dio un beso en la frente, un gesto que conservaba desde siempre con su raro y retorcido amor―. Que Allah te bendiga.
Los Habitt no eran musulmanes practicantes; Ismael y su padre habían huido de Irán durante la revolución islámica de los setenta, cargando solo con su fortunas e ideas de tráfico de fármacos. Sin embargo, la madre fallecida de Saleema si había mantenido viva su fe hasta el final.
―Gasta el dinero que quieras ―añadió antes de darse media vuelta, con su figura robusta proyectando una sombra imponente sobre el suelo de mármol.
Saleema apretó su mandíbula mientras lo veía alejarse, aquel hombre que alguna vez había sido el héroe de sus cuentos infantiles.
―Ah, cómo lo odio―murmuró, con sus dedos rozando inconscientemente el collar.
―¡Niña Sally, gracias por salvarme.Yo sé que... esto es muy duro para usted!―la voz de Rita temblaba con gratitud y culpa.
―No te preocupes, Rita. Trataré de aguantar lo que pueda ―suspiró, con sus ojos fijos en el retrato de su madre que colgaba en la pared―. Esta es mi vida, ¿y qué más puedo hacer? No puedo escapar, solo… cuando me case―miró a Rita e hizo una sonrisa resignada―. Me casaré con quien mi padre me escoja, pero sí, le haré la vida imposible a ese hombre.
―Ay, niña, Sally, espero que sea feliz ―Rita dejó el chal sobre la cama con cuidado reverencial.
―Claro que sí ―respondió Saleema, tocando nuevamente el collar―. Apenas tengo veinte, tengo la fe que sí.
Mientras tanto, el señor Kravchenko...
Una hora después, siendo las diez de la mañana, mientras el sol de la mañana se filtraba por los ventanales de la suite presidencial del Hotel Ritz-Carlton, Absalón ocupaba su lugar en una elegante mesa de caoba. Su cabello húmedo goteaba sobre los hombros musculosos, y la toalla blanca en su cintura contrastaba con los tatuajes que narraban su historia criminal. El personal de limpieza se movía como sombras eficientes por la habitación, entrenados para ser invisibles, para no ver ni oír nada que pudiera costarles la vida. Ellos habían firmado un contrato en donde no podían decir nada de lo que escuchaban les mataban a toda su familia.
Los gemelos Leví y Franko permanecían de pie a cada lado de la mesa, sus trajes negr0s impecables, y sus posturas idénticas reflejando años de servicio y lealtad. El aroma del desayuno tradicional ucraniano impregnaba el ambiente.
―Entonces, es rica la maldita enana, hija de un mafioso también ―comentó Absalón, con su voz profunda cargada de ironía mientras hundía el tenedor en un vareniki. Los tradicionales dumplings ucranianos, rellenos de papa y cebolla, nadaban en smetana fresca, un recordatorio de su tierra natal que exigía en cada ciudad que visitaba.
―Sí señor ―confirmó Leví, con su postura más rígida que la de su hermano―. El hombre lava dinero, su negocio es con unos fármacos extraños y se lo vende a laboratorios. Ha tenido varios problemas con la ley, pero sabe cómo salir ―hizo una pausa calculada―. A su vez nos ha pagado muy bien la mercancía que le hemos dado, hemos hecho cinco transacciones de armas.
Absalón sumergió su cuchara en el borscht humeante, observando cómo el intenso color rojo se arremolinaba en la porcelana fina. Cada movimiento suyo, aunque casual, llevaba el peso de años de poder absoluto.
―Mmm, está bien ―murmuró, con sus ojos fijos en los remolinos carmesí de la sopa―. Y... ¿dónde...vive la enana? ―la última palabra salió como un gruñido bajo y curioso.
―En Coral Gables ―respondieron los gemelos al unísono, como siempre con su sincronización tan precisa como inquietante.
Absalón masticó otro vareniki con deliberada lentitud. Sus pensamientos vagaron hacia la joven que se había atrevido a desafiarlo. Nadie, fuera de Mikhail o su madre, en años, había mostrado tal valentía... o tal estupidez. Ni siquiera su padre.
―Entonces, vamos a hacerle una visita... un día de estos a su padre ―hizo una pausa, recordando la pequeña mano que lo había abofeteado―. Su hija me golpeó ―. Los gemelos conocían bien esa voz, era el mismo tono que usaba antes de que alguien desapareciera, pero había algo más esta vez... ¿fascinación, quizás?
―Está bien señor ―respondieron los gemelos, intercambiando una mirada fugaz. Habían presenciado suficientes "visitas" para saber que debían empezar a preparar las coartadas.
Luego, Absalón cambió de humor rápidamente como siempre, en su temperamento volatil, y apartó el plato de porcelana fina con un gesto brusco, con el tenedor tintineando contra el borde. Sus ojos azules estudiaron a los gemelos con la intensidad de un depredador evaluando su próxima movida.
―Y la virgen, ¿ya la consiguieron?
Los gemelos respondieron al unísono, con sus voces mezclándose como un eco:
―Hoy nos entrevistaremos con dos.
―¿Dos? ―Absalón arqueó una ceja, con la sorpresa rompiendo por un momento su máscara de frialdad.
―Sí señor, pusimos la petición en una página web específica. Solo dos respondieron. Aún no conocemos sus rostros ―explicó Franko, manteniendo su tono profesional.
―De todas maneras, vamos a evaluarlas nosotros antes de cualquier presentación para usted jefe―añadió Leví, con su voz cortante como hielo.
Absalón volvió su atención al plato, empujando distraídamente un trozo de vareniki. Los consejos de su sacerdote Mikhail, pesaban en cada una de sus decisiones.
―Ok, necesito casarme, follarmela y que Batushka prepare el ritual para la buena suerte y matar a padre de una vez ―hizo una pausa―. Véanlas y luego me informan. Si mintieron, ya saben qué hacer. Mátenlas.
―Si señor ―respondieron los gemelos, al unísono de nuevo, conocedores de las consecuencias que acarreaba decepcionar a su jefe.
Luego, Absalón se reclinó en su silla, satisfecho por los eventos de la noche anterior porque las prostitutas lograron aguantarlo y no las mató y complacido por la eficiencia de sus gemelos les dijo:
―Si la virgen que me consigan me gusta… ―hizo una pausa significativa―, les daré doscientos mil a cada uno.
Los gemelos se miraron al mismo tiempo, con una sonrisa idéntica cruzando sus rostros como un espejo.
―¡Jefe, le traeremos hoy la virgen! ―dijeron al unísono, con sus voces mezclándose en un ritmo perturbador que hubiera inquietado a cualquiera que no estuviera acostumbrado.
Pero, Absalón, concentrado en su plato, apenas notó aquella sincronización que tanto inquietaba a otros.
―Búsquenme mis zarcillos ―murmuró entonces, con su voz tornándose grave―. Los que bendijo Batushka en Kiev, los de oro con las cruces ortodoxas. Los necesito para mantener alejados a los demonios de hoy... ―hizo la señal de la cruz al estilo ortodoxo.
Los gemelos asintieron, conocedores de las supersticiones de su jefe aquellas que mezclaban el cristianismo ortodoxo con antiguas creencias paganas ucranianas.
Otra hora más tarde, 12:00 pm
Absalón, recuperado pero con las marcas invisibles de la noche anterior grabadas en su memoria, se erguía imponente en el asiento trasero del vehículo blindado. El traje negr0 hecho a medida por su sastre personal era una segunda piel que acentuaba cada músculo de su cuerpo trabajado, en una armadura de elegancia que costaba más que el salario anual de la mayoría.
Su largo cabello azabache, peinado hacia atrás, lo hacían ver muy sensual, sumando los lentes oscuros Ray-Ban que ocultaban estratégicamente los vestigios de una noche de excesos, pero nada podía disimular la intensidad que emanaba de su presencia. Su mandíbula, afeitada con precisión quirúrgica, se tensaba rítmicamente, delatando pensamientos turbulentos tras su fachada de control absoluto.
«Espero hoy tener noticias que el maldito está en Chipre»―pensaba en su padre.
La caravana de Mercedes Benz blindados serpenteaba por las calles exclusivas de la ciudad como una anaconda metálica. Absalón se dirigía a una "reunión" con uno de sus títeres políticos, un alcalde que últimamente se había vuelto descuidado con sus pagos mensuales. Los gemelos, Leví al volante y Judá en el asiento del copiloto, mantenían un silencio profesional, mientras que el resto de la comitiva, cuatro vehículos repletos de hombres armados, los escoltaban como sombras letales.
El semáforo en rojo los detuvo en una intersección del distrito comercial más exclusivo de la ciudad. Fue entonces cuando el destino, ese jugador caprichoso, decidió lanzar sus dados. A través del cristal tintado y los lentes oscuros, Absalón captó una visión que hizo que su pulso, normalmente controlado, se acelerara de manera traicionera.
―La… pequeña perra? ―el murmullo escapó de sus labios como un gruñido contenido, mientras su cuerpo se inclinaba instintivamente hacia adelante, como un depredador que detecta a su presa.
Leví, siempre atento a los cambios en el humor de su jefe, giró levemente la cabeza, sus ojos alertas reflejados en el espejo retrovisor:
―¿Qué sucede jefe?
Y si, allí estaba ella, Saleema, caminando por la acera con un vestido rosa una creación de algún diseñador europeo sin duda, era una caricia de seda sobre su piel color canela, abrazando cada curva con la devoción de un amante. El escote, aunque modesto, insinuaba su busto generoso el cual, Absalón no dejó de ver en aquella piscina cuando ella se cubria porque no tenía la parte de arriba de su traje de baño.
Tenía un cinturón dorado que ceñía su cintura pequeña, y su cabello azabache caía en ondas perfectas hasta su espalda baja.
Se movía con gracia escoltada por dos guardaespaldas que parecían más bien decorativos comparados con los gemelos de Absalón. Una sirvienta la seguía fielmente, cargando bolsas de Hermès, Chanel y Dior como si fueran trofeos de guerra. Saleema echó su cabello hacia atrás con un gesto muy femenino, y arrogante que Absalón no pasó desapercibido... le gustó. Luego, la vio reír de algo que su sirvienta había dicho.
La reacción de su cuerpo fue inmediata y primitiva. Sintió cómo su virilidad se tensaba bajo el fino material de sus pantalones, una respuesta física que lo sorprendió. Hacía tiempo que ninguna mujer provocaba en él eso al menos que la tuviera desnuda y amarrada en la cama.
Luego, la observó dirigirse hacia la entrada de Bal Harbour Shops, con sus caderas moviéndose en un ritmo hipnótico que se reflejó en el brillo depredador de sus ojos tras los lentes oscuros.
―Detén el auto ―la orden salió de sus labios con una voz más profunda y ronca de lo habitual, un tono que hizo que incluso los experimentados gemelos intercambiaran una mirada de sorpresa.
Era la voz que Absalón usaba cuando estaba a punto de hacer algo impulsivo.
Continuará...