El grito ahogado de Saleema provocó una reacción inmediata en personal que la acompañaba. Rita, su sirvienta personal, observaba cada gesto de su joven jefa sentada junto a ella.
―¿Señorita, Sally, perdió su iPhone? ―la voz de Rita sonaba muy preocupada.
Marcus, uno de sus guardaespaldas, afroamericanos, giró su corpulenta figura desde el asiento delantero, mostrando un destello de preocupación profesional.
―¿No tiene su telefono, señorita? ―su voz grave resonó en el espacio confinado del vehículo.
Mohamed, el chofer de confianza, observó a Saleema a través del espejo retrovisor y, al notar su expresión alterada, levantó sutilmente el pie del acelerador, reduciendo la velocidad de la Range Rover mientras mantenía su mirada atenta por el espejo.
―Sí, perdí mi teléfono ―la voz de Saleema tembló ligeramente, traicionando su compostura habitual―. No lo encuentro por ninguna parte en mi bolso.
Rita, quien sabía que el teléfono era como una extensión más de su jefa, exclamó alarmada:
―¡Ay, no! Señor, Mohamed, debemos regresar ―sus palabras salieron atropelladas, mezcladas con preocupación―. Tiene que estar en donde estuvo la señorita Saleema. Tal vez se quedó en el baño, en el lavamanos.
Mohamed ya estaba calculando mentalmente la ruta de regreso, con sus ojos escaneando el tráfico en busca de un lugar seguro para dar la vuelta, cuando Marcus intervino nuevamente:
―Señorita Saleema, podemos devolvernos y revisar el último lugar donde estuvo ―su tono profesional intentaba tranquilizar la situación―. De todas maneras, no tenemos mucho tiempo que nos fuimos del centro comercial.
Pero la mente de Saleema ya estaba en otro lugar. La imagen de Absalón, tendido en el suelo y escupiendo maldiciones como veneno, atravesó sus pensamientos como un relámpago amenazante. Sus ojos se abrieron de golpe, dilatados por un miedo que intentaba desesperadamente ocultar.
―¡No, no se preocupen! ―su voz sonó artificialmente controlada, como una actriz recitando un guión ensayado―. Tengo una aplicación que rastrea mi teléfono. Allí... podré ver exactamente dónde está ―las palabras salían entrecortadas, tropezando unas con otras―. Solo tengo que ir a mi habitación y buscar mi laptop. No... quiero ir al centro comercial jejeje ―su risa nerviosa flotó en el aire como una nota discordante―. Solo... quiero ir a casa como les dije. Tengo... mi periodo menstrual jeje.
En ese momento, Rita frunció el ceño, recordando claramente que apenas la semana pasada había comprado toallas sanitarias para su señorita. Se inclinó hacia Saleema y, creando un espacio íntimo en la camioneta llena de hombres, susurró con discreción:
―¿Pero... no lo tuvo hace poca señorita? La semana pasada compré sus toallas.
―Después te cuento ―respondió Saleema en el mismo tono conspirador, con sus palabras apenas un suspiro.
Rita asintió. Después de dos años de servicio, conocía bien a Saleema y esa salida apresurada del centro comercial no era propia de ella. Sin embargo, la discreción le había enseñado cuándo mantener sus preocupaciones para sí misma.
―Ay, espero que lo encontremos, señorita Sally ―su voz tembló como una oración susurrada―. Uno nunca sabe en manos de quién pueden caer estas cosas. Espero que el que lo haya encontrado lo haya puesto en el área de objetos encontrados.
La hermosa morena, con una plegaria silenciosa en su corazón rogando que Absalón no tuviera acceso a su teléfono, asintió mientras una idea tomaba forma en su mente:
―Sí, pero de igual manera... lo rastrearé ―sus ojos se iluminaron con un destello de esperanza―. Dame tu teléfono Rita, para mandar un mensaje a mi propio número y que... esa persona vea el mensaje.
Rita reaccionó con eficiencia y sus manos se movieron con urgencia mientras extraía su modesto teléfono:
―Tome niña, Sally.
Los dedos de Saleema, con su manicura impecable, volaron sobre la pantalla mientras componía el mensaje:
"Hola, si te encontraste este teléfono te daré una gran recompensa. Te daré 2000 mil dólares, por favor, lo necesito mucho"
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, el objeto de tanta preocupación yacía apagado en el bolsillo de Franko, quien en ese momento ayudaba a Absalón a subir a su camioneta en dirección a la lujosa mansión en Indian Creek.
―Jefe, no se preocupe, ya... Oleh debe estar allá ―la voz de Franko intentaba ser tranquilizadora―, dijo que en veinte minutos llegaba.
Absalón se acomodó en el asiento de cuero negr0 con movimientos calculados y dolorosos. Tenía su mandíbula tensa por el dolor punzante en su entrepierna y la furia contenida.
―Está bien ―las palabras salieron como piedras entre sus dientes apretados―. Aaah ―un quejido involuntario escapó de sus labios mientras buscaba una posición que aliviara el dolor en su zona íntima, con su rostro perlado de sudor frío.
En su mente, los pensamientos oscuros giraban como un torbellino de venganza, y la humillación alimentando su ira:
«Ah, maldita zorra me las vas a pagar, esta vez sí».
Veinte minutos más tarde…
Los tacones de Saleema resonaron sobre el mármol mientras atravesaba el vestíbulo de su mansión, mientras que Rita llevaba las bolsas de sus compras caminando detrás de ella. Luego, ya en la intimidad de su lujosa habitación, la hermosa y joven morena observaba con preocupación a Rita organizar meticulosamente las compras del día.
―Rita ―la voz de Saleema tembló ligeramente, traicionando su aparente calma―, a que no adivinas qué me sucedió.
Rita, quien acomodaba las bolsas de diseñador en el amplio vestidor, se ajustó sus lentes de montura de pasta y se giró hacia su señorita.
―¿Qué le sucedió, niña? ―preguntó, deteniendo sus quehaceres para dar toda su atención a Saleema.
―Me encontré con el desquiciado del hotel, el grandote tatuado de pelo largo ―las palabras salieron en un susurro tenso, como si temiera que las paredes pudieran escuchar.
Los ojos de Rita se entrecerraron mientras su memoria trabajaba, y de repente, la comprensión iluminó su rostro:
―¿El primate tatuado? ―preguntó, usando el apodo que Saleema le había dicho hace poco porque le contó con detalle lo que le sucedió en el hotel, en su intento de escape.
―Sí, ese mismo ―Saleema se sentó en el borde de su cama king size―. El idiota casi que me secuestró antes de ir al baño. Creo que en ese momento fue que se me cayó el teléfono.
―¿Como que la secuestró, señorita? ―la alarma en la voz de Rita era palpable―. ¿Por qué no le dijo a los de seguridad?
―Pues sí, me llevó a un rincón ―Saleema puso una expresión de disgusto―, y me dijo que me arrodillara para que le pidiera perdón porque le di esa cachetada por grosero. ¿Puedes creerlo?
―Ese tipo está loco ―Rita se persignó instintivamente―. ¿Por qué no le dice a su padre y a sus hermanos?
―Sí, ya hablaré con ellos ―Saleema se mordió el labio inferior―, pero primero con Omar para que después le diga a papá ―hizo una pausa y una pequeña sonrisa de satisfacción cruzó su rostro―. Pero me defendí, Rita. Le pegué un buen golpe para que me respetara ―flexionó los dedos de su mano derecha, recordando el impacto―. Aún me duele la mano porque creo que le pegué a una gran pistola que tenía ahí en su entrepierna, y a lo mejor la pistola le pegó a su... p**o. Lo sentí bien duro en esa área.
―¿Tenía una pistola en la entrepierna? ―los ojos de Rita se abrieron como platos detrás de sus lentes―. ¡Qué loco!
―Sí, es un idiota jaja―Saleema soltó una risita nerviosa―. Pero lo dejé privado del dolor.
Rita, quien había estado procesando toda la información, súbitamente palideció:
―Oh, espero que él no tenga su teléfono, señorita, ese tipo se ve que no es normal de la cabeza. Usted se disculpó cuando lo manchó y luego comenzó a insultarla diciéndole perra, ay no.
―Si, está demente, el primate ese.
El tonó de voz de Rita, bajó a un susurro preocupado.
―Y… ¿Usted vio si estaba en el suelo del lugar en donde estaba?
La sonrisa se desvaneció del rostro de Saleema, reemplazada por una sombra de preocupación:
―Ah, la verdad que no me acuerdo ―su voz perdió la seguridad anterior―, pero esperemos que lo haya tomado alguien de limpieza u... otra persona ―la última parte sonó más como una plegaria que como una afirmación. Sin poder ocultar más su ansiedad, Saleema dirigió su mirada hacia el escritorio donde reposaba su laptop personal―. Voy a revisar la ubicación…
Minutos después…
Saleema tecleaba en su laptop mientras Rita permanecía de pie junto a ella, ambas conteniendo la respiración. La aplicación de rastreo cargó en la pantalla, pero solo para mostrar que el dispositivo estaba fuera de línea.
―¡Ay no, qué fastidio, lo apagaron! ¡Él tenía suficiente carga!―Saleema se dejó caer contra el respaldo de su silla, frustrada.
Rita se ajustó los lentes, con ese gesto nervioso tan característico suyo antes de compartir una mala noticia:
―Ah, sí lo apagaron es porque se lo robaron, señorita, así hacen en mi país cuando se roban los teléfonos. Tal vez lo tomó un ladrón. Pero… esperemos a que lo enciendan y vamos con los hombres a esa dirección a buscarlo.
―Mmmm, bueno, estaré pendiente cuando lo enciendan ―respondió Saleema, intentando mantener la calma, aunque un escalofrío le recorría la espalda al pensar en quién podría tener su teléfono.
De repente, se cubrió el rostro con las manos y un gemido de angustia escapó de sus labios al recordar toda la información que guardaba en ese dispositivo.
―Ay no, mis cuentas de t****k y de i********: ―se lamentó con voz ahogada―. Me costó mucho llenarlas. Y el grupo de w******p donde soy administradora de apoyo a los G-Kids.
Rita, intentando ayudar, dio un paso hacia adelante:
―Pero si quiere abra sus cuentas en mi teléfono, señorita Sally, y cambie las contraseñas.
―No puedo ―Saleema negó con la cabeza, frustrada―. Necesito mi teléfono principal para tener acceso porque ahí es donde me llegan los mensajes de verificación.
Rita solo pudo mirarla con una expresión de profunda preocupación, comprimiendo sus labios en una fina línea mientras comprendía la gravedad de la situación.
Mientras tanto, Absalón…
Aquella lujosa camioneta blindada: INKAS Armored Mercedes-Benz G63 AMG atravesaba los portones de hierro forjado de su mansión en Indian Creek. La propiedad, construida apenas hace dos años, se alzaba imponente contra el cielo de Miami, aunque parecía fuera de lugar entre las elegantes casas vecinas. Las gárgolas de piedra, apostadas en cada esquina del tejado, observaban con sus ojos vacíos la llegada del vehículo.
La fachada estaba cubierta estratégicamente con cruces ornamentales e imágenes de santos, todas supuestamente bendecidas por Mikhail, a quien Absalón llamaba respetuosamente "Batushka". Él insistía en que estos símbolos sagrados mantenían alejados a los "demonios" de la mala suerte.
A su vez, los densos árboles que rodeaban la propiedad apenas dejaban filtrar la luz solar, algo que no molestaba en absoluto a Absalón, quien siempre había preferido la luz artificial, manteniendo su mansión iluminada con lámparas de cristal.
En la sala principal, solo iluminada por un candelabro de techo, el doctor Oleh esperaba sentado en uno de los sillones de cuero n***o. A sus 37 años, el atractivo médico ucraniano destacaba por su cabello rubio y facciones eslavas bien definidas. Las mangas arremangadas de su camisa dejaban ver los tatuajes en cirílico que serpenteaban por sus brazos, marcas que hablaban de su lealtad a varias organizaciones criminales.
Su presencia discreta pero profesional lo había convertido en el médico de confianza de diversas mafias, un trabajo que le había proporcionado tanto riqueza como peligrosas conexiones. Su maletín médico descansaba sobre la mesa de caoba, junto a un antiguo crucifijo de plata, mientras degustaba un té servido por Yaroslav Petrovych, el mayordomo más antiguo y leal de la casa.
―¿Le gustó el té, doctor? Es afrodisiaco ―dijo Yaroslav con una sonrisa cómplice, con los tatuajes de su cuello moviéndose sutilmente mientras hablaba.
―Como todo lo que le gusta al señor, Absalón ―sonrió el doctor Oleh llevando la taza de té a su boca, compartiendo el aire de complicidad. Sus ojos azules brillaron con conocimiento de causa.
―Así es ―asintió Yaroslav, conociendo bien los gustos del adicto al sexo de Absalón después de tantos años de servicio.
A sus 55 años, Yaroslav mantenía un físico envidiable, producto de años de entrenamiento y disciplina. Su rostro atractivo y cuerpo atlético desmentían su edad, recordando a todos que antes de ser mayordomo había sido uno de los mejores asesinos de la organización. Las mangas medianas de su impecable uniforme azabache revelaban los tatuajes que cubrían sus brazos musculosos, recuerdos de su juventud en las calles de Kiev y su posterior vida en la organización Kravchenko.
No solo había visto nacer a Absalón, sino que había sido quien le enseñó el arte del combate con cuchillos desde pequeño, transformando al niño en el letal hombre que era hoy. También había criado como propios a Franko y Leví, los dos gemelos idénticos huérfanos que ahora servían fielmente a la organización y a Absalón. Cuando la división en la familia se hizo inevitable, tanto él como sus hijos adoptivos no dudaron en seguir a Absalón en lugar de Nicolai, una decisión que fortaleció aún más los lazos entre ellos.
En eso, Yaroslav se acercó a la ventana al escuchar el motor del vehículo y, con su característico acento ucraniano, anunció:
―Ya viene el señor Absalón ―giró hacia el doctor, con los tatuajes de su cuello visibles sobre el cuello almidonado de su camisa, mientras un destello de preocupación paternal cruzaba su rostro al reconocer la forma de conducir de su hijo Franko―. Y por el modo en que conduce Franko, parece que necesitará sus servicios con urgencia, doctor Oleh.
―Ese enfrentamiento con el ruso como que fue fuerte ―comentó Oleh, dejando su taza de té sobre la mesa de caoba.
―Así es ―respondió Yaroslav con un dejo de preocupación en su voz, recordando las últimas noticias sobre el conflicto entre las organizaciones―. Espero que no haya sido Nicolai desde las sombras queriendo atacar a nuetro señor, Absalón.
―Aún no lo consiguen ―murmuró Oleh acomodándose sus gafas.
―No, se ha escondido bien, y se sabe que está vivo ―Yaroslav apretó la mandíbula―. Como una serpiente bajo las piedras.
Continuará...