Capítulo 17. La caída del gigante

3191 Words
El gran Absalón, una leyenda viviente en el mundo del crimen organizado, había experimentado toda clase de dolor a lo largo de su violenta existencia. "El Castigador", como lo conocían en los bajos fondos, había sobrevivido a incontables enfrentamientos, cada cicatriz en su cuerpo contaba una historia de violencia y supervivencia. Los golpes bajos no eran nuevos para él, las brutales peleas callejeras de su juventud y el despiadado entrenamiento bajo la tutela de su padre en la organización que ahora tomó, le habían enseñado bien a soportar ese tipo particular de agonía. Pero esto... esto era algo completamente diferente. "El Castigador Jr." como había apodado a su imponente miembr0 con un humor negr0 típico de su personalidad, se había convertido ahora en su mayor dolor . La excitación provocada por el enfrentamiento con Saleema había dejado cada nervio expuesto, cada vaso sanguíneo dilatado e hipersensible. Lo que en otras circunstancias hubiera sido un golpe doloroso pero manejable, se había transformado en una tormenta de agonía que hacía que destellos blancos explotaran detrás de sus párpados. Sus piernas, esas columnas de músculo acostumbradas a mantenerlo firme en medio de las peores batallas, ahora se sacudían sin control mientras buscaba desesperadamente una posición que le diera, aunque fuera un momento de alivio. El dolor pulsaba como una corriente eléctrica implacable, enviando oleadas de agonía desde su entrepierna hasta cada rincón de su cuerpo. ―¡Aaah, mierda! Franko, quien en todos sus años de servicio jamás había visto a su jefe en semejante estado de vulnerabilidad, observaba la escena con una mezcla de preocupación y asombro. A diferencia del frío e implacable Leví, Franko conservaba un núcleo de humanidad que se reflejaba en su ceño fruncido de preocupación. ―Jefe, ¿necesita que llame a Oleh? ―la voz de Franko pareció llegar desde muy lejos, atravesando la niebla de dolor que envolvía a Absalón. Oleh, el misterioso doctor ucraniano que había salvado la vida de Absalón incontables veces, tratando desde heridas de cuchillo hasta impactos de bala, era su única opción confiable en momentos como este. ―No... solo... dame… un… momento ―cada sílaba era una batalla, con su voz normalmente dominante reducida a un susurro áspero y entrecortado. Franko observaba impotente cómo su imponente y querido jefe se retorcía en el suelo, mientras un pensamiento cruzaba por su mente: «Vaya, esa chica como que es karateca profesional o sabe algún arte marcial extraño, porque dejó al jefe bien mal» ―¡Aaaah... esa maldi...! ―Absalón ni siquiera podía completar sus maldiciones, con el dolor cortando sus palabras en jadeos agónicos. Con un gesto de genuina preocupación, Franko se agachó junto a su jefe caído, colocando una mano solidaria sobre su hombro. ―Jefe. Si…me da la orden puedo llamar a Oleh para que lo atienda. Absalón se rindió y solo pudo asentir, con sus dientes y ojos apretados en una mueca de dolor puro. La sensación en sus testículos era como si hubieran sido aplastados por una prensa hidráulica, y cada latido de su corazón enviaba nuevas señales de agonía a través de su sistema nervioso. ―Ya lo voy a llamar ―declaró Franko, sacando su teléfono mientras mantenía una mano tranquilizadora sobre su jefe. Sin perder un segundo más, Franko marcó el número de Oleh, y el médico respondió inmediatamente como si hubiera estado esperando la llamada, consciente de que en su línea de trabajo, cada segundo podía ser crucial y si no atendía a Absalón rápido a cualquier hora, el pelinegro podría matarlo. Seguidamente, Franko se alejó unos pasos, manteniendo un ojo vigilante sobre su jefe mientras marcaba el número del médico ucraniano. Tras dos tonos, una voz grave con marcado acento del este europeo respondió: Llamada telefónica: ―¿Da? ―(Da= “Si” en ucraniano) la voz de Oleh sonó al otro lado de la línea. ―Doctor, soy Franko. Necesitamos que vaya esta vez a la mansión del jefe inmediatamente ―su voz se mantuvo profesional pero urgente―. Indian Creek Island, la residencia con el muelle privado y las gárgolas de mármol en la entrada. ¿Sabe cual es? ―Claro―respondió Oleh desde el otro lado. Indian Creek, conocida como la "Isla de los Multimillonarios" o "Bunker de los Billonarios", era el enclave más exclusivo y seguro de Miami. Una isla privada donde cada mansión era prácticamente una fortaleza frente al mar, custodiada por su propia fuerza policial corrupta, accesible solo por un único puente fuertemente vigilado. ―¿Qué tipo de emergencia, tiene el señor Kravchenko? ―preguntó Oleh, y se podía escuchar ya el sonido de llaves y materiales siendo recolectados. Franko mirando a Absalón retorciéndose del dolor, bajó la voz intentando mantener algo de dignidad para el pelinegro. Quien murmuraba entre dientes: ―¡Blyad... maldita...!―la palabra ucraniana para "puta" salió como un siseo venenoso entre sus labios mientras se retorcía de dolor―. Me las vas a pagar... En eso, Franko mirandolo le dijo al doctor: ―Uun... eh... golpe contundente en el área genital por… una pelea―Franko bajó la voz, intentando mantener algo de dignidad para su jefe―. El jefe está... bastante afectado. ―Entiendo. Estaré allí en veinte minutos. Preparen hielo ―la respuesta fue profesional y concisa―. Y Franko... ¿necesitaré traer equipo para trauma severo? ―No, doc. Solo... solo fue un golpe. Pero fue un golpe…muy bien dado. ―Bozhe miy... ―murmuró Oleh en ucraniano―. Voy en camino. 10 minutos más tarde… Después de varios minutos retorciéndose en el suelo, Absalón finalmente logró incorporarse sobre sus codos, con su respiración entrecortada por el dolor. Más allá del tormento físico, lo que verdaderamente lo consumía era la humillación. Él, un gigante de 1.95 metros que había hecho temblar a los hombres más peligrosos, había sido derribado por una mujer que parecía una muñeca a su lado y que su cabeza le llegaba casi a su pecho. El que ni siquiera hubiera visto venir ese puño diminuto encendía en su interior una rabia que competía con la agonía en sus genitales. ―Franko... ―gruñó entre dientes―. ¿Los... de la cuadrilla vieron salir… a la maldita enana? Él, un machista a morir, la idea de que sus subordinados pudieran haberlo visto reducido a nada por una mujer diminuta era casi tan dolorosa como el golpe mismo. Para alguien de su posición y reputación, que sus hombres presenciaran tal humillación era sencillamente intolerable. ―No jefe, solo yo ―respondió Franko con firmeza. Un alivio casi imperceptible cruzó el rostro contorsionado de Absalón. ―Bien. ―Venga jefe, lo ayudaré a levantarse. Con delicadeza profesional, Franko guió a su jefe hacia la escalera de concreto. Absalón, con el rostro brillante por el sudor frío del dolor, se dejó caer con cuidado sobre el escalón, su mano derecha permaneciendo protectoramente sobre su gran virilidad adolorida. ―Aaah ―el quejido escapó de sus labios, más un susurro que un grito, pero cargado de toda la frustración y dolor del momento. Franko, ejerciendo su papel de mano derecha leal, intentó aligerar el ambiente tenso: ―Señor, no se preocupe, después de que el doctor lo atienda, ¿quiere que... llame a “Dedos”? Usted deme la orden. ―Si ―la respuesta fue corta pero firme. Luego, un brillo de recordatorio cruzó los ojos de Franko. Metió la mano en su bolsillo y extrajo el iPhone, con su forro rosa chillón y unas cadenas contrastando extrañamente con la gravedad del momento. ―Oh, Jefe, también, encontré algo que podría interesarle ―sus palabras captaron la atención inmediata de Absalón―. Creo que este es el teléfono de ella, se le cayó. Dice “Sally” y ella se llama... Saleema. Debe ser de ella. Los ojos de Absalón, aunque todavía velados por el dolor, se enfocaron en el dispositivo con una malicia calculadora. Era como si el dolor físico hubiera sido momentáneamente eclipsado por las posibilidades que aquel pequeño objeto rosa representaba. ―Con que... Sally ―pronunció el nombre lentamente, saboreando cada letra como si fuera el primer ingrediente de una venganza que apenas comenzaba a cocinar en su mente. ―Si, no había nadie por esta zona a esta hora ―confirmó Franko, con su voz mezclando eficiencia profesional con complicidad―. Así que, ella debe ser la dueña. Absalón extendió su mano, tomando el teléfono. El forro rosa, tan femenino y delicado, contrastaba dramáticamente con sus grandes dedos gruesos y callosos y la intención oscura que brillaba en sus ojos mientras alzaba una ceja con interés calculado. ―Interesante ―la palabra salió como un gruñido satisfecho mientras una sonrisa torcida se dibujaba en su rostro. Se acomodó en el escalón, ignorando estoicamente las punzadas de dolor que el movimiento le provocaba en su zona intima lastimada―. Hay que... llevárselo a la dueña. ―¿Quiere que la secuestremos jefe? ―la pregunta de Franko flotó en el aire, cargada de oscuras implicaciones. ―No... ―Absalón respiró profundo, tratando de controlar el dolor que aún pulsaba en su entrepierna―. Cancela… la reunión con el maldito del alcalde. Lo veré mañana, se salvó esa mierda también―miró el telefono de Saleema―Ah, esa pequeña zorra ahora sí que se va a arrepentir de haber nacido. ―¿Llamo al técnico para que desbloquee el teléfono? ―preguntó Franko bien erguido. ―Sí. Y... Franko... ―los ojos azules de Absalón se oscurecieron como un cielo antes de una tormenta, cargados de una amenaza silenciosa―. Ni una palabra de esto a nadie. Lo que pasó aquí... ―Lo sé, jefe ―Franko interrumpió con la seguridad de quien ha manejado situaciones delicadas antes―. Si alguien pregunta, diremos que uno de sus enemigos rusos estaba aquí e intentó emboscarlo. Su mente trabajaba rápido, tejiendo una historia creíble basada en los conflictos territoriales que habían tenido con la mafia rusa, especialmente después de que Absalón les arrebatara parte de su territorio en una jugada audaz meses atrás. ―Les diré que hubo un enfrentamiento en las escaleras de emergencia y que el cobarde lo atacó por la espalda, pero usted lo venció estrangulándolo y que... mandé a llamar al equipo de limpieza para borrar cualquier evidencia. Absalón asintió, mirandolo con una mezcla de dolor y gratitud cruzando su rostro marcado. La historia del traidor ruso era perfecta: como ucraniano de pura cepa, el odio hacia los rusos no solo corría por sus venas, sino que era parte del ADN. Nadie osaría cuestionar su honor, después de todo, era Absalón, el temido jefe cuya reputación precedía cada uno de sus pasos. La coartada fabricada explicaría perfectamente su lamentable estado actual, preservando su imagen de hombre duro e intocable. Con un gesto de aprobación, miró a Franko, y como siempre, el dinero fluyó fácilmente de sus labios, era su manera favorita de demostrar poder, de comprar lealtad y admiración: ―Muy buena esa coartada, te daré... tres mil en efectivo cuando lleguemos a casa ―su voz, aunque todavía tensa por el dolor, llevaba el peso de una promesa que sería cumplida. El dinero nunca había sido un problema para él; de hecho, le producía un placer especial repartirlo, ver cómo los ojos de la gente brillaban ante sus generosas ofertas. ―¡Gracias jefe! ―Franko, con una sonrisa de oreja a oreja, hizo una pequeña reverencia que mezclaba respeto y alegría genuina. Sus ojos brillaban con el entusiasmo de un niño en Navidad; después de todo, tres mil dólares no eran poca cosa. Esta era una de las razones por las que su lealtad era inquebrantable, Absalón sabía exactamente cómo mantener contentos a todos sus hombres. Luego, los ojos del pelinegro se perdieron en un punto indefinido del espacio, con su mente reproduciendo los eventos que ahora debía transformar en una mentira creíble. Y su voz surgió como un gruñido amargo: ―Digamos... que un maldito... ruso me emboscó. La ironía de la situación lo golpeaba como una bofetada cruel: ese supuesto "maldito ruso" era en realidad una jovencita de veinte años vestida de rosa y de botas blancas, que apenas le llegaba al pecho. Este detalle hacía que la humillación fuera aún más profunda, carcomiendo su machismo. Todo su poder, todo su dinero, todas las lealtades que había comprado... nada de eso había importado frente a aquellas delicadas manos femeninas que lo habían reducido a este estado en cuestión de segundos. Sin embargo, el hombre quería verla de nuevo y esta vez ponerla en su lugar como él sabía hacerlo. Luego, sus dedos recorrieron el dispositivo móvil con una mezcla de brusquedad y curiosidad contenida. Quería saber que tenía aquel telefono y la pantalla se iluminó revelando a un grupo de jóvenes coreanos que sonreían despreocupadamente, con sus rostros perfectamente maquillados y una pose perfecta, contrastando con todo lo que Absalón consideraba masculino. Enseguida, el hombre de 37 años frunció el ceño, con una mueca de disgusto deformando sus facciones duras. Y con evidente desprecio, su voz salió como un gruñido bajo, cargado de desdén: ―¿Quiénes son estos maricas? Franko se asomó cautelosamente por encima del hombro de su jefe, midiendo bien sus palabras. Conocía demasiado bien los arranques de Absalón como para no elegir cuidadosamente cada sílaba: ―Pues... a lo mejor un grupo de esos que les gusta a las jovencitas, señor ―Franko observaba la pantalla bloqueada del iPhone con curiosidad profesional. Y acostumbrado a hablar en plural por su hermano gemelo Leví, quien aguardaba en la camioneta, continuó con tono neutral―. Lo sé porque a nuestra ex Sheryl le gustaba un grupo de coreanos también. Intentó suavizar la situación mientras observaba de reojo cómo los nudillos de su jefe se blanqueaban al sostener el teléfono. ―Que mierda ―gruñó Absalón con desprecio, con sus ojos clavados en aquellas caras sonrientes que parecían burlarse de todo lo que él consideraba masculino. De manera inconsciente, le irritó pensar que Saleema admirara a tipos así, con sus rostros maquillados y poses delicadas―. Estos son los tipos que les gusta, maricas. Molesto, le extendió el teléfono a Franko con un movimiento brusco. ―Me lo entregas cuando esté ya esté listo y me avisas de inmediato, quiero ver que hay ahi, para extorcionarla―luego, al intentar incorporarse, un dolor agudo lo atravesó desde su zona íntima, arrancándole un quejido que intentó, sin éxito, reprimir―. Aaah, esa maldita mocosa me las va a pagar. Franko, y su hermano Leví quien con su metro noventa de altura sobresalían incluso entre los hombres de Absalón, se acercó solícito a su imponente jefe para ayudarlo: ―Venga, apóyese de mí, señor. Absalón, caminando con evidente dificultad por el dolor en su entrepierna, le lanzó una mirada amenazante que contrastaba con su vulnerable estado actual. Sus ojos, duros como el acero incluso en medio del dolor, se clavaron en Franko: ―Ya sabes... ni una palabra de esto a ninguno de la cuadrilla o si no los mato a los dos, porque sé que se lo dirás a Leví. ―Seremos una tumba, señor ―respondió Franko, sosteniendo a su jefe mientras pensaba en lo surreal de la situación: uno de los hombres más temidos en el submundo criminal, reducido a este estado por una jovencita que probablemente no pasaba de los veinte años según su mente. «Ah, pobre chica, ahora sí que está muerta»―pensó recordando a aquella bella jovencita. Con pasos lentos y calculados, Absalón avanzaba con las piernas ligeramente separadas, con su imponente figura de 1.95 metros ahora menos majestuosa. Cada movimiento era un ejercicio de precisión para evitar cualquier roce o presión en su zona lastimada, mientras se apoyaba en Franko para mantener el equilibrio. Su característica postura intimidante se había transformado en un andar cauteloso y gracioso que evidenciaba el dolor que le atravesaba desde la entrepierna con cada paso. Luego, el sonido de pasos apresurados resonó por el pasillo del centro comercial. Leví, quien había abandonado su puesto en la camioneta al ver movimiento sospechoso, apareció corriendo junto con varios hombres del cuadrante. Su metro noventa de altura y complexión idéntica a la de su gemelo se hizo presente cuando llegó hasta donde estaban su jefe y su hermano: ―¿Qué sucedió? ―su voz grave resonó con preocupación genuina. Absalón, aún manteniendo las piernas separadas por el dolor, dirigió una mirada de reojo cargada de significado hacia Franko. Este, sin soltar a su jefe, respondió con la historia previamente acordada: ―Fue uno de los rusos, tomó al jefe infraganti pero el jefe lo estranguló, y ya el personal de limpieza... está en el lugar limpiando ―explicó con naturalidad ensayada. Los hombres del cuadrante asintieron con gravedad, y la historia encajaba perfectamente con los conflictos territoriales recientes. Leví, sin dudar un segundo, se acercó al otro lado de su jefe: ―Déjeme ayudarlo también, señor. Mientras los gemelos sostenían a su jefe, Absalón y Franko intercambiaron miradas cómplices, asintiendo lentamente. La mentira estaba sellada, la reputación preservada, y el verdadero incidente permanecería como un secreto entre ellos dos... bueno entre los tres porque Franko le diría palabra por palabra lo que sucedió a su hermano gemelo Leví. Entonces, Absalón, manteniendo su dignidad a pesar del dolor insoportable que pulsaba en su entrepierna, irguió su cabeza tanto como pudo echandose su cabello hacia atras. Su voz, aunque tensa por el esfuerzo, mantuvo el tono de comando que lo caracterizaba: ―Vamos a la mansión del muelle, Oleh estará ahí para atenderme ―la orden salió con la autoridad de siempre, aunque el sudor frío en su frente delataba su verdadero estado. ―Sí señor ―respondieron los gemelos al unísono, con sus voces idénticas mezclándose en perfecta sincronía mientras lo sostenían firmemente por ambos lados. El dolor que atravesaba su cuerpo era diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado antes, ni las peleas callejeras de su juventud en Ucrania, ni los enfrentamientos con la mafia rusa, ni siquiera aquella vez que le dispararon en el hombro se comparaba con esta agonía punzante que parecía crecer con cada movimiento. Pero Absalón era Absalón, y ni siquiera este tormento le haría mostrar debilidad frente a sus hombres. Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia... En el asiento trasero de su camioneta de lujo, Saleema revolvía frenéticamente el interior de su bolso Chanel blanco, con sus dedos delicados tocando cada compartimiento en busca de su iPhone. El pánico comenzó a crecer en su pecho mientras vaciaba el contenido sobre el asiento de cuero: labial, cartera, perfume... pero ni rastro del teléfono con su característico forro rosa. ―Ay no, mi teléfono ―su voz aguda y femenina vibró con una mezcla de miedo y angustia y el terror se instaló en su estómago al darse cuenta de que probablemente lo había perdido durante su encuentro con aquel hombre. «Espero... que el primate tatuado no lo tenga»―pensó abriendo los ojos. Continuará...
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