Mientras tanto, en Coral Gables, Miami...
En una elegante mansión de estilo persa, en sobre el frío suelo de mármol Omar Habitt yacía con sus manos en el suelo, mientras la sangre que goteaba lentamente de su nariz y de sus labios partidos, formaba pequeños charcos. Su cuerpo magullado, testigo silencioso de la brutalidad recibida, temblaba ligeramente con cada respiración trabajosa.
Aquel hombre de unos 33 años era alto, en donde su figura de casi metro noventa normalmente imponente, ahora estaba doblegada por el dolor. Sus penetrantes ojos verdes, herencia de su madre, brillaban con una determinación férrea bajo sus pestañas oscuras y espesas cejas. Los hombres de su padre, Ismael Habitt, un mafioso iraní cuyo imperio se sustentaba en el tráfico de estupefacientes y el ingenioso lavado de dinero a través de lujosas propiedades, veía a su hijo mayor con enojo y en farsi, su idioma proveniente de Irán, le espetaba:
―¡Vas a recibir todos los golpes que le daría a Saleema, por haberse escapado!―la voz de Ismael resonaba con una furia ancestral, el tipo de ira que solo un patriarca del Medio Oriente puede sentir cuando su honor es mancillado.
Se paseó alrededor de Omar caído, con sus pasos resonando en el mármol mientras gesticulaba con las manos:
―Tú sabes que ella es oro ―su voz se suavizó brevemente al hablar de su hija, aunque mantenía ese tono de mercader evaluando una mercancía valiosa―. Es hermosa, es inteligente, habla tres idiomas y está bien estudiada ―sus palabras destilaban una mezcla de orgullo posesivo y codicia, como quien habla de una joya valiosa más que de una hija―. La inversión que hice en ella no fue en vano.
» Los mejores profesores privados de Europa y de aquí de Estados Unidos―Ismael enumeraba como quien hace inventario de una inversión―. Los mejores entrenadores, nutricionistas para su cuerpo, dermatólogos para que cuidaran su piel y estilistas para su cabello ―su voz mezclaba orgullo mercantil con posesividad.
» Todo para que sea la esposa perfecta ―hizo una pausa, evaluando su "mercancía"―. Lo único malo es que no salió alta, pero eso es lo de menos, porque es virgen ―pronunció la última palabra con particular satisfacción, como si fuera el sello de garantía final de su producto más valioso.
Omar, apoyando sus manos ensangrentadas sobre el mármol pulido, levantó su rostro magullado hacia su padre. Sus ojos verdes, destellaron con un desafío que ni siquiera los golpes habían podido apagar:
―Padre, ¡mi hermana no es una mercancía. Es tu hija! ―su voz, aunque débil, llevaba el peso de una convicción inquebrantable ya que él, era el que más queria a su hermana menor.
Ismael lo miró con desprecio, su rostro contorsionado por la ira:
―¡Claro que sí es mercancía, es mujer y no sirve para más nada, solo para casarse! ―escupió las palabras con veneno― Pero ahora, se nos escapó ese gran millonario, y todo por tu culpa. Ese hombre nos iba a dar una gran dote por ella.
Rubén, de 32 años, el hijo que más se parecía a su padre tanto en aspecto como en crueldad, intervino con una sonrisa maliciosa:
―Omar le dio 10 mil dolares en efectivo, y las vías de escape ―se regodeó en la acusación―. Es un idiota, no te quiere padre―su voz soltaba la satisfacción de quien disfruta del sufrimiento ajeno.
Farid, el hermano del medio, de 29 años no queriendo quedarse atrás en la muestra de lealtad hacia su padre, se unió al ataque. Sus ojos brillaban con un placer perverso mientras una sonrisa burlona se dibujaba en su rostro:
―A Saleema deberías pegarle, padre, la consientes mucho jajaja―soltó una risa despectiva―. El viejo se nos fue por los rechazos de ella y también por culpa de Omar.
―¡Son unos malditos todos! ―rugió Omar, con su voz ronca por el dolor físico, la angustia emocional y de la impotencia de no poder proteger a su hermana en ese momento lo consumía por dentro.
Continuara...