Ensillados los nuevos caballos, se pusieron de nuevo en marcha. Habían cabalgado más de una hora, cuando Hugo detuvo el caballo y volvió la vista en la dirección de donde habían venido. Sólo se percibía la quietud de la noche que ahora los cobijaba. —Creo que nos hemos escapado de quien quiera que nos viniera siguiendo a causa de los caballos. Necesitas descansar un poco. Es demasiado esperar de una mujer lo que hemos estado haciendo. — Puedo seguir adelante— aseguró Camelia. Él no contestó, pero encontró un pajar en un campo desierto e insistió en que ella se recostara. Le dolía todo el cuerpo de fatiga y los verdugones producidos por el látigo del Príncipe le ardían como si fueran bandas de hierro candente alrededor de sus hombros. Aun así, se quedó dormida tan pronto cerró los ojos.