La noche había caído hace unas cuantas horas, el clima no era tan frío como hasta hace algunos días, pero el invierno aún se sentía sobre la provincia.
Juan se mantenía de pie, escondido en la oscuridad que le brindaba el espacio entre esas dos casas, mientras que su mirada se mantenía clavada en aquella humilde casita a la que cierta muchachita había ingresado minutos antes de que la tarde finalizara.
El hombre fumaba tranquilamente, esperando, controlando que todo estuviese bien y ella no se metiera en ningún problema. En cuanto la puerta se abrió y la pudo ver saliendo de aquel pequeño hogar, tiró su cigarrillo al piso, aplastándolo con el taco de su bota negra y comenzando a caminar detrás de la pequeña figura que se deslizaba a paso rápido por esas mugrientas y peligrosas calles de aquel barrio de clase baja.
— Camila — susurró apretando los dientes y sujetándola por el brazo.
— ¡Dios, Juan! — El grito ahogado de la muchacha casi lo hace reír, casi. Es que no podía dar crédito a lo que sucedía.
Camila, sin ninguna custodia ni acompañante, se internó sola en aquel barrio bajo para vaya a saber Dios qué. Encima la joven había decidido volver a pie hasta su hogar, atravesando oscuros laberintos cubiertos de barro y porquerías, con innumerables peligros acechando a cada paso. No, eso era una estupidez para él, ¿pero para ella? Al parecer no lo juzgaba igual.
— Vamos — ordenó de mal humor. Él adivinó que ella arrugaría el entrecejo y seguro que en tres, dos, uno…
— ¡Pero qué te sucede! — Sí, eso iba a pasar. Lástima, no estaba de humor para aquello.
— Nos vamos en mi carruaje. Vamos — volvió a decir sin mirarla, sabía que en cuanto lo hiciera perdería toda su voluntad y simplemente la besaría.
— ¿Y puedo saber qué hace el señor acá? ¿Acaso me vigila? — cuestionó frenándose de repente y soltando el agarre.
— Camila, me hacés el berrinche después, ahora solo subite al carruaje — indicó agotado. Sabía, claro que sabía, que esas no eran las mejores palabras para usar con Camila. ¡Pero mierda! ¡Él también estaba enfadado! Y mucho.
— Perdón, señor — respondió muy sarcástica —, lamento que se tenga que hacer cargo de una niña malcriada — continuó —, tal vez su Franchesca sea mejor que…
No pudo terminar porque Juan la tomó por las mejillas utilizando una sola mano, clavando sus oscuros ojos en ella y tensando la mandíbula de una forma peligrosa.
— No hablés de lo que no sabés — murmuró con la ira bullendo en su interior —. Ahora vamos a casa — ordenó y la soltó con lentitud.
Camila estaba congelada. Jamás pensó que él podría mirarla de aquella forma, con los ojos inyectados de rabia mientras clavaba sus dedos en su delicada piel. Un tanto asustada obedeció, sentándose en el lugar que le correspondía y observando sus manos, intentando contener las lágrimas que empujaban por salir.
Juan se sintió un hijo de puta al instante. Era claro que la muchacha estaba intentando no llorar por la estupidez que él acababa de hacer. Nada en el mundo justificaría que él pierda las formas con ella. Ni siquiera el que se hubiese puesto en peligro de esa forma en que lo hizo.
De a poco el hombre se levantó de su lugar y se sentó a un lado de la muchachita. Camila se encogió un poquito, no sabía qué sentir. Los largos brazos de él la envolvieron y debió morder sus labios para no terminar llorando como una niña ante el cálido tacto del hombre. Juan la llevó hasta su pecho y la apretujó contra él. Ella lo era todo en su mundo y ahora parecía temerle, todo porque no supo mantener la ira a raya.
— Perdón, princesa. Yo… no sé qué pasó. En realidad si sé, fui un idiota, el peor del mundo, una basura…
— Me gusta idiota — bromeó ella con la voz quebrada.
— Ay, amor. Realmente lo siento — susurró contra su pelito que olía a miel.
— Nunca, jamás, me volverás a tratar así — dijo ella levantando su cabeza y clavando sus ojos vidriosos en él —. Si lo hacés no habrá vuelta atrás. No dejaré que te acerques ni un solo paso. No podrás mirar en mi dirección — sentenció ella con esa seguridad aplastante de que cumpliría con su palabra.
— Si lo vuelvo a hacer yo mismo terminaré con mi vida — aseguró con determinación en los ojos, en cada rasgo de su rostro —. Realmente lo siento tanto, princesa — susurró acercando sus labios a los de ella para dejarle un suave beso, intentando, aunque sea solo un poquito, borrar el mal momento.
— Y no es justo que sigas comprando mi voluntad así, con besitos lindos y tus ojos de buen hombre — dijo ella en cuanto despegaron sus labios.
Juan rió sobre su linda boquita, le dejó un corto beso y se separó para contemplarla por completo. Sus dedos estaban marcados en la piel y eso casi le rasga el corazón, necesitó un par de inhalaciones para controlar el dolor que subía desde el centro del pecho y se volvió a concentrar en la jovencita que sujetaba entre sus brazos.
— No vengas con lo que es injusto porque acá me tenés, a mitad de la noche, custodiando tu salida de un peligroso barrio. ¿Qué hacías ahí, Camila? — preguntó haciendo que ella sonriera como una pequeña que cometió una travesura. Llevaba varias veces que la encontraban metida entre la peonada o en los secaderos de su padre, teniendo que pedirle a alguno de sus hombres que la cuidara mientras hacía vaya a saber Dios qué cosa ahí dentro.
— Don Celedón necesitaba ayuda, y un doctor para su familia. Solo fui a ayudarlos y les llevé algo de comida y ropa. Además me acompañó el doctor Suárez que revisó a la señora y al pequeño. Por suerte están bien, es una gripe pasajera que no los ha atacado tan fuerte, pero sabés lo difícil que es comprar medicina con el sueldo de un pobre peón de secadero.
— Oh, princesa. Me hubieras dicho y yo mandaba a alguien. No necesitabas exponerte así — susurró mientras la volvía a apretar entre sus brazos. Es que el corazón de Camila parecía un pozo infinito de bondad.
— No. De esa forma hubieras sido vos el que ayudaba. No es por orgullo — agregó rápido al ver que iba a intervenir —, es que quiero sentirme útil, que puedo ayudar.
— Bien, lo entiendo, pero, princesa — dijo haciendo que lo mirara directo a los ojos así comprendía la seriedad con la que sentenciaría aquello —, jamás vas a volver sola a un lugar así. Me dirás y yo arreglaré para que alguien te acompañe — Camila asintió, después de todo se había sentido asustada cuando comenzó a recorrer aquellas oscuras calles.
Llegaron a la enorme casa de Juan, bajando en la puerta que tenía ese pequeño recibidor de entrada. A paso rápido el hombre la guío por el lugar hasta llegar a su habitación. Cerró la puerta a su espalda y dejó salir un suspiro cansado. El asunto con Camila lo había tensionado a niveles impensados, pero ahora tenerla allí, revisando su escritorio y las cosas que habían desparramadas sobre él, lo hacían sentir en calma. Ella estaba a salvo.
— ¿Sucede algo? — preguntó al ver cómo la jovencita movía sus hombros y espalda como si algo la molestara.
— Mi corsé está demasiado apretado — se quejó sinceramente.
— Deja que lo soluciono — dijo él acercándose a su bonita espalda, dispuesto a desprenderla de esa incómoda pieza que se veía obligada a utilizar.
Lentamente los dedos de Juan desprendieron uno a uno aquellos botones, dejando la espalda liberada y mostrando los hilos del corsé blanco que la joven llevaba debajo de su vestido. Con maestría Juan desató el nudo que sujetaba la prenda con fuerza, y fue jalando de a poco para aflojar la cuerdita. En cuanto el corsé se aflojó dejó ver las marcas tatuadas en la bonita piel de Camila. ¡Con razón a la pequeña le dolía! El objeto estaba apretado lo máximo que se podía y se incrustaba dolorosamente en la suavecita piel de ella.
— ¿Quién lo ajustó tanto? — pregunto un poco furioso. ¿Acaso no la podían lastimar haciendo aquello?
— Nana. Ella dice que se debe ajustar correctamente, pero esta vez creo que exageró — dijo soltando una suave risa, sin tener idea que a su espalda Juan fruncía el entrecejo, realmente enojado. No podía imaginarse lo que se sentiría pasar horas con aquella prenda incrustada en la piel, lastimando la carne y dejando esas marcas que no se irían antes de que un nuevo día llegara, haciendo que nuevas marcas se presentaran sobre éstas.
— Ya regreso — dijo y caminó hacia una puerta a la izquierda de la habitación.
Camila escuchó unos cuantos ruidos de vidrio y luego lo vio regresar con un pequeño frasco entre las manos.
— ¿Y eso? — indagó.
— Te ayuda con el dolor. Lo uso cuando me queda resentido el hombro luego de la práctica de esgrima o al montar muchas horas. Imagino que servirá para tu espalda — explicó demasiado serio.
—¿Estás bien? — preguntó al sentir ese tono tan duro. Sabía que no iba dirigido a ella, entonces no entendía qué sucedía.
Juan la miró y suspiró resignado. Luego la envolvió entre sus brazos mientras, lentamente continuó quitando el vestido.
— No, no está bien. Tu espalda está toda marcada. Antes no la tenías así — dijo terminando de sacar la manga del vestido.
— Es que mi madre y Nana dicen que no he conseguido una propuesta de matrimonio porque no llamo lo suficiente la atención, asique ahora uso estos corsé franceses que me hacen estar más recta y estrechan la cintura — explicó como si fuera algo natural.
Camila no vio cómo las facciones del hombre se habían transformado. Él mismo no podía entender cómo su madre estaba tan dispuesta a venderla así. Juan no sabía que como las cosas con Villoldo no se habían dado nunca, la mujer decidió redoblar esfuerzos y conseguir un nuevo pretendiente para su hija. ¿Y él? A él le aterraba pedirle casamiento. Algo lo paralizaba solo al imaginarlo, ni siquiera podía pensar en ir a buscar un anillo. ¡Carajo, pero alguien más valiente llegaría y la apartaría de su lado para siempre! ¡Debía dejar de portarse como un niño!
— Esas son estupideces. Vení que te pongo un poco de esto — dijo separándose de ella y llevándola a la cama —. Ponete así para que pueda untar esto en tu espalda — explicó haciéndola reír mientras la ubicaba con su vientre pegado al colchón. Ella ya estaba acostumbrada a aquellas marcas en su piel y no entendía el enfado del hombre, quien tenía la suerte de no estar obligado a meterse en esas incómodas prendas. Sí, no eran cómodas, pero así era para todas las mujeres.
— Huele bien — dijo al sentir esa mezcla de jarilla, eucalipto y miel.
— Sí, pero vos olés mejor — susurró besándola en la espalda.
— Asique, esgrima — dijo mirándolo por sobre el hombro.
Juan estaba absorto en su tarea y simplemente sonrió a modo de respuesta, una sonrisa arrolladoramente encantadora que la obligó a sentarse y adueñarse de los deliciosos labios del morocho. De a poco lo empujó sobre la cama, quedando ella sobre su amplio pecho mientras seguía hundiendo su lengua dentro de su boca. Descendió sus manos a los pantalones del hombre, liberándolo del cinto y desprendiendo la prenda. Luego volvió a subir para ayudarlo a quitarse el saco y la camisa. Cuando tuvo a Juan listo, con su pantalón flojo, bajó de a poco para ayudarlo a quitarse la prenda, sin dejarlo de mirarlo jamás a los ojos, con ese brillo divertido en los ojos.
— Camila — advirtió al notar la intención de la mujer que se quedó arrodillada en el piso, con su boca justo a la altura de sus genitales.
— Solo decime qué hacer — pidió ella demasiado excitada por lograr su propósito.
— Princesa — susurró él al poder sentir el aire que abandonaba los dulces labios de la castaña sobre su pronunciada erección.
— Decime — volvió a pedir y acercó su boca a la punta de su pene, rozando apenas su dura carne con aquellos abultados labios.
— Bien, pero si…
— Si me escandaliza lo dejó — interrumpió —. Lo sé.
— Tomalo con la mano — indicó —, ahora lleva la piel suavemente hacia atrás — Ella obedeció —. Bien, ahora — se aclaró la garganta. La excitación acompañada de los nervios y la anticipación le estaban dejando el alma en un hilo —, mételo despacio dentro de tu boca. Tené cuidado con los dientes — Y un fuerte jadeo fue arrancado de su garganta al sentir la cálida boca de su Camila envolver por completo su m*****o.
Se sentía en el infierno y el cielo al mismo tiempo. Camila lo lamía con ganas, succionando con energía mientras que su pequeña mano aún sujetaba la base de su pene. Él se dejó llevar por las sensaciones que lo dominaban, perdiéndose en ese oleaje de placer que lo estaba dejando al borde de la locura. La muchacha parecía no agotarse y continuaba su trabajo intercambiando ritmos y fuerzas, mientras lo arrastraba a él a un fuerte orgasmo. Cuando estuvo por venirse le advirtió a la castaña que se movió de su lugar para ayudarlo a llegar con el auxilio de su mano, quedando embobada al ver cómo aquel líquido abandonaba el cuerpo de Juan mientras que él jadeaba con fuerza aferrado a sus suaves sábanas.
En cuanto notó que había vuelto a la realidad rió con fuerza. Vaya que el orgasmo lo dejó atontado y sin energía, llevándole más tiempo de lo usual en recuperarse. Por el rabillo del ojo observó a Camila caminar a la mesita donde una jarra con agua, al lado de un pequeño recipiente hondo, aguardaba junto a unas toallas blancas. La muchacha puso el agua en el recipiente, humedeció la toalla y volvió a la cama para limpiarlo con paciencia.
— Vení — dijo él cuando ya hubo terminado, ubicándola sobre su cuerpo, como lo hacía cada vez que la tenía solo para él en una cama.
— ¿Estuve bien? — La pregunta la repetía casi como un mantra después de cada sesión.
— Lo mejor que he vivido hasta ahora — masculló él demasiado feliz, plantándole un fuerte beso en los labios.
— ¿Vas al baile de mañana? — indagó luego de un rato de silencio, cuando ya estaba aburrida de contar los lunares del pecho de Juan.
— Sí, por supuesto. ¿Vos?
— Sí. Mamá dice que irán muchos caballeros importantes, ¿pero sabés quién va? — preguntó mirándolo de frente al haber levantado su cabecita rápidamente. Juan sonrió negando, volviendo a darle un beso en la frente.
— El director de ese diario de pacotilla que tiene su sección de mujeres en donde no se habla de política — dijo sonriendo.
— ¿Eso quiere decir que solo vas porque querés pelear con el hombre? — preguntó frunciendo el ceño. Camila amplió su sonrisa. ¡Claro que iba para eso! —. Dios, princesa. ¿Qué haré contigo? — preguntó sobre su coronilla.
— Al parecer, lo que quieras — masculló bajito y Juan no llegó a escucharla, aunque supo que algo había respondido.