El miércoles a media mañana me encontraba caminando por Sendling, de camino a la casa de mamá, no me había quedado otra opción por mucho que me hubiese gustado, ya que había sido protagonista del momento de torpeza más épico de la historia. La noche del lunes había estado conversando por mensaje con Bárbara, no decíamos más que tonterías… pero nos manteníamos en línea, aunque yo estaba mucho más dormido que despierto; de un momento a otro me quedé dormido, fue tan solo una fracción de segundo, pero cuando desperté… decidí mandarle un último mensaje a modo de despedida: “Lo siento, hermosa. Ya casi no puedo mantener los ojos abiertos, ¿compensaría mi partida si te invito un café mañana?” Y luego, había rematado gloriosamente con: “No quiero esperar hasta el sábado, de cualquier modo”. A