Jamás había empacado una maleta ni reservado un vuelo con tanta rapidez como hoy.
Menos de doce horas después, ya estaba en el bullicioso aeropuerto principal de Londres.
Esta misma noche, mi destino era Chicago. Ahora que tenía claro quién era Enzo, ya no había necesidad de seguirle la pista en r************* , y por eso mismo, necesitaba verlo en persona.
Quizá, solo quizá, sería mejor que una desconocida anunciando su embarazo por i********:. Enfrentarlo cara a cara lo forzaría a escucharme. Al menos, eso esperaba.
Había conseguido organizar todo con mis estudios. Me autorizaron a tomar una semana por asuntos familiares. Afortunadamente, no me pidieron explicar con detalle por qué no podía asistir.
Mientras esperaba en la terminal, la soledad me embargaba.
Alrededor, parejas enamoradas parecían estar rumbo a su luna de miel, y padres agotados hacían malabares para mantener a sus hijos tranquilos.
Y yo, sentada en la sala de espera. Sostenía una taza de cacao en una mano y jugaba nerviosamente con un mechón de mi cabello con la otra.
Mis ojos se perdían entre los aviones que llegaban y partían, un ir y venir constante que, de alguna manera, lograba calmarme. Quizá fuera la precisión y el orden con los que todo transcurría lo que empezó a estabilizar mi acelerado corazón.
—Última llamada de embarque para el vuelo con destino a Chicago.
Esa fue la señal que me empujó a actuar. Ya no había vuelta atrás.
Al entregar mi boleto a la sonriente azafata, me di cuenta de cómo mis manos temblaban incontrolablemente.
Era algo inusual. Como cirujana en prácticas, mis manos debían ser firmes, mi mente despejada, incluso en momentos de alta tensión.
Sin embargo, hoy era una excepción.
Mientras avanzaba y forzaba una sonrisa para la empleada, sentí el peso de mi maleta intensificarse, como si dentro hubiera piedras que arrastraba con dificultad.
Una parte de mí parecía resistirse a subir a ese avión. Las voces en mi cabeza susurraban que me diera la vuelta, que me detuviera. Con cada paso, esos susurros eran más intensos.
Respiré profundo, llenando mis pulmones de aire fresco, intentando mantener la calma.
Justo en ese momento, alguien me empujó por detrás, desequilibrándome unos pasos hacia adelante. Quizá era la señal que necesitaba para dejar de dudar y avanzar hacia el avión.
—Disculpa—, murmuró una voz suave antes de apresurarse hacia la entrada.
Yo también retomé el paso y subí a bordo. Volar siempre me había fascinado.
Durante algunas horas, tenía el placer de contemplar las nubes desde lo alto y disfrutar de la tranquilidad del cielo.
Pero hoy no sería así. Los últimos dos asientos disponibles en mi vuelo me dejaron al lado de una familia con niños pequeños que ya estaban causando alboroto.
Intenté desconectarme colocando mis audifonos y dejé que la música aleatoria de Spotify me envolviera. Y entonces, mis pensamientos volvieron a atormentarme.
Esta situación me estaba sobrepasando. Cerré los ojos lentamente. ¿Qué haría si Enzo no quería saber nada del bebé? Me vería sola, criando a un niño en medio de mis estudios.
No es que no pudiera hacerlo. Siempre había encontrado la forma de salir adelante. Pero esta vez, las cicatrices serían más profundas. Quería darle a mi hijo lo que yo nunca tuve: un padre que lo antepusiera a todo.
Mi propio padre siempre estaba ausente, ocupado con el trabajo. Apenas lo veía, y eso no solo afectó a su matrimonio, sino también a mí.
Una lágrima solitaria rodó por mi mejilla, y la limpié rápidamente.
¿Serían las hormonas o simplemente yo? Quizá fuera una mezcla de ambas.
Volví la mirada hacia la ventana y contemplé una puesta de sol ardiente, bañando el cielo en tonos rojos. Era un espectáculo maravilloso.
El resto del vuelo pasó casi en un abrir y cerrar de ojos. Cuando aterrizamos en Chicago, la noche ya había caído.
Esperaba que el jet lag no fuera tan implacable esta vez. Viajar entre zonas horarias en tan poco tiempo era agotador.
Con mi pequeña maleta en mano, atravesé el inmenso vestíbulo del aeropuerto. El trayecto en taxi hacia mi modesto hotel fue tranquilo, y pronto me encontré en mi habitación.
Estaba bien, aunque no se comparaba con el lujo que Yara y yo disfrutamos en nuestro primer viaje. Pero no venía a instalarme; solo me quedaría una semana, lo suficiente para resolverlo todo y volver.
Aunque no tenía claro cómo sería esa "solución" que tanto anhelaba.
Me quité el jersey que llevaba puesto durante el vuelo, pensando en qué ropa sería adecuada para comunicarle a alguien que pronto sería padre sin haberlo deseado.
Claramente, no existía un "código de vestimenta" para algo así.
Afortunadamente, aún recordaba la dirección de Enzo. Aunque aquella noche no me fijé demasiado en los detalles, la mañana siguiente estaba consciente de dónde nos encontrábamos.
Después de un trayecto de quince minutos y con un taxista de humor amargo, llegué al imponente edificio que visité meses atrás, en circunstancias completamente diferentes.
Mordí mi labio inferior mientras me acercaba a la entrada, mis piernas temblando a cada paso.
¿Subiría en ascensor? Lo dudaba, el recepcionista estaba justo ahí.
—Hola, vengo a ver a Enzo Miller—, escuché mi voz, sorprendiéndome de la seguridad que aparentaba.
El hombre me observó de arriba a abajo, y de inmediato me sentí fuera de lugar.
Quizá tendría unos años más que yo, pero su mirada fue rápida antes de preguntar:
—¿Su nombre, señorita? No puedo dejarla subir sin anunciarse.
Así funcionaban las cosas aquí. Primero debía pasar un filtro antes de que Enzo decidiera si quería verme o no. Estupendo.
—Nathalia Cruz. Tengo algo importante que decirle al señor Miller. ¿Podría informarle, por favor?
El hombre asintió y tomó el teléfono, marcando un número. Claramente, llamaba a Enzo.
Seguramente contestaría pronto, y en unos minutos escucharía su voz nuevamente, lo cual sería suficiente para hacer que mi corazón volviera a desbocarse.
¿Qué te pasa, Nathalia?, me dije a mí misma. Estos sentimientos debían desaparecer cuanto antes.
—Puede subir, señorita. Piso cincuenta—, me indicó.
—Gracias—. Me dirigí rápidamente al ascensor y presioné el botón.
Por supuesto que era el último piso; Enzo vivía en su lujoso ático, después de todo.
El hecho de que me permitieran subir tan rápido me hizo pensar que aún recordaba quién era. Eso significaba que nuestra fugaz aventura también había sido algo especial para él. De otro modo, probablemente habría olvidado mi nombre después de aquella noche.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, ahí estaba Enzo, esperándome.