CAPÍTULO XIEl Castillo se veía muy vacío. Hacía sólo seis días que el du que se había ido al norte, hacia Yorkshire, con el ataúd de Marcos Ryll, pero a Virginia le pareció eterno aquel intervalo. No lo había visto desde el momento en que él llegó a su lado, entre los árboles, y ella se esforzó por no desmayarse y mantenerse erguida en la silla. Sin hablar, se habían limitado a mirarse a los ojos, sabiendo que ambos habían pasado por el mismo infierno. Virginia estaba temblando y las lágrimas corrían incontrolables por sus mejillas y entonces, con cierta brusquedad, el Duque dijo: —Vuelve a la casa. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que las palabras brotaran de sus labios. —¿Adónde... vas? —A buscar ayuda— contestó él—. Nadie debe saber que estuvimos aquí juntos. No puedo permitir