De repente, mi capacidad de hablar se desvanece. La cercanía de su cuerpo y el cálido tacto de sus manos son insoportables. —Déjame ir —le pido en un susurro, pero en realidad no quiero que lo haga. Su frente se encuentra con la mía y puedo sentir su aliento caliente mezclándose con el mío. Mi corazón salta en intensos e irregulares latidos y un puñado de piedras caen en mi estómago. —No —susurra—, no, Lucy. Dejemos de ser idiotas los dos y hablemos como personas civilizadas. No voy a dejar que te vayas. No una vez más. Media hora Después. Adam Hughes está sentado al volante de su vehículo, pero no se mueve. El coche está aparcado a unos metros del almacén donde se celebra la fiesta, y el silencio que se ha instalado entre nosotros es casi tan insoportable como el abismo que parece se