3 | Llama Ardiente

2568 Words
Los ojos de Styx Caronte fueron la perdición de Sierra Lacroux. Fueron esos ojos del color de un zafiro los que la llevaron hasta ese pasillo donde la privó de la respiración. Fue en ese pasillo donde la convirtió en propiedad Caronte. Era inimaginable que a la única hija y heredera de los Lacroux pudieran secuestrarla con tanta facilidad, pero Styx lo hizo. Engañó a los guardias, tenía preparado un vehículo para dejar el lugar, y fue suficiente químico en los pulmones de Sierra como para dormir un caballo. Poco importaba si la chica sobrevivía o no. Ella era solo parte de la venganza de Styx, más no el enfoque directo de su venganza. Styx arrojó a Sierra en el asiento trasero de una SUV Traverse. Los tres hombres que iban con él entraron, y el que manejaba, arrancó la camioneta. Styx se aflojó la corbata cuando salieron del perímetro de los Lacroux, y miró atrás. La mujer iba dormida, con el cabello apenas desordenado y los pechos saliéndose del escote. Desvió la mirada y les dijo a sus hombres que apagaran las luces y que se desviaran por el camino que él había elegido. Styx realmente pensó que sería difícil raptarla, pero estaban tan seguros de que no quedaban enemigos, que eran los nuevos reyes, que pocos les importó aumentar la seguridad para que su adorada hija estuviera a salvo. Su prometido estaba fascinado hablando con su suegro cuando Sierra se movía sobre el asiento de cuero de la camioneta de su enemigo. Por un momento hubo un gran silencio, y todos saborearon la victoria reinante. —Lo consiguió, señor —dijo uno de sus hombres. Styx inclinó la cabeza a un lado y miró la ventanilla. Estaban adentrándose en una zona boscosa donde el GPS se disparaba, donde no había señal telefónica y donde nadie rastrearía la camioneta. Styx se encargó de cuidar hasta el más mínimo detalle. Nada escaparía de sus manos, de sus ojos, ni de su venganza. —Esto es lo sencillo —susurró cuando se quitó las gemelas y las arrojó al piso—. Lo que haré con Cassio será el verdadero reto. Styx se quitó el saco, el chaleco y esperó hasta que llegaran. Fueron cerca de cinco horas conduciendo, y cuando llegaron, estiró sus piernas y le dijo a uno de sus hombres que llevara a Sierra hasta su nueva habitación. El hombre la subió sobre sus hombros y la tiara que llevaba cayó a los pies de Styx. Styx la miró relucir, y alzando la bota, la aplastó hasta que el metal se dobló y los cristales se hundieron en la suela de sus botas. Styx miró adelante y entró a la que sería su fortaleza de la soledad. Era un enorme castillo gótico, que años atrás funcionó como una catedral para los monjes de Inglaterra. Fue desalojada durante la caída del cristianismo en los ochocientos, y vendido a diferentes propietarios acaudalados, antes de caer en manos de un Caronte. Las torres picudas, las gárgolas, el aspectos sombrío y lúgubre de sus pasillos, los techos altos con tragaluces y vitrales de ángeles y santos, continuaron postergando la historia del castillo, hasta convertirse en Palacio de la Llama Ardiente; lugar donde las almas en pena de los últimos siglos deambulaban. El lugar estaba atestado de historias macabras, pero a Styx eso no le molestaba. Los peores monstruos no estaban muertos. Styx dejó que sus hombres llevaran a Sierra escaleras arriba hasta la torre más alta, mientras él iba a su despacho para tachar el primer paso del plan. El despacho era parte de una pequeña oficina del monasterio años atrás. Estaba repleta de estanterías enormes, de mesas largas de caoba y cedro, de sillas incómodas e incluso pergaminos con una tinta que no se borraba. Todo el palacio estaba cubierto de telarañas largas y blancas, y el cuerpo de Sierra cayó sobre una de las pocas camas que había en el lugar. Sin electricidad, le encendieron una vela que lentamente fue escurriendo esperma a medida que el tiempo en la capilla del palacio marcaba la hora final. Medianoche. Habían pasado horas desde su llegada, y mientras Styx se reunía con sus hombres para moverse antes de que los encontraran, Sierra sintió que estaba viva, que su cuerpo estaba pesado, pero su corazón latía. Había un silencio sepulcral dentro del lugar, y podía sentir el frío en sus dedos y pies. Sus hombros dolían, al igual que su cabeza. La cama olía a polvo, a suciedad, a encierro, y estirando un poco los dedos, sintió algo pegajoso y pequeño moverse bajo su mano. De un salto se lanzó de la cama y a la luz de la luna que entraba por uno de los balcones, miró la telaraña en su mano. Gritó. Gritó tan fuerte, que Styx despegó la mirada del mapa y miró el techo. Sus ojos se achicaron, y los demás también miraron. —Despertó —dijo Styx cuando miró al hombre a su derecha y hundió los dedos en el mapa—. Tráela a la iglesia. Es tiempo. El hombre salió con una lámpara de keroseno colgando de los dedos, y subió las escaleras. Sierra se pasó la mano por el vestido para quitarse las telarañas, y saltó sobre sus tacones. Aun los llevaba, con la cinta plateada enroscada en sus tobillos. Ella se pasó la mano por el rostro, cuello y pecho para quitarse cualquier otra telaraña, y sus pupilas se dilataron cuando miró la oscuridad. Estaba encerrada, rodeada de muebles cubiertos por sábanas. La habitación era enorme, y mirando a su alrededor, constató que estaba en una zona alta, quizá en la cima de la mansión. —¿Dónde estoy? —preguntó cuando su corazón se exaltó y arrastró sus pies hasta el balcón—. ¿Dónde demonios estoy? Temerosa, se asomó en el balcón de pilares enormes y un barandal de hormigón, y miró abajo. Apenas pudo respirar. Se desintegraría si se atrevía a saltar de esa altura. El vértigo se apoderó de sus piernas y retrocedió tan rápido, que su espalda impactó el pecho del hombre. Gritó y giró para retroceder. Su espalda impactó el balcón y el hombre bajó la lámpara. —No tema —dijo—. Mi señor quiere verla. Sierra frunció el ceño y estiró las manos adelante. —No conozco a su señor. El hombre mantuvo sus ojos oscuros en los de ella. —Lo hará —aseguró—. Ahora, de rodillas, princesa. Sierra miró al hombre. Iba vestido de n***o, con un arma en su muslo. Un militar quizá. ¿Qué querría un militar con ella? Sierra siempre se mantuvo alejada de los negocios de su padre. Su padre no quería que nada la salpicara. Su padre solo era un inversionista. Su dinero básicamente eran por acciones que compraba y vendía, y algunas empresas que compraban cuando estaban en quiebra. No le debía nada a nadie. Era un buen hombre, y ella buena mujer. —¿Quién es tu señor? —preguntó Sierra—. Dime su nombre. —Sé lo dirá él mismo si se coloca de rodillas. Sierra movió la cabeza de lado a lado. Sabía lo suficiente para saber que si se arrodillaba, estaría en desventaja para pelear. —No me arrodillo —replicó—. ¿Acaso no sabes quién soy? El hombre sacó una cuerda de su bolsillo trasero. —¿Acaso sabe de lo que mi señor es capaz? Sierra miró la cuerda cuando la dejó caer, y tragó grueso. ¿Qué planeaban hacer con ella? Era evidente que era un secuestro. ¿La amordazarían y la colocarían frente a la cámara para dar fe de vida? ¿Cuánto valía Sierra Lacroux para su padre? —Por las buenas, le aseguro que no dolerá. Sierra tenía tantos pensamientos intrusivos, que no permitiría que ese hombre le colocara las manos encima. Miró a los lados. A su derecha había una vieja lámpara como la que el hombre llevaba, y a su izquierda estaban unos pergaminos, un par de velas, unos candelabros y un par de libros mohosos. El asco se esfumó de ella cuando sujetó cada una de esas cosas y comenzó a arrojarlas. Si lo golpeaba lo suficiente con alguna de esas cosas, conseguiría salir. Si tomaba sus llaves, si escapaba en la oscuridad, nadie la vería. Su cuerpo se llenó de adrenalina, que prontamente se apagó cuando el hombre sacó el arma y le apuntó el medio de la frente. —Basta de juegos —dijo brusco—. No tiente al diablo, princesa. Sierra sujetaba el último libro a su pecho, cuando el hombre le apuntó la frente y le arrancó el libro. Sus ojos miraron directo a los del hombre, y le suplicó que no lo hiciera, que si era por dinero, que ella podía triplicar lo que pagaron por ella. El hombre hundió la boca del arma en la frente de Sierra y ella soltó un suspiro con lágrimas que cayeron de su mentón. Era el fin. Podía sentirlo. —Ni por todos los diamantes robados —respondió ronco y sin paciencia—. De rodillas. No querrás respirar por la frente. Sierra lloriqueó, y finalmente cayó de rodillas. Sus manos detrás de la espalda, sus tobillos atados. Su peso fue cargado sobre los hombros del hombre, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas frías. ¿Cómo podía estarle sucediendo eso? ¿Cómo podía estar atada y siendo trasladada como un pedazo de carne? Las lágrimas quemaban sus labios, y cuando entraron en la iglesia, la dejaron caer sobre las escaleras y la enderezaron. Otro de ellos le colocó el velo de novia que arrastraba sobre los escalones del altar, y cambiaron sus manos para adelante, para que fuera una plegaria. —¿Es un ritual? —preguntó tartamuda cuando miró la iglesia negra y los vitrales sombríos—. ¿Se bañarán en mi sangre? —La única sangre que quiero es la de tu padre —dijo una voz ronca, seguida de unos pasos—. No eres el cordero. Eres el cebo. Los ojos azules de Styx estuvieron sobre los de ella, y Sierra exhaló un suspiro al saber quien era. Solo lo vio una vez; una miserable y puta vez bastó para que reconociera esos malditos ojos en cualquier lugar. No llevaba el rostro cubierto, pero sus ojos eran un sello, una marca, un lago pantanoso en el que ella se hundió. El hombre que siguió fue quien la secuestró. —Eres tú —susurró con lágrimas—. Eres el hombre de mi fiesta. Styx se arregló la corbata y se colocó el saco que sus hombres le dieron. Ella estaba arrodillada en el suelo, con un puto velo y tan amarrada como si fuese el animal que degollarían los vikingos. Él lucía tan natural, como si eso fuese lo más normal. —¿Cómo pudiste? —preguntó— ¡Exijo que me regreses! —Eso no sucederá —dijo Styx—. Este es tu hogar. —¡Mi hogar es con mi padre! —gritó desesperada porque todos parecían ignorar lo que sucedía—. ¡Llévame con él! Lo exijo. Sierra gritó que ella era una persona, que era una mujer que estaba en su derecho de que la regresaran. Dijo que necesitaba hablar con su padre si era dinero lo que querían, y Styx apretó la mandíbula. Si algo amaba de ese lugar, era el silencio; silencio que ella no le dejaba tener porque se empecinaba en gritar. —¿Te callarás? —¡Nunca! —gritó de vuelta cuando golpeó sus muslos con sus manos atadas—. ¡Lléveme de vuelta! ¡Quiero que me lleves con él! Styx sintió la presencia de alguien más y el sacerdote que contrataron para auspiciar la boda llegó y tomó su lugar. —No, no, no —susurró cuando miró su estola bendecida. —Puede comenzar, Padre —dijo Styx. Sierra miró a Styx con lágrimas y desespero. —¿Comenzar qué? —preguntó atónita—. ¿Qué hará? El sacerdote carraspeó su garganta y abrió su Santa Biblia. —Queridos hermanos, amigos, presentes. Bienvenidos. —No, no, no. ¿Qué demonios hacen todos? —preguntó Sierra cuando miró a los lados, a los hombres de Styx, a Styx—. ¿Qué carajos? ¡Suéltenme! No conozco a este hombre. No me casaré con él. Esto es ilegal. Esto no puede estar permitido por la iglesia. El sacerdote agrandó su sonrisa. —Nos hemos reunido aquí para celebrar la unión de Styx Caronte y… —Se detuvo y la miró—. Lo siento. No sé tu nombre. Sierra despegó los labios y gritó: —¡No voy a casarme con este hombre! ¡Me secuestró! El sacerdote miró a Styx. —Se llama Sierra —dijo Styx—. Sierra Lacroux. El sacerdote asintió con la cabeza y le agradeció decir su nombre. Sierra gritó y se movió para zafarse. Todo parecía un circo, una parodia, algo que su amiga claramente prepararía para su despedida de soltera, y la idea se le cruzó por la cabeza, pero rápidamente desapareció cuando sintió el terror de la soledad. —¿Alguien puede ver que no me quiero casar? Me tiene atada, Padre —dijo alzando las muñecas de una forma dolorosa. Estaban tan apretadas que dolía—. ¿Cómo puede permitir esto? El sacerdote tenía oídos sordos para ella. —Nos hemos reunido aquí para celebrar la unión de Styx Caronte y Sierra Lacroux, en bendecido matrimonio. —¡Jesús! —gritó Sierra cuando la voz se le quebró y el velo se encogió alrededor de los tacones de sus zapatos—. ¡Haga algo, Padre! Mi padre tiene mucho dinero. Si detiene esto ahora, le diré que le fabrique una nueva iglesia, que done para la caridad, que haga que lo beatifiquen, lo que sea que quiera. Por favor, se lo imploro. Soy una buena sierva de Dios. No merezco esto. Styx le dio una mirada despreciable. —Nadie merece lo que le sucede, aunque algunos sí —aseguró. Ella lo miró y Styx giró de nuevo al sacerdote. Sierra sintió la decepción, el terror, la impotencia de no poder hacer nada. Ya no era un juego. Ya no era divertido. Era su vida la que estaba en la mesa. Era su vida la que estaban atando a alguien más. —¡Por favor! —imploró llorando desconsolada—. Se lo suplico. El sacerdote continuó hablando, Sierra suplicando y gritando, y Styx perdiendo la paciencia. Entendería que no quisiera desposarse con un desconocido, pero no estaba en posición de suplicar, no aún. Ya tendría tiempo para llorar sangre por Cassio. —No me casaré así, Padre, lo siento —dijo Styx cuando interrumpió la ceremonia y Sierra respiró. Pensó que había recapacitado, que el juego había terminado. Cerró los ojos y sintió como su corazón se calmaba. Era el fin. Iría a casa. Eso solo sería un recuerdo lejano y aterrador, nada más. Casi podía sentir su cama, cuando Styx pegó un enorme trozo de cinta adhesiva grisácea sobre sus labios y hasta sus orejas. —Mucho mejor —dijo cuando dio varias palmaditas en la boca y se colocó de pie—. Continúe, Padre. Mi prometida muere por casarse.
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