Sus manos empapadas de agua, estaban en el tirante de su traje de baño. Podía sentir sus dedos hurgando bajo él, escalando, descendiendo, mientras su lengua saboreaba su cuello y su clavícula. Se sentía pesado. Su cuerpo era pesado. Su aliento olía a whisky y a cigarrillos. Su pecho escocía el suyo, y el aire estaba suprimido en su pecho. No podía gritar, no podía pedir ayuda. Se ahogaba bajo su cuerpo. Él la consumía de una forma depravada, y aquella zona que nadie jamás tocó, fue rozado por su dedo corazón. Sintió la aspereza de la piel varonil, mientras de su boca brotaban las palabras “te gustará”, “relájate”, “haremos esto una y otra vez cuando seas mía”. Ella no podía respirar, y no le gustaba.
La pared de la piscina atrapó su espalda, y él, pesado, atrapó su pecho. Estaba en medio de dos trozos de concreto, uno más hiriente y pesado. Podía saborear el vino en su lengua cuando tragó saliva, y el licor añejado en la de él cuando metió su asquerosa lengua en su boca y su dedo bajó más, hasta la pequeña abertura entre sus muslos. Ella hundió sus uñas en sus hombros y le suplicó que no, que parase, que no siguiera, que dolía.
—Todo estará bien —repitió con la lengua dormida por el whisky—. Te prometo que si te relajas, te gustará.
Ella no podía relajarse. Sentía su dedo hurgando, intentando entrar. Pateó el agua sobre la que nadaba, y enterró tan fuerte sus uñas en los hombros desnudos del hombre, que él gruñó cuando la sangre tiñó sus uñas. Intentó escapar, intentó huir, pero él era más grande, más fuerte, y cuando impactó su espalda contra el borde de la piscina, un dolor traspasó su piel y la hizo jadear. Su cabeza dio vueltas, y él clavó sus dedos en su ropa interior y la arrancó.
Ella pidió ayuda, suplicó ayuda, pero su voz apenas se escuchó sobre el sonido del chapoteo y las succiones de la boca del hombre en su cuello. Cerró los ojos y las lágrimas se confundieron con el agua, y cuando hundió el dedo e intentó traspasar su barrera, gritó tan fuerte como pudo y su espalda se levantó de la cama como un estallido, un resorte, un susto mortal.
Sierra abrió los ojos de un tirón y escuchó el corazón en sus oídos. La sangre corría a borbollones por sus venas, y pasando las manos por su rostro, sintió la humedad del sudor. El cuello estaba empapado, el cabello se pegaba a su frente, y su garganta ardía.
La puerta de su habitación se abrió de inmediato y ella se apretó las piernas al pecho hasta que vio a la mujer descalza cubierta por una bata de algodón. La sirvienta se apresuró a trotar hasta su cama y encendió la luz de noche que nunca debieron apagar.
—Señorita —dijo cuando encendió la luz y la miró bañada en sudor—. ¿Se encuentra bien? ¿Le busco algo de tomar?
Sierra tragó saliva y se tocó el cuello. Estaba empapada, con el corazón como un caballo y los ojos adaptándose a la luz. Se balanceó un poco en la cama como solía hacerlo, con las piezas pegadas al pecho, y la sirvienta miró como su cuerpo temblaba. Su cabello mojado temblaba sobre sus mejillas, y sus ojos estaban igual de perdidos que aquella primera noche de pesadillas.
—Estoy bien —respondió Sierra—. Es una pesadilla.
La sirvienta se envolvió más el cuerpo con la bata y apretó sus brazos. No le gustaba lo que veía. No le gustaba nada esa Sierra.
—La misma pesadilla desde ese día —susurró la sirvienta—. Debe contarle a su padre lo que su prometido le hizo.
La primera vez que Sierra decidió hablar, fue con ella. La mujer era más que una empleada más de su padre. Estuvo con ella desde que era una niña. Era la hija del ama de llaves de la mansión, y cuando tuvo edad suficiente para trabajar, comenzó a ser servicial. Por su edad, por estar siempre en la mansión y por ser parte del entorno de Sierra, se comenzó a forjar una especie de amistad que hasta ese día, había perdurado al punto de ser quien velaba sus sueños. Podía ser una amiga más para Sierra, pero no cualquier amiga. A su mejor amiga no le pudo contar lo que vivió.
—No lo creería —susurró Sierra cuando cerró los ojos y se levantó para refrescarse el rostro en el baño—. Mi padre pactó este matrimonio por mi bienestar, para que este a salvo.
—No estará a salvo con ese monstruo —aseguró ella cuando la siguió, encendió la luz y abrió el grifo por ella—. Si la lastimó una vez, lo hará siempre que tenga la oportunidad.
Sierra se mojó el rostro y el cuello, y se miró en el espejo. Ella estaba viva gracias a su padre, y darle lo que él quería, era poco para lo que merecía. Debía ser leal a la familia Lacroux. Si algo no le gustaba, se acostumbraría, si algo le desagradaba, quizá lograría que lo cambiara. Todo estaba en complacer a su padre.
—Hable —le pidió la mujer—. Su padre la ama. Entenderá.
Sierra pestañeó un par de veces y alcanzó la toalla.
—Solo necesito dormir —dijo cuando se secó—. Será un día importante, y el estilista me pidió dormir bien.
Sierra pasó a su lado y se encaminó a la cama. La sirvienta no era solo la persona que le cuidaba el sueño. Se preocupaba por ella. No estaría cerca de ella cuando se casara. Los planes eran irse a vivir con su esposo a Estambul. Ya no sería más su aliada.
—Sus gritos se escuchaban afuera.
—Ya no sucederá —aseguró cuando se metió bajo las sábanas y cambió la almohada mojada por una seca—. No te despertaré más.
No se trataba de despertarla más o no. Era algo más profundo. Era su seguridad, era su confort, su protección. Tarver Kauffman era un hombre de cuidado, era un perro bien adiestrado para matar, y ella era el pedazo de carne que le dejaron en la jaula.
Ella intentaba abrirle los ojos, pero si Sierra no quería ver, solo podía ser su cómplice más cercana en los tiempos oscuros.
—Bueno, saquemos algo bueno de esto —dijo la mujer—. Seré la primera en desearle feliz cumpleaños, señorita Lacroux.
Sierra suspiró, sonrió y extendió la mano para tocarla.
—Gracias Callie —agradeció—. Lamento despertarte.
Callie le apretó la mano y le dijo que siempre que la necesitase, estaría para ella al otro lado de la puerta, y despidiéndose, salió y la dejó sola. Sierra miró la luz a un lado de su cama y giró. Amaba esa lámpara. Llevaba con ella desde que era una niña. Desde que tenía memoria. Desde antes de que su madre muriera.
Sierra se esforzó por volver a dormir, para que nadie se quejara de sus ojeras. Sierra complacía a todos, y eso era el arma más letal que podía colocar en las manos de los otros. Vivir para complacer. Lo bueno era que no a todos debía complacer, y entre las almas libres estaba su mejor amiga; aquella que llegó con los chef, la logística y dos hombres con cajas a ambos lados de sus hombros.
—Princesa del drama —dijo cuando extendió los brazos.
La mujer taconeó sus altas botas rojas hacia ella, y la abrazó con su manicure recién hecho. El sonido de sus pulseras y collares aturdió a Sierra, al igual que el fuerte aroma a vaper.
—Señorita Deveraux —dijo Sierra—. Luce hermosa.
—No más que la cumpleañera —aseguró cuando le dejó dos besos en cada mejilla y uno más por amistad—. Feliz cumpleaños.
Chasqueó los dedos y los dos imponentes hombres que llevaba con ella, dejaron las cajas de obsequios en las escaleras. Eran muchos, pero así era Letty cuando quería impresionar a su amiga.
—Ya no llevas tus obsequios —comentó Sierra.
Letty miró su manicura roja lustrosa y elegante.
—Mis manos son muy lindas, y para eso tengo guardaespaldas —dijo cuando los miró a ambos con una sonrisa pervertida por todo lo que hacía a escondidas del rey—. Y para algo más.
Sierra sonrió porque de las dos, Letty rompía las reglas, y era más importante que ella. Era la cuarta al trono del maldito Reino Unido. Tenía más obligaciones y responsabilidades, pero mucho tiempo atrás envió a todos al diablo y comenzó a hacer su voluntad. Sierra deseó lo que ella tenía, pero no tenía su fuerza.
—¿Te alistarás conmigo? —preguntó Sierra.
Letty sonrió más amplio y le mostró el anillo con la serpiente.
—Y traje algo importante de casa.
Pasó el dedo tentativo por el cuerpo enroscado de la serpiente, y Sierra sintió como su garganta se apretaba por el contenido.
—No.
Letty taconeó dos escalones más arriba, y la miró.
—No hay fiesta sin un poco de escarcha —susurró y comenzó a subir trotando sobre la alfombra de terciopelo—. Te espero arriba.
La mansión estaba inundaba de personas que harían de su cumpleaños dieciocho una maravilla. Esa noche, la mansión serían los ojos de su llegada a la adultez, y por ende, el comienzo de su ruina. Y si lo pensaba bien, la escarcha no sonaba tan mal.
Sierra entró a su habitación y miró el anillo. Solo bastó una mirada para que Letty buscara uno de los espejos de Sierra, lo colocara sobre el baúl a los pies de la cama, abriera la cabeza de la serpiente y vaciara la escarcha blanca y costosa. Dos líneas con una dura y jugosa tarjeta de crédito negra, y una absorción nasal que hizo que la escarcha llegara al cerebro y explotara la dopamina. Letty se lanzó de espaldas a la cama y Sierra miró el techo antes de rebotar sobre el colchón y mirar a su amiga.
Ambas rieron y pasaron las manos por sus rostros y cuello. Un poco una vez al mes no hacía daño, y todo era mejor con ese polvito mágico. No había pesadilla, no había preocupaciones. Solo ella, su cuerpo, y la levitación cuando la cocaína la recorría.
No supo cuánto estuvo en silencio, pero cuando abrió los ojos, vio galaxias en el techo, y la cama eran las nebulosas. Sintió que levitaba, y cuando miró a un lado, su amiga estaba sentada en una roca y extendió la mano para que ella la tocara. Fueron horas, muchas horas, porque cuando el viaje intergaláctico terminó, la realidad la golpeó de regreso en la cama mullida.
Ese era el peor momento, pero eran efectos secundarios.
—¿A qué hora llega tu caballero? —preguntó Letty.
Sierra se pasó las manos por el cuero cabelludo.
—Supongo que pronto.
Letty giró en la cama y alzó los pies.
—Ya casi te casarás. Qué jodido —dijo asqueada de la idea—. Estarás atada eternamente a ese hombre. Aburrido y patético.
Sierra la miró.
—¿Lo dices en serio? No se te olvide que conozco tus secretos.
—Y por eso nunca dejarás de ser mi amiga favorita —aseguró.
La puerta de la habitación se abrió, y Callie entró.
—Señorita Lacroux —llamó—. Su estilista la espera.
Letty sacudió sus labios y formó un círculo.
—Uh, que importante —dijo empujándola fuera de la cama para ella retorcerse gustosa—. Ve. Disfrutaré mi escarcha.
Sierra se levantó y continuó con un par de efectos secundarios que no le gustaba, como pérdida del equilibrio, rostros borrosos, mucha luz en todas partes, y un ligero dolor en la base de la cabeza. La droga era genial, pero no cuando el estilista preguntaba si le gustaban los colores o el peinado. Cuando le preguntaron qué joyas usaría, ni si le gustaba como le quedaba el vestido. Todo se intensificaba el triple, y cuando despertó, estaba en medio del salón, rodeada de personas con máscaras. Había llegado la noche, el momento de la celebración, y apenas podía sostenerse en pie.
—Feliz cumpleaños, prometida —dijo Tarver cuando le besó la mano y la colocó en su codo—. Preparé algo especial para ti.
Había luces, acróbatas, un chef que cortaba media vaca en fuego frente a ella. Había telas colgando del techo, media orquesta y una mesa de comida que nadie jamás podría comer completa. Todo estaba borroso, era como un sueño del que no podía despertar. Muchas personas la besaron y dejaron obsequios en una mesa que llegaba al techo. Había tanto, conocía a tantos, a excepción de uno.
Había un hombre grande, con un traje n***o con decoraciones doradas. Llevaba un antifaz con el borde dorado, y sus ojos azules eran hipnotizantes. La atrajeron como la luz del pez linterna. Sierra miró cuando el hombre quitó la mirada de ella y se adentró entre los invitados. Había un show con fuego en medio del salón, y cuando el fuego brotó de la boca del hombre con un traje de leopardo, ella se abrió camino. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué nunca había visto sus ojos? Apenas vio un pedazo de su espalda y el dorado de su saco, y lo siguió, disculpándose por los zapatos que pisaba y los hombres que se llevaba. No le importó seguir a un extraño hasta el corredor principal. El hombre iba delante, caminando lento, pero con grandes zancadas, mientras ella alzó el ruedo de su vestido bombache y comenzó a trotar para alcanzarlo.
—Disculpe, disculpe —llamó al hombre.
Él siguió y dobló la esquina. Ella alzó más el vestido y sus tacones resonaron en el pasillo iluminado. Al llegar a la esquina, giró y su pecho impactó contra el del hombre. Era duro como el acero, y sus ojos eran aun más azules en la cercanía. Tenía un aura de poder, una altivez, y una imponencia que la minimizaba.
—Disculpe —soltó ella cuando bajó su vestido y movió los hombros para lucir como la señorita que era—. ¿Lo conozco?
Él miró sus ojos azules, más claros que los suyos, y todos los diamantes de sangre que llevaba. Llevaba una tiara de diamantes blancos, un collar de diamantes púrpura y un escote en forma de corazón que brillaba mucho más que la luna. Toda ella era un enorme diamante; el diamante de la familia Lacroux.
—No me conoce —dijo Styx cuando sacó un pañuelo de su bolsillo y lo colocó en la boca de Sierra con guantes—, pero lo hará.