Styx no tocó a Sierra, más que para colocarle la cinta y el anillo. No se tomó la molestia de llevar a su esposa a su nueva habitación, y aun menos, de pensar en consumar ese matrimonio. Sierra era el reflejo de su odio por su padre. No la veía más que un objeto de intercambio. La vida del diamante por la de su padre.
Sierra lloró hasta que se cansó. Las lágrimas se secaron en sus mejillas cuando los hombres de Styx la empujaron al piso y le quitaron las amarras. Jadeó cuando le quitaron las sogas de los pies. Styx estaba en la puerta observándolo todo, con los brazos cruzados y una mirada ensombrecida. Las lágrimas secas de Sierra se mezclaron con el polvo que levantaron del suelo, y cuando miró a Styx a los ojos, él sintió el reto y la resistencia en los huesos. La mujer, ajeno a lo que él pensaba, era una mini fiera que se defendía, y eso sería un problema que solo solucionaría con una pistola en la frente. El repudio que sentía por su familia no lo dejaba acercarse, pero escucharla gruñir como animal a punto de ser sacrificado, la acercó a ella. Sierra se retorció y sus rodillas y piernas rasparon el suelo helado. Styx se agachó con tanta calma y lentitud, que su estómago se giró y su corazón se ralentizó.
Styx miró la cinta en su boca, y revoloteó las pestañas para mirarla a los ojos. Sierra sintió un golpe de corriente cuando Styx la miró. Su cuerpo se estremeció, el vello de su nuca se erizó y su estómago continuó girando como un aspa de ventilador. Tragó toda la saliva que tenía en la boca, y su cuerpo se tensó de tal manera que Styx podía ver las venas de su cuello brotarse por el esfuerzo. Ninguno de los dos quería tocarse, pero su esposa se esforzaba por hablar, y un buen esposo, le arrancaría la venda.
—¡Dios! —gritó ella cuando le arrancó la cinta con fuerza.
Styx miró la cinta en sus dedos.
—Dios y no nos llevamos bien —dijo levantándose—. Habla.
Eso sonó más como una orden que animarla a que lo hiciera. Ella lamió el ardor de la cinta en sus labios y los apretó. Styx estaba sobre ella como una enorme pared, y ella era una pequeña luciérnaga sin un ala. No sabía qué decir. No comprendía muchas cosas, y el miedo era el único sentimiento que la invadía. Estaba atestada de terror por él. No estaba deformado, no lucía desagradable ni aterrador físicamente, pero esos ojos… ¡Esos malditos ojos azules que la hipnotizaron! Tenía tal dureza en su mirada, que cuando lamió sus labios para hablar, la primera palabra se tambaleó y cerró la boca para que él alzara una ceja.
—He silenciado mujeres, pero nunca más fácil que contigo.
Ella apretó sus manos, aun atadas en la cinta, y sacó valor. Nada odiaba más que los retos. Styx la retaba a ser aquello que su padre le privó. Siempre fue la damisela en peligro, pero con Styx era el animal salvaje que debía atar en el piso para que no lo mordiera, y eso le dio cierta seguridad; seguridad que prontamente caería.
—¿Quién eres? ¿Qué hiciste? ¿Por qué me haces esto? —preguntó sin respirar—. Mi padre movería el ejército por mí.
Styx frotó la cinta entre sus dedos y la golpeó para tirarla al piso.
—Demasiadas preguntas, y no tengo un trago para responderlas —dijo cuando miró la cinta en el suelo y a Sierra esperando una respuesta que satisficiera su deseo de saber por qué la secuestró—. Cuando compré este lugar, no imaginé que usaría la torre, ni que una princesa real dormiría bajo mi techo.
Sierra tragó de nuevo y alzó el mentón. Styx movió los ojos a sus hombres y cada uno salió de la habitación, dejándolos solos. Sierra sintió pavor escalando por sus pies, y se arrastró para apretarse al suelo. Styx no movió un músculo cuando ella se hizo un ovillo, y se protegió. Podía patearlo, podía morderlo sin la cinta, pero era más grande y más, y la bilis subió por su garganta por lo que pensó.
—¿Qué quieres conmigo? —preguntó—. ¿Qué buscas de mí?
—Convertirte en mi esposa —respondió.
Ella apretó más las piernas. Styx no la miraba, pero el recuerdo de lo que Tarver le hizo continuaba fresco en su cabeza.
—Estoy comprometida. Me casaré en una semana.
Styx frunció el ceño.
—Entonces deberías agradecerme. Los Kauffman no tienen la mejor reputación, y mi apellido es mejor.
Ella movió los dedos desnudos, y no se rio de su chiste cruel.
—Yo…
—¿Lo amabas? —preguntó cuando leyó en sus ojos que lo primero que saldría sería eso—. Esa mentira úsala con tu padre.
Sierra sintió como él miraba su alma, como la escaneaba, como la conocía solo por mirarla a los ojos. Sierra desvió la mirada y Styx metió las manos en sus bolsillos. Pasó junto a ella para asomarse en el balcón. Ese lugar tenía la vista más hermosa, y la oscuridad era tan profunda, que no podía ver nada a kilómetros. Estaban tan lejos y tan seguros, que a nadie se le ocurría buscarla allí. Estaban aislados, y Sierra miró su espalda. Su ropa no era costosa, sus zapatos estaban sucios, y no parecía alguien adinerado. Cuando se era un Lacroux, lo primero que se veía era si la persona con la que negociaría, necesitaba su dinero.
—¿Quieres dinero? —preguntó—. Mi padre tiene mucho.
Styx sujetó la piedra y el concreto del balcón. Hundió sus dedos hasta que sus nudillos y tendones dolieron, y miró la zona más oscura que encontró. El dinero del padre de Sierra estaba maldito, porque nada que tuviera sangre Caronte, era bendecido.
—No quiero el maldito dinero sucio de tu padre —escupió Styx cuando lamió las palabras con la ira que apenas controló—. Quiero su sufrimiento. Quiero que sienta lo mismo que yo sentí cuando me los quitó. Quiero que llore sangre. Que venga a mí arrastrándose como el sucio animal malnacido que es.
Sierra se estremeció ante las palabras de Styx, y su estómago se anudó. ¿Cómo podía hablar de él cuando su padre siempre fue el amigo de todos y la persona que la cuidó como su mayor tesoro? Su padre no se equivocaba ni era una mala persona. Debía haber un error. Seguro no era a su padre a quien buscaba, sino a alguien más. Cassio Lacroux era el emblema de la diplomacia, de la inteligencia, de la abnegación para con sus trabajadores. Era un hombre admirable, intachable, respetable, con los valores y la moral que le inculcó a ella. Su padre lo era todo para ella.
—Mi padre es un buen hombre —corrigió ella—. No hace daño.
—Y seguro tú eres virgen. Claro —respondió Styx con ese deje de ironía que la hizo temblar—. Tu padre es un asesino, virgencita.
Styx giró un poco para que su mentón rozara su hombro.
—Y tú eres su virgen —dijo girando—, por eso te vendió.
Sierra meneó la cabeza y lo negó varias veces. Su padre la protegía de tal manera, que no permitía que nadie la dañara. Era posesivo en demasía, y la trataba como muñeca de porcelana. No concebía la idea de que su padre fuese el hombre que él decía; aquel que cuidó de su caballo enfermo hasta que murió, y se negó a que lo sacrificaran por el cariño que le tenía Sierra al animal.
—Mi padre es un inversionista. Es una buena persona.
—Y cuando descubras en qué invierte su tiempo, llorarás como él cuando le envíe lo que deje de ti —dijo girando lentamente—. Eres el único diamante que no tiene bajo su mano.
Styx volvió a sonar su tacón sobre el piso y Sierra se apretó. Esa noche debió ser la más importante para ella, y también para él. No debió estar atada casándose con un hombre que ni siquiera conocía, atada y atrapada en una torre, a solas con él, y por más que miraba sus ojos, no encontraba respuestas. Styx era un muro, y ella eran las uñas delgadas y sangrientas que la raspaban.
—¿Así que ahora eres mi esposo?
Styx no movió un músculo, y ella preguntó lo evidente.
—¿Consumarás el matrimonio? —indagó aterrada.
Styx miró de nuevo ese rostro lleno de polvo y lágrimas, y movió su lengua sobre sus dientes. Ella no era lo que él quería.
—No me interesa tocarte. Puedes guardar tu virginidad para un hombre al que le importe —dijo cuando usó la punta del zapato para tocar su pecho—. Si quiero abrir algo, destapo una cerveza.
La punta de la bota se alzó por su pecho hasta su mentón. Le alzó el rostro y las lágrimas nuevas brillaron bajo la lámpara. Era tan débil, tan delgada e indefensa, que tocarla era un sacrilegio. Styx bajó la bota y pasó junto a ella para dejarla sola. Sierra bajó la cabeza solo un segundo. Le habían enseñado que debía bajar la cabeza para su esposo, que debía obedecerlo, pero Styx no era su prometido. Era un loco que la robó de casa una noche.
—¡Tengo derechos! —gritó cuando él le dio la espalda.
Styx se detuvo, giró y alzó los hombros. Sierra sintió como su altura alcanzó dos pulgadas más. Lucía enorme, aterrador y tan volátil como la gasolina. De inmediato se arrepintió de alzar la voz, y cuando sus gélidos ojos se posaron en ella, su estómago gruñó de terror. No necesitaba las quejas de una princesa berrinchuda.
—¿Crees que me importa lo que una simple niña puede hacerme? —preguntó cuando caminó hacia ella, y Sierra arrastró su culo por el piso hasta la cama—. Tu padre me quitó todo.
Sierra apretó la espalda contra el colchón, y Styx se inclinó para apretar la tela y el colchón con las uñas mientras la miraba. Hubo una ligera separación entre ambos, y Sierra sintió el cálido aliento del hombre en su rostro cuando cerró los ojos y giró. Las lágrimas calientes se resbalaron, y Styx apretó más fuerte el puto colchón.
—Cassio me quitó a mi familia. Robó mi herencia, mi legado. —Sus dedos se enroscaron en la sábana y hundió las uñas en el cobertor a medida que sus pupilas se dilataban y su corazón explotaba de enojo al saber de lo que era capaz la sangre en sus venas—. Robó todos nuestros diamantes, y yo robé el suyo.
Sierra temblaba cuando Styx bufó en su rostro como un toro. Escuchaba su respiración, sentía el calor, traspiraba miedo. Ella no abrió los ojos hasta que él se alejó, y Styx movió los hombros. Aterrarla solo era la primera parte de un plan muy macabro.
—Mi padre vendrá —dijo cuando sollozó y las lágrimas entraron en su boca temblorosa—. Me ama y vendrá por mí.
Una sonrisa de confianza y peligro atravesó los labios de Styx.
—Cuento con eso, princesa —aseguró.